Si alguien pensaba que habría de mejorar Club de cuervos en su segunda temporada, quítese esa idea: no lo hizo. Continúa con la misma fórmula y las mismas situaciones pero sin la escasa tensión que generara en los diez episodios con que se estrenó la serie.
Si un personaje había que soportaba la trama inverosímil, con recursos cómicos a la Chapulín Colorado, ese era Félix Domingo, interpretado por un magistral Daniel Giménez Cacho, puesto a prueba en todos los terrenos y que salía avante también en su papel de un director deportivo que había de habérselas con los dos personajes principales: el junior Chava Iglesias (Luis Gerardo Méndez) y la belicosa Isabel Iglesias (Mariana Treviño), medios hermanos que tras la muerte de su padre Salvador Iglesias prosiguen su lucha por encabezar el club de los Cuervos de Nuevo Toledo, pueblo ficticio que parece sacado de un estupro de Monterrey a Pachuca, aunque ya sin los conflictos iniciales en los que se denunciaba el machismo y se trataba de criticar al futbol mexicano y su entorno corrupto.
Pero he aquí que quien encarnaba un cierto conflicto en la serie, Félix -dividido entre las órdenes de un personaje absurdo y superficial y la realidad del juego, ya no está en los Cuervos: renunció al final de la primera temporada y sólo lo vemos junto al ex entrenador Goyo (Emilio Guerrero) en otra escuadra de la división de ascenso -los Carneros- al que los llevó el mirrey Javi Noble, por lo que el rol de Giménez Cacho no tiene ya preponderancia dramática y aparece como un espectador de primera fila en estos diez capítulos. Vaya, como si en el cuento de “El gato” de Juan García Ponce quitaran al gato de entre los dos personajes.
Salvo la banalización de aquellas leves críticas medio esbozadas, en la segunda temporada no existe ni rastro o intención de tocar ni con el pétalo de una rosa a ese negocio que es el futbol, ni siquiera cuando un draft de jugadores se organiza en una de las playas del país, y en cambio prosiguen los chistes gastados hechos a costa del junior, porque a final de cuentas eso es lo que sostiene esta serie, construida a la manera de las comedias mexicanas que tanto éxito tienen estos años en el cine.
Sobreviven sin embargo -como si Netflix no tuviera presupuesto para filmar- las chuscas escenas de los partidos en una especie de regresión a los 80, a las peleas de Rocky Balboa en las que un boxeador profesional nunca tiene la guardia arriba y en el segundo round ya parece un ebrio en una cantina liándose a golpes con el compadrito de la segunda mesa, a ver quién aguanta más puñetazos en la quijada. La dramatización de los juegos es así, como una película de serie b, como si filmaras a tus amigos del llano e hicieran un cortometraje, como si el Santo y Blue Demon también hubieran jugado al futbol.
Lo más inteligente de los productores de Club de Cuervos fue sin duda romper la cuarta pared de la ficción hacia los espectadores, con una campaña ingeniosa en que medios deportivos se hacían eco del descenso del equipo a la segunda división. A fin de cuentas, los creadores de la serie y de Nosotros los Nobles emanan del campo publicitario, es una lástima que en la historia misma no hayan podido romper ese límite entre la ficción y el mafioso entorno futbolero.