Texto y fotos: Carlos Underwood
“El Moro” me pide una cerveza Cristal para brindar por lo que parecía imposible: caminar sin rumbo por La Habana un sábado cualquiera por la tarde y encontrarse súbitamente con un satánico del rock cuyos acordes estuvieron silenciados décadas atrás por el gobierno cubano bajo el argumento de representar la mismísima decadencia del capitalismo estadounidense.
-No hay libertad, hay represión, pero esperamos que las cosas cambien –me confiesa “El Moro” tras un sorbo largo de cerveza y tomarnos una fotografía con la lengua de fuera y la mano derecha en alto con los dedos en forma de L como símbolo de libertad o posiblemente triunfo parcial a un régimen que prohibió por dos décadas la música de los Rolling Stones en la radio –y al género rock– y acosó sin tregua a sus seguidores por vestir como afeminados extranjeristas, según palabras de los funcionarios de gobierno y el propio Fidel Castro Ruz.
-¿A quién le tomaste la fotografía?, ¿me dijiste que era Keith Richards? –me pregunta “El Moro” con cierta incredulidad pero con esa mirada de quien espera una respuesta positiva ante el hallazgo.
-Sí –le dije mientras le mostraba la fotografía tomada con mi celular.
-Increíble –me dijo y sonrió y seguimos bebiendo en la calle mientras veíamos bailar a un grupo de cubanos que mezclaba entre tragos de ron canciones de reggaetón y salsa a solo unos metros del Hotel Plaza y la calle Ignacio Agramonte, donde “El Moro” y yo nos cruzamos por primer vez para atestiguar el paseo de Keith Richards bajo el sol de la tarde de La Habana antes de que emprendiera la huida en un Cocotaxi.
-No es justo que uno tenga que pedirle a un turista una cerveza o que existan privilegiados. No es justo. ¡Viva la democracia! ¿No crees? –me pregunta el “El Moro” sin esperar respuesta porque de antemano la sabe.
Para “El Moro”, como muchos cubanos, la visita del presidente estadounidense Barack Obama y de los Rolling Stone significa un paso hacia la flexibilización de un sistema que los tiene paralizados en libertades y agotados; pero también hay otros que piensan que ambas visitas únicamente legitiman al gobierno cubano; y también existen unos cuantos que piensan que hasta que mueran los Castro nada va a cambiar en la isla, pase lo que pase.
Lo que sí es un hecho es que el pasado 25 de marzo La Habana fue escenario de un mítico y gratuito concierto de rock, legendario e inolvidable, pero también un hecho social histórico por unir a generaciones que entienden por libertad diferentes significados: el campo de la Ciudad Deportiva reunió a medio millón de personas –cubanos y extranjeros– y emocionó a miles en el mundo. La espera fue larga, pero llegó. Un mes se necesitó para mover más de 60 contenedores y montar el magnífico foro, en donde se levantaron pantallas gigantes y un explosivo sonido que silenció los alrededores de la avenida Independencia, la cual fue cerrada por la policía debido a la oleada humana que tuvo su cúspide a las 5:00 de la tarde, tres horas y 45 minutos antes de que Micke Jagger le agradeciera a Cuba por toda la música que ha dado al mundo.
La Ciudad Deportiva paulatinamente se abarrotó. Los campamentos improvisados fueron rebasados por grupos que compartían desde una sábana en el suelo hasta galletas y agua.
La espera y la concentración humana hicieron que la temperatura subiera y enfermó a un par de espectadores, dos turistas salieron corriendo entre los cuerpos postrados en cada rincón del llano deportivo. La muchedumbre, aun así, permaneció en su sitio, eufórica por horas, a pesar del agobiante calor y el enrarecido aire que por momentos se volvía rancio y salado. La gente gritaba, agitaba banderas de Cuba, de Inglaterra, de México, comía, bebía ron en botellas de cola y jugaba con condones inflados que hacían de globos. Los rockers se paseaban por el campo, también los punks y raperos, una miscelánea de colores y texturas que rompían con la estética permitida en tiempos pretéritos por el gobierno.
Todos felices, expectantes, niños con sus padres, viejos, jóvenes y hasta artistas estadounidenses estuvieron presentes, pero en la zona VIP, un área reservada que separó a los cubanos y turistas que no tenían invitación especial, en muchos casos revendida clandestinamente por alrededor de 10 CUC (10 euros). Pero nada de eso importó, todos vivían una experiencia única y emblemática.
El momento llegó, las luces prendieron y un video animado sobre La Habana reproducido en las monumentales pantallas abrió el espectáculo para que Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts y Ron Wood comenzaron inmediatamente a rockear con Jumping Jack Flash, It´s only Rock N Roll, Tumnling Dice, Out of Control, All Down the Live, y tras Angie, antes de iniciar con Paint it Black, Jagger lanzó al aire una de las frases más citadas por los diarios del mundo que estuvieron presentes: “Pienso que los tiempos están cambiando, ¿no?” Y no era para menos, tiempos turbulentos para una isla que desde los sesenta vive en una especie de milagro o burbuja que tiene, al parecer, pronta caducidad: “Sabemos que años atrás era difícil escuchar nuestra música, pero hoy estamos aquí tocando para ustedes en su linda tierra”, así lo describía Micke Jagger al tiempo que saltaba por todo el escenario con una energía inexplicable que sólo hace pensar en su inmortalidad.
Los cubanos lloraron, gritaron y bailaron con el cuarteto inglés por dos horas. Richards y Wood hicieron vibrar cada rincón de la Ciudad Deportiva y cuando Jagger remató con Satisfaction, la gente no paró de saltar y repetir Rolling Stone, Rolling Stone, Rolling Stone…
Tras el final de las rolas, de un setlist de 18 canciones, los cubanos abandonaron lentamente la Ciudad Deportiva, pero la energía del espectáculo aún permanecía en sus pieles. Los Rolling Stone habían cumplido el sueño de una generación y renovado la esperanza de la más nueva.
Ya me lo decía “El Moro”, después de los Rolling Stone, Cuba será diferente…