Me arrancas la vida cada día. De la punta del pie a la cabeza te adueñas de mí. Me acoges con un calor de medio día que pareciera que estoy bailando en las mismísimas llamas del Infierno.
Cierro los ojos, aprieto lo más que puedo hasta sentir que al abrir los párpados saldrán rodando por la habitación. Esa habitación pequeña, esa habitación que jamás he medido su dimensión, esa habitación que carcome mi ser.
Ese calor insoportable. Ese calor que trae consigo un olor a muerte, a frío, a gris –sin saber a qué huelen los colores, puedo asegurar que el gris huele a muerte– a ese olor que sólo en mi habitación se puede percibir, y si te adentras, lo puedes sentir.
Deja de visitarme todas las noches. Deja de hacerme sufrir. Déjame vivir sólo un día. Sólo un día es lo único que te pido: ¿qué no ves que te desprecio?, ¿qué no ves que me matas día con día?
Cada que el Sol se mete, en ese preciso instante, una sensación de desesperación invade mis piernas, mis brazos, mi cabeza, el cuerpo completo… Empiezo a temer, a temer, no a la oscuridad, sino a su llegada. A que entre por la ventana. Ventana que, aunque cierro, siempre abre. Siempre busca la forma de entrar, de entrar en mi habitación para después poseerme a mí. Poseerme de una manera infernal.
El Sol empieza a iluminar de manera lenta este lado del planeta. Anuncia su presencia con destellos de luz. Es momento de quien me posee, se retire. Se retire con una agilidad que ni yo mismo me doy cuenta que me abandonó. Mis ojos: mis ojos me arden. Mis ojos quieren cerrarse sin volver a abrirse. Mi cuerpo: mi cuerpo no siente vida. Mi cuerpo quiere descansar, recostarse donde sea. Si ahora mismo recostara mi cuerpo en un montón de piedras, él descansaría.
Por ahora sé que podré dormir; los rayos del Sol me protegerán de su presencia. No regresará hasta que las estrellas aparezcan. Ellas son testigos mudos de mi secuestro nocturno. Sólo observan. Nunca hablan. Callan. Observan. Miran. Y hasta las he oído reír…
A lo largo del día me olvido de mi problema. Jamás lo recuerdo. Cuando el Sol deja de alumbrar, de iluminar, mi mente, mi cuerpo, mi ser, mi alma, aún no piensan en él: siempre hay una esperanza de que hoy no venga a visitar. Pero, siempre viene. Jamás ha sido bienvenido, jamás lo he invitado a pasar. Pero siempre llega. Solo. Sin nadie a su alrededor. Sin decir palabra, sin mirar, sin oler, sin sentir. Siempre es puntual. Siempre a la misma hora siento como empieza a invadir un cuerpo que no es suyo, un cuerpo que es mío. Un cuerpo que en las noches es de él.
No importa que huya lejos. Que cambie de habitación una y otra vez; él siempre me encuentra. El siempre viajará a mi lado.
Hay una vigilia de no dormir cuando el Sol no ilumina los cielos de esta lado. Una vigilia que debo respetar como un hombre fiel que le reza a su Dios.
Muchos son atacados por él; lo combaten con pastillas, alcohol, lecturas, suicidios… Lo llaman insomnio; pero yo, yo lo llamo él.
Armando Noriega es director de Mood Magazine.