Eran las diez de la noche, los detalles de aquel nocturno veinticinco de abril habrían podido ser notados por Irineo con claridad: a la izquierda, a unos escasos metros desde su perspectiva, la luna sensual en cuarto menguante; a su derecha, los cerros matusalénicos, fuertes y perturbadoramente vastos; Arriba, y en todo el espacio visible, un montón de estrellas sabrá la ciencia si en plenitud o a punto de morir, puntos pintados de blanco que jamás logró relacionar con constelaciones; abajo, sus pasos, uno tras otro, firmes, con dirección a su casa. Pudo haber notado lo bello de la vida, pero nada le interesaba, sencillamente le valía madre.
La chapa principal dio dos giros a la derecha, la llave quedó atorada en cierto ángulo y tuvo que hacer fuerza para que concluyera el giro; entró a su hogar, aunque ni siquiera el mismo Irineo le llamaba así por más que lo deseara. Miró a su alrededor, lo primero que observó fue parte del desastre acumulado por semanas de procrastinar la limpieza, después centró su atención en los sillones roídos por las ratas y una tabla sobre un tronco que fungía a manera de mesa; a lo lejos, en la cocina, un montón de trastes sucios más cercanos a la basura que al jabón líquido. También estaba su gato, Fausto, un Burmés de pelos mórbidos y mirada penetrante, negro como la mala suerte: su suerte. Irineo dio un fútil suspiro y caminó rumbo a su habitación, pero Fausto lo detuvo con un maullido agudo. Pensó en el lenguaje animal le cuestionaba si ya estaba de vuelta, sin dimensionar lo estúpida de la interpretación, claro que estaba allí, sus cabellos desalineados, sus lentes que pedían a gritos una nueva graduación, su camisa incombinable de líneas rojas y verdes, su pantalón Levi´s de segunda, sus huaraches casi inservibles y su alma vacía eran la prueba de que estaba, de que no era un fantasma.
-Sí, estoy aquí, gato tonto.
Pero él se sintió estúpido cuando Fausto, indiferente, giró su cuerpo y meneó sus caderas hacia la cocina. Irineo se hizo espacio entre los periódicos que suplantaban la función del piso cerámico que jamás se decidió a colocar dejando en su lugar una plancha de concreto gris. Fausto se detuvo frente al viejo refrigerador que emitía el sonido tortuoso de un motor apunto de apagarse y echó una gran cagada que golpeó el olfato de Irineo. Cada que sucedía eso se preguntaba por qué no había seguido la recomendación de los vecinos de entrenar a su gato poniéndole una caja de arena en cada esquina de la casa, así se habría ahorrado las toses crónicas que achacaba al olfateo de la mierda de Fausto, pero era demasiado tarde, pensaba que como a un niño pequeño al que le han solapado sus malos hábitos, el acto de educar se volvía ya imposible. El único consuelo que le proveía aquello era agradecer que Fausto no fuera un humano, así por lo menos no tendría miedo en largarlo a la calle si le daba la gana o sentir la obligación de llorar por su muerte. Después de defecar, el gato se lamió las patas y se olió el trasero, luego miró a Irineo, como si le enviara un mensaje: ¿Y quién llorará por ti.”
Irineo esbozaba una sonrisa que se detuvo apenas le cruzó esa frase por la cabeza y tomó asiento en el sillón a pesar de la tortura de sentir los resortes en sus oídos y sus nalgas.
Pasaron los minutos, ahí seguía Irineo, estático como una estatua cansada, “la estatua que debía ser”, pensaba, pues las estatuas, creía, no servían para nada, sólo para ser cagaderos de palomas, lo de ser admiradas no aplicaba, quién en verdad va por la calle y aprecia una estatua, la gente las ve para reírse de las heces en las narices de los dictadores, en los cabellos calvos de los gobernantes alzados a la gloria, en la pátina de los brazos de tamaños desproporcionados. “Vaya estatua de mierda”, así se sentía desde que alcanzó conciencia y hasta ese día de sus veinticuatro años.
Unos murmullos en la calle lo sacaron de sus burdas reflexiones. Eran las diez y treinta de la noche.
-Selene, me gustas tanto-. Se escuchó una joven voz masculina.
-Espérate Jorge, ya te dije que no quiero, no así…
-¿A poco no te gusta?- Dijo Jorge molesto mientras se alejaba un poco, lo suficiente para seguir tomándola de la cintura.
-Sí, y sabes que te quiero mucho, pero aún no estoy preparada.
-¿Preparada?, para lo que vamos hacer no se necesita licenciatura; ¿no has visto el cuerpazo que te cargas?
-¿Sólo te gusta mi cuerpo? Cambió su tono al de evidente molestia.
-No, tú también sabes que te quiero mucho, pero soy hombre, ¿a poco crees que esto puede estarse quieto tanto tiempo?-. Respondió soltándole la cintura y tomando con sus manos su miembro.
-No soy pendeja, quieres “estas”, que es diferente-. Dijo Selene sujetando sus senos, apretándolos y postrándolos frente a él, obligándolo a sentir una especie de excitación y frustración por igual.
-No chingues Selene, le pones a centímetros la presa a las hienas y luego la retiras para que se devoren entre ellas, a mí se me hace que no me quieres.
-Hasta poeta saliste, mira que si fueras así más seguido en una de esas sí te las ganas.
-¡Nena, por ti te bajo el cielo y las estrellas…!
-No me salgas con pendejadas-. Dijo ahora enfurecida, atentaba contra su intelecto, creía que una simple frase le haría ceder, con su afrenta le negaba la capacidad de inteligencia sólo por tener un par de perfectas tetas. Una cosa era que siempre había sido deseada desde que en la secundaria le crecieran los senos, y desde que a cada joven púbero le despertaba la libido como si fuera una especie de mal contagioso; pero otra cosa era que siempre le hubiesen querido achacar ser estúpida por el simple hecho de tener un cuerpo perfecto.
Le hizo saber a su novio que no era de esas que creía en la “prueba de amor”, que estaba muy atrasado en las artes del cortejo. No pudo aguantarse las ganas de darle una bofetada en la mejilla. Jorge se sacudió aturdido y enfurecido se marchó repitiendo una y otra vez que Selene era una cabrona, como si a cada repetición a través del camino hasta esfumarse en la distancia disipara su fracaso.
Selene se sentó sobre el escalón preámbulo de la entrada de su casa pensando cómo era que terminaba siempre con la misma clase de parejas. No tenía una explicación lógica, pero para la objetividad de Irineo, que había presenciado aquella escena desde la ventana de su casa, y para quien no era una novedad aquellos “incidentes”, todo era claro: Selene estaba buenísima y era todo un reto no transformar el cariño por las ganas de poseerla. Sin embargo Irineo creía que ante la reproducción de los demonios que se instalaban en la ciudad, no había mucho margen para elegir, y como al bien siempre le acompaña un poco de inocencia, el mal tomaba ventaja; no es que pensara que la maldad significara inteligencia, al contrario, creía que el mal padecía de la carga de la estupidez, si no, en la memoria de Irineo había rotundas pruebas:
-Ay Selene, qué chulos ojos tienes.
-Eres una mujer única, me encantas.
-Me gusta acariciar tus manos.
-Te amaré por siempre.
-Daría la vida por ti.
Aquellos enunciados eran los más clichés que se encontraban entre el catálogo de cortejos con los que pretendían llevar a la cama a Selene. A lo mucho se ganaban un beso en la boca y un rozón de nalga.
Cuando estaba por entrar a casa se sintió observada, miró hacia la ventana de Irineo y sus rostros se encontraron, el voyerista había sido descubierto y dejó caer la cortina para resguardarse.
Irineo caminó hacia su habitación, se sentó en la cama rota que daba un ángulo de treinta grados hacia abajo alcanzó una botella de Charanda que reposaba sobre un viejo mueble de madera, la osciló varias veces sin sentido para convencerse de que alcanzaba algo más de un trago, pero era inútil creerlo. Se talló el rostro con sus manos y desalineó aún más sus cabellos, se paró de la cama y se tiró al piso, mirando al techo para descubrir figuras con las partes de pintura que se descarapelaban mientras Fausto le pasaba por encima.
Eran ya las once de la noche, lo decía el reloj Casio barato que usaba en su mano derecha, se levantó y abrió el cajón de madera que antes sostenía la botella vacía, de él sacó una pequeña pistola calibre .22 que ya pedía jubilación, no sabía si funcionaba, jamás la había utilizado, quien se la vendió la garantizó por lo menos para un par de momentos de acción, pero a Irineo no le importaba mas que utilizarla una única vez.
Sonó la puerta suavemente, la .22 volvió al cajón e Irineo se asomó por la ventana, era Selene, estaba llorando, como pidiendo auxilio, piedad. No pudo evitar sentirse un poco como una especie de dios que al abrir la puerta dejaba entrar un alma al paraíso, pero al mirar a su alrededor creyó de inmediato todo lo contrario.
Fausto se acercó a Irineo y de un salto hizo equilibrio en la ventana.
-¡Qué cuerpo!- invítala a pasar, no seas tonto.
-Estoy ocupado-. Dijo Irineo a su gato.
Selene detuvo un poco su llanto para ofrecer disculpas por molestar.
Irineo abrió la puerta velozmente negando que se refiriera a ella, pero cuando Selene entró y no a nadie más no pudo evitar sentir una ligera confusión.
-Siéntate, ¿te ofrezco algo?- Apenas dicho esto pensó qué haría si le respondiera que sí, no había nada para ofrecerle, ni siquiera un vaso de agua.
Selene se sentó sin esbozar una sola muestra de asco por la escenografía que tenía enfrente, en lugar de eso colocó su cuerpo en posición fetal y comenzó a llorar otra vez.
-Perdona, no quiero agobiarte, es sólo que me siento muy sola, en verdad perdona, solamente me gustaría desahogarme acompañada.
Irineo se acercó unos centímetros y dudo si acariciar su pelo, mantuvo su mano así, sin lograr conseguir valor, y en lugar de eso le preguntó si le molestaba que le acompañara pero desde la habitación.
-No, cómo crees, gracias por dejarme estar aquí, tú sigue con tus cosas, no quiero ser una molestia.
No lo era, pero la urgencia por emprender el viaje le hizo cometer aquel acto de imprudencia, qué más daba si en unos minutos ya no estarían en las mismas circunstancias. Se fue al cuarto y abrió de nueva cuenta el cajón, sacó la .22 y sin pensarlo mucho la colocó sobre su pecho, dio un último suspiro y el gatillo se recorrió milímetro a milímetro, pero no lo suficiente porque Selene entró a la habitación y lo sacó de su letargo.
-¿Qué haces? Preguntó con la inocencia de un niño que desconoce el rostro de la muerte.
-Me voy a dar un tiro-, dijo Irineo desnudo de pudor.
-¿Puedo hacerlo yo también?
-¿Por qué querrías hacer eso?
-Tal vez no lo sabes pero…
-Descuida, de hecho lo sé-. La interrumpió súbitamente.
Ambos se sentaron sobre la cama, se miraron sin decir nada, sin necesidad de decir algo. Selene siempre había creído que Irineo estaba loco, ese fue el juicio que se fue armando junto a los demás vecinos cuando lo vieron por primera vez y cuando fueron conociendo su sistema de vida; sin embargo algo en aquella locura le atraía, se volvía la excepción a la regla del mundo tan jodido en el que vivía.
-Antes de hacerlo, puedo preguntar ¿por qué?- Dijo Selene.
-Cansancio, simple cansancio.-
Irineo le explicó cómo tenía que atentar contra sí misma, ya que de no hacerlo correctamente podría suceder que no encontraría la muerte y en su lugar un horrible sufrimiento la acompañaría como penitencia. Se levantó de la cama con la pistola y se colocó detrás de ella, la tomó con la mano derecha por la cintura y acercó sus labios sensualmente a su oído mientras que con la izquierda le colocaba la .22 en la mano y la dirigía a su boca; con la punta acarició sin querer el labio inferior y no pudo explicarse por qué aquella imagen le parecía tan excitante. Las palpitaciones de Selene aumentaron y no supo él si eran por deseo o por el pronto encuentro con la muerte. La tensión parecía explotar, pero Irineo la cortó de golpe, soltándola y volviendo a un lado de ella.
Selene comenzó a llorar y se lanzó sobre él, comenzó a besarlo apasionadamente, le quitó la ropa a velocidad record y a su vez se sacó la blusa y los pantalones, ella estaba completamente húmeda y él más duro que nunca. Comenzaron a montarse y robarse gemidos al por mayor, la virginidad de Selene escurrió ínfimamente entre sus piernas mientras Irineo le mordía los senos y la sujetaba de la cadera como si jamás quisiera dejarla ir. Volvieron a intercambiar posiciones unos cuantos minutos más, Selene no abría los ojos, sólo sentía el ritmo de los cuerpos, pero debió hacerlo cuando el olor a pólvora llegó a su olfato. Ni siquiera había escuchado el disparo, sus sonidos guturales eran más fuertes, mas al abrirlos vio a Irineo con un tiro atravesándole la sien. Ella intentó seguir dentro de él unos segundos más pero su pene también fenecía. Trató de controlar su respiración pero la excitación dentro de ella seguía encendida, lloraba y reía al mismo tiempo en una máscara de rostro perturbadoramente extraña; ya una vez fuera del cadáver vio el arma a su lado, la tomó, y tal como le había explicado Irineo la accionó en su boca pero lo único que pasó fue el sonido hueco de la ausencia de bala.
La luna siguió de gala, los cerros se mantuvieron imponentes, y sobre esa calle aún se escuchan de vez en cuando a jóvenes furiosos corriendo y gritando cuán cabrona es Selene, como si al juntar miles de veces aquellas palabras fueran a lograr que les permita lo que Irineo alcanzó sólo con su cansancio por la vida.