La noche del sábado se tornó luchística y un tanto ruda en el centro de Morelia: sobre la avenida Madero, maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) se manifestaban en pro de sus luchas magisteriales; en la plaza Valladolid cientos de personas luchaban por un buen lugar para ver los videomappings; y en pleno Palacio de Gobierno, dos pianistas de altísimos vuelos luchaban sin piedad sobre un elegante ring.
El escritor de esta crónica eligió internarse en el recinto gubernamental y su lucha particular fue la de batallar con un reportero vecino que en vez de disfrutar el recital a cargo de Héctor Infanzón y Alberto Cruzprieto, prefirió borrar fotos de una pequeña cámara, con lo cual soltaba molestos ruiditos que contaminaban el ambiente de tan elegante velada. Tras agotar mi paciencia, tuve que pedirle silencio absoluto o ser sometido a un castigo doloroso, cosa que no sería tan complicada si tomamos en cuenta que el rival tiene unos 70 años y ninguna facha de buen peleador.
Ya con el viejo sometido, pude apreciar en todo su esplendor el espectáculo llamado “Máscara vs Cabellera”, incluido en el Festival de Música de Morelia, un tributo a los ídolos de los encordados pero esta vez con dos maestros del piano: por un lado el experimentado Alberto Cruzprieto, autor de decenas de discos y nominado al Grammy en 2001, según nos informó la vocera oficial de la contienda. El rival fue el joven Infanzón, consolidado técnico que se presenta en los mejores festivales a nivel mundial, dueño de un estilo que va de la vanguardia a la más pura tradición.
Ante una arena llena, los rivales comenzaron con una pieza conjunta: Sonata para dos pianos KV 448, de Mozart, pero como aquello se trataba de pelear, luego cada uno tomó su rumbo para interpretar piezas propias y ajenas en las que demostraron sus mejores llaves y contrallaves, lanzándose miradas de rencor que anunciaban una lucha de alarido para beneplácito de quienes querían ver sangre sobre los instrumentos marca Yamaha.
La experiencia estaba del lado del “Prieto Alberto”, una suerte de Atlantis de la música, un todo terreno que ya ha despojado máscaras de otros antihéroes del ring, viejo lobo de mar que está más allá del bien y del mal. Frente a él, se postraba un talento en pleno auge, el Alberto del Río de la música culta, el muchacho fuerte que quiere todos los cinturones del peso semicompleto.
En ese contexto, la pelea no dio tiempo para el descanso e incluso hubo que llamar a la presencia de seconds que con toalla en mano auxiliaban a los contendientes a quienes cubrieron en los pianos cuando éstos, cansados de retarse con las teclas, de plano se pararon frente a frente para solucionar las cosas como los hombres.
El Palacio de Gobierno se convirtió en una sucursal de la Arena México, sin que faltaran los niños que vendían máscaras y las señoras que ofrecían cacahuates para la fanaticada. Aunque el programa de mano anunciaba piezas de Don Cake, Bolado, Atché y Kapustin, los maestros del pancracio rompieron sus respectivas notas y se fueron por la libre, demostrando que para golpear a su oponente no debe leerse libro alguno, sino simplemente perder el miedo y presumir el músculo.
Luego de más de una hora de huracarranas musicales, de patadas voladores que sabían a jazz y a ritmos latinos, de quebradoras con tufos de allegreto, ambos gladiadores fueron sometidos a la votación pública a través de los aplausos, pero como éstos eran tan parejos, la juez del cuadrilátero tuvo que decretar un salomónico empate, que fuera de disgustar a los fortachones músicos, los unió en un abrazo e incluso, ya en plan de técnicos amigos, ofrecieron otra pieza para dos pianos, con lo que dieron fin a un espectáculo que afortunadamente le quitó lo santón a esta clase de recitales que bajo dichas condiciones se convierten en recuerdos imborrables para cualquier persona que guste de la música.