La antología Lados B, editada por Nitro Press, ya anda en las mejores librerías y como se ha vuelto costumbre contiene las letras de mujeres y hombres que no precisamente se distinguen por su corrección, sino al contrario, los une la voz transgresora, incómoda y burlona que hacen de esta colección un objeto que no podemos dejar de leer.
A manera de regalo, les dejamos uno de los cuentos más divertidos de la antología, se trata de «Asesino a sueldo», escrito por nuestro amigo y colaborador Salvador Munguía, quien así debuta en las grandes ligas literarias luego de varios años de puras penas y deudas. Si les gustan las historias de conspiraciones y asesinos torpes, seguro morirán de risa. Y si desean comprar la antología, solo visiten el sitio oficial de Nitro Press.
ASESINO A SUELDO
La llamada me cayó por sorpresa, tenía apenas un par de años que me había jubilado. El problema es que un asesino a sueldo difícilmente se jubila, hay favores que se pagan con otros favores y es un cuento de nunca acabar. La llamada me puso de muy mal humor, y no por tener que ir a matar a alguien, eso era lo de menos. Lo que me pesaba eran los años, acababa de cumplir sesenta, demasiados para un asesino. Mi salud era precaria, manifestaba una pérdida progresiva de la capacidad para coordinar los movimientos, que los médicos diagnosticaron como principios del mal de Parkinson. Además, tenía poco de haberme casado con una hermosa y joven mujer, y tan sólo pensar que me separaría de ella algunos días me partía el corazón.
Había decidido pasar mis últimos días en Santorini, Grecia, en un chalet que tenía una vista infinita al mar e impresionantes puestas de sol. La vida comenzaba a sonreírme demasiado tarde. Pero el deber es el deber y había que cumplir con el trabajo. Aquella tarde penetré con dificultad a Giselle, pero pude paladear los sabores de su vagina. Me inventé un viaje de negocios y le prometí que regresaría pronto. Ella no mostró sentimiento alguno. Por la noche preparé una pequeña maleta. A la mañana siguiente, vía electrónica, ya tenía una descripción detallada de mi próxima víctima, también mi reservación de avión y de hotel.
Llegué a Brasil un miércoles 9 de julio, un día después de la paliza que le propinó la selección de Alemania a la de Brasil. Encontré a los anfitriones cariocas hechos mierda, sus rostros reflejaban tristeza, confusión y desgracia. Me daba gusto, nunca me han caído bien los brasileños, su alegría me resulta enfermiza.
Me hospedé en un lujoso hotel en Río de Janeiro. Por la tarde fui a comer con el Cáscaras Rodríguez, el tipo que me había contratado, era un viejo conocido, un hombre que se dedicaba a las relaciones públicas del hampa, y a quien le debía varios favores. Mientras nos bebíamos unas caipiriñas que sabían a madres, me enseñó las fotos de la víctima, el lugar donde se hospedaba, sus horarios, todo; incluso la grabación de un programa deportivo donde éste era la estrella.
—El cabrón es un fanfarrón, boss —me dijo el Cáscaras—, sale en la televisión y de sólo escucharlo te dan ganas de matarlo.
—¿Y por qué quieren deshacerse de él? Se ve buen muchacho —dije yo, por decir algo.
—Por rating, la competencia está muy preocupada, ya nadie ve los partidos por Televisa.
—¿Así que Televisa está detrás de todo esto? —pregunté.
—No, no, no, más bien se trata de una venganza profesional… ¿Te acuerdas del Perro Bermúdez? —me pregunta el Cáscaras con suspicacia en los ojos.
—¿El que gritaba: zambombazo?
—Sí, ese mero, el que decía: tirititito, cuando un jugador le pegaba sin huevos al balón.
—Estoy tratando de recordar… Ah, ya, ¿el que decía: tuya, mía, te la presto, acaríciala, bésala?
—Es correcto, boss, también decía: la tenía, era suya y la dejó ir… La verdad, boss, el Perro Bermúdez era un poeta.
—Con todo respeto, Cáscaras, no digas pendejadas, ese cabrón era un pinche depravado, ¿qué es eso de tuya, mía, acaríciala, bésala? No mames. Supongo que sigue diciendo albures en Televisa.
—No. Cuando el rating empezó a bajar, Televisa lo mandó a Guatemala a narrar partidos de la primera división de allá, o sea, sin importancia. Después renunció y se hizo alcohólico, ya nadie lo contrata —la voz del Cáscaras suena lejana, melancólica.
—Bueno, Cáscaras, dejemos el sentimentalismo, hay que trabajar; ¿qué me dices de la víctima?
—Se llama Christian Martinoli, tiene treinta y nueve años y es insoportable, boss —la mirada del Cáscaras es de odio puro.
—¿Peor que el Perro Bermúdez?
—¿Qué pasó, boss? El Perro Bermúdez era un ejemplo a seguir, el otro, en cambio, es un antipatriota, se burla de la selección mexicana, se la pasa criticando al Chicharito Hernández, y, para chingarla, lo acompañan Luis García y el pendejo de Jorge Campos.
—Vaya cosa, amigo, pareces enamorado del Perro Bermúdez.
—Te diré la verdad, boss… El Perro Bermúdez… es mi padrino —soltó el Cáscaras casi en silencio.
—¡No mames, Cáscaras, no dejas de sorprenderme!
—Por eso te he pedido el favor a ti, tienes que matar a ese imbécil antes de que se termine el mundial.
—No te preocupes, será pan comido.
Me despedí del Cáscaras Rodríguez con un abrazo. Me entregó la mitad del dinero acordado, las llaves de un auto en renta y la mejor pistola del mercado: una Sig-Sauer 9 mm. Por la tarde recorrí el malecón de Río de Janeiro. Me arrepentí de inmediato, era vulgar y corriente, lleno de vagos, chulos y mendigos, nada que ver con las playas de Santorini. Allá la gente pasea a gusto, sin tanto griterío, se puede beber en paz, disfrutar de un helado en silencio, el mar es cristalino y la arena más blanca que la cocaína. Me regresé al hotel e intenté comunicarme con Giselle, pero nunca contestó. De tristeza contraté una puta. Llegó más rápido que una pizza a domicilio. La miré de arriba abajo. Le pregunté cómo se llamaba:
—Dime, Diña —rezongó.
—Toma cincuenta dólares y haz el favor de largarte, cariño, no me gustan las chichis con silicón y tampoco los tatuajes.
Me quedé dormido mientras veía la repetición del partido entre Alemania y Brasil.
El jueves 10 me dediqué a conocer el hotel donde se hospedaba la víctima, investigué sus horarios y supe en qué habitación dormía. El viernes 11 desayuné en el hotel donde se hospedaban él y los demás conductores de TV Azteca. Un hombre merece morir con la barriga llena, así que pensé liquidarlo después del almuerzo. Mientras consultaba un diccionario portugués-español, los conductores arribaron al comedor, pude reconocer a Luis García y a Christian Martinoli. Cuando terminaron de almorzar los seguí hasta su habitación. Martinoli se hospedaba un piso más arriba que los demás. Me detuve un momento para ajustar el silenciador de la pistola, enseguida avancé a paso firme. Toqué la puerta tres veces. Nadie abrió. De pronto, pude escuchar a un hombre pedir auxilio, oí porrazos, escándalo y alboroto. Giré la perilla de la puerta y entré sin mayor problema. Un hombre alto, pelón y de bigote se postraba encima del cuerpo escuálido de Martinoli, el hombre lo sostenía del pescuezo y lo azotaba contra el piso.
—Suéltelo —le ordené.
—¡Uf, uf y recontra uf! —dijo el hombre de la calva prominente.
—¡Largo de aquí! —me gritó—, ¿qué no ves que le estoy aplicando una diagonal matona a este imbécil?
Joder, era el Perro Bermúdez; se me había adelantado y estaba a punto de echar todo a perder.
—Deja de hablar como idiota y quítale las manos de encima, lo estás matando. Hazme el favor de irte, yo me encargo —al ver la pistola, el Perro Bermúdez soltó al muchacho y se alejó un par de metros sin decir nada.
Martinoli tenía la lengua de fuera, permanecía casi inmóvil, se había quedado sin fuerza, respiraba con dificultad. Quité el seguro del gatillo y apunté a la cabeza de Martinoli. A todo hombre le llega su hora en esta vida, y el asesinato no es otra cosa que adelantarse a lo que Dios se va a encargar de hacer más tarde. En el preciso momento en que disparé, un golpe por la espalda me derribó al suelo, la bala se detuvo en la pared de enfrente y la pistola se me cayó de las manos; la recogí de inmediato y apunté al hombre que me había derribado, descargué dos balas: una no supe a dónde fue a parar, pero la otra hirió al hombrecillo que cayó como un saco de papas, la bala se le había clavado en el muslo derecho.
Era un hombre moreno, de baja estatura, vestía una guayabera blanca, bermudas café y unos huaraches horribles. En el suelo se retorcía de dolor y balbuceaba frases ininteligibles. En ese momento me di cuenta que el hombre al que había herido era Jorge Campos, el Brody. Cuando las alarmas del hotel se activaron, el Perro Bermúdez se esfumó como el polvo, yo volví a apuntar con el arma a la cabeza de Martinoli; el Brody, chillaba como un perro, suplicaba clemencia, la mano no dejaba de temblarme, me sentí un imbécil, un hombre acabado, el tiempo comenzaba su obra de destrucción. Guardé el arma y bajé por el ascensor. Al salir del hotel, tomé la autopista y manejé cerca de trescientos kilómetros hacia el suroeste, hasta São Paulo. Allá me deshice del auto y me hospedé en un hotel modesto. El único vuelo disponible que encontré fue para el 13 de julio, justo el día de la final del mundial de futbol. El tiempo transcurría lento. Los temblores en las manos no cesaban. Echaba de menos el cuerpo de mi mujer, el aroma de sus axilas, la calidez de su vagina. De nueva cuenta intenté comunicarme con Giselle. Jamás contestó.
El domingo 13 de julio tomé el primer vuelo a Atenas, Grecia. En el trayecto, el piloto sin mucho ánimo nos informó que el nuevo campeón mundial de futbol era Alemania. De Atenas a Santorini, me enteré que Jorge Campos era un héroe nacional: “Hizo la atajada más importante de su vida”, decía el encabezado de un importante periódico. “El Brody —concluía la nota— se recupera en un hospital al sur de la ciudad de México”. Lamenté con profunda tristeza no haber cumplido el trabajo.
Llegué a Santorini el lunes 14 de julio, a la hora en que el sol comienza a acariciar las dunas y las olas. La hora en que las gaviotas y los peces saludan jubilosos el despertar de la mañana. La playa era larga y solitaria. El mar, más cristalino que nunca. Y, Giselle, mi Giselle, la criatura más hermosa sobre la tierra, me había abandonado.