¿Puede extrañar que la prisión se asemeje a las fábricas,
a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales,
todos los cuales se asemejan a las prisiones?
Michel Foucault
Era un Sol rabioso el de aquella tarde de abril de 1998. Los azules que me llevaban a prisión hacían “chistes” entre ellos. Simple rutina, fanfarronería del poder iletrado. Eso eran las personas que me arrestaron, unos simples analfabetas funcionales al servicio del Estado, carne de cañón, carroña en descomposición. ¿Quién era yo? Un narcotraficante profesional caído a cuestas por errores milimétricos, por consecuencias y gajes en el oficio del transporte de droga.
Delitos contra la salud en su modalidad de transporte de mariguana, esa fue mi infracción y según el fucking artículo ciento noventa y cuatro del titulo séptimo, se me impusieron diez años de prisión por producir, transportar y fabricar narcóticos. Diez años, la cantidad, la cifra, el número, el tiempo, no los tenía en la mente, no lo había calculado aún, escuché “diez años” como había atendido los chistoretes pueriles de los uniformados, es decir, sin gracia alguna, con todo mi desprecio, mi puta indiferencia. Diez años, ¿cuántas cosas pueden pasar durante ese lapso de tiempo? La inocencia de un niño, la de mi hija Irán, la madurez del árbol que plantamos juntos, las cintas que no veríamos en el cinema, toda la música, los días tirados al Sol frente al mar, el pueblo de Guerrero siendo violentado o rehabilitado, todas aquellas calles que no recorrería con mi esposa Reyna. Aún no lo sabía, ¿qué era para mí una década? NADA, un montón de días cursis con sus horas almidonadas, abotargadas en una vida gris y hastiada hasta su madre. No son nada para quien ha entregado su vida al servicio de la droga. Quizá tenía los saquillos llenos de dinero hasta ese momento, pero mi mente se encontraba completamente vacía, eso pasa cuando la nada supera la realidad, y diez años bastarían para reprogramarla. Así entré por primera vez al puto Cereso de Uruapan, Michoacán.
Me había abrigado el Cártel de Sinaloa, fundado en el ochenta y nueve, y aún liderado por Ismael Zambada y Joaquín “El Chapo” Guzmán. Aunque mi jefe directo era un especialista en “el clavo”. Un tipo de nombre José de Guerrero, narcotraficante a nivel Estado, especialista quirúrgico en ocultar la droga y diseñar rutas para el Cártel. Itinerarios diseñados en su mayoría para el Cártel de Tijuana. ¿Qué cual era mi trabajo? El transporte, yo era un puto burrero, uno de los buenos, entregaba la droga a los diferentes puntos, claro, en cantidades no tan grandes para que lo cabrones de más alto rango no tuvieran tanto arriesgue. Y lo hacía bien, aunque quizá te parezca algo irrisorio: Transportaba la droga en taras de plástico, de polietileno y de goma, con dos capas de queso y quince kilos de marihuana. El destino era el Distrito Federal, o la nueva Ciudad de México —gracias a la impericia de Mancera— de ahí era recogida por gente del Cártel de los Arellano Félix.
Dicen que los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo, ahora precisamente lo estoy perpetuando, escribo no a manera de moral, porque la moral envenena, es una vieja herramienta de los débiles, los incautos. A mí, como a Patricia Highsmith, me interesa la moral, a condición de que no haya sermones. La confianza no tiene que ver con técnica, trucos o herramientas, sino con carácter, y mi carácter era alebrestado, para qué les voy a mentir, cuando alguien me preguntaba ¿qué llevas ahí?, yo les contestaba de manera desinteresada, —llevo quesos, o qué crees que llevo ¿una bomba nuclear?, ¿vas a pensar que llevo un AK-47 en un queso Cotija? Ese tipo de respuestas fatuas ofuscaron a federales y soldados durante dos años. Es la confianza, ya te digo, el pegamento que une todas las relaciones, el que cierra los tratos, pero como dijo Warren Buffet, el inversor gringo que nada sabe de quesos pero sí de empresas: “Se necesitan veinte años para construir una reputación y cinco minutos para arruinarla” y la mía, la de burrero especializado en transporte de marihuana se derrumbó en veinte minutos. Ni modo, el queso es hediondo, y te puede apestar la vida.
El ingreso al Cereso fue surrealista, como estar dentro de Destino, aquella película de Disney y Salvador Dalí. Un lugar enorme con mucha tensión comprimida, a punto de estallar. La “cárcel” era un bunker de presos con delitos federales que creían dominar el lugar, la mafia siempre preside la caterva en ese tipo de lugares, una tuerca que aprieta hacia adentro, siempre para adentro. Qué construcción tan horrenda era el Cereso uruapense, toneladas y toneladas de hormigón utilizados en la reclusión, el temor y la más espantosa de las estéticas feístas. Un verdadero culo de rata que llevaba el púdico eufemismo de centro de rehabilitación, una oda al vómito y la desesperanza. A diferencia de otros Ceresos, en el de Uruapan íbamos ostentando nuestra miseria textil, es decir, íbamos vestidos de civiles, además de eso, éramos consignados a extremistas dormitorios privados, no sin antes permanecer en observación, una estadía que podría durar días, meses o años; ese tiempo en reflexión era relativamente “importante”, ya que de esa estadía dependía tu futuro dentro o fuera del lugar. Ahí podrían conocerte o darte por el culo, y a partir de eso, estar al tanto de tus aptitudes: De lo grande o pequeño de tu verga, o del ángulo de tus nalgas.
Las personas tienen una idea equivocada de la prisión, gracias a la podrida maña de creerle a la televisión. El cine se ha encargado de mantener un orden ilícito y sucio dentro de las cárceles, y quizá sea acertado, pero sin todos esos actores bonitos que caracterizan ese circulo vicioso del policía y el ratón. El Cereso de Uruapan era un Centro Recreativo a diferencia de los planteados por Hollywood, vamos, que yo no estaba en la Alcatraz de Al Capone, ni en la Isla del Diablo de la Guyana Francesa, me encontraba en un parque animado, en donde todos los días eran putos días libres, por no decir de fiesta. Los presos corrían por el inmueble como Heidi en los campos y praderas suizas, un verdadero fiasco autoritario.
Yo me afanaba en el baloncesto, ¿sabes? retas a media pista, veintiunos, relojes, netballs y líneas de triples. Era un buen jugador, me mantenía al margen del deporte. Pasaba todo el día botando la maldita pelota, rascándome las bolas sobre los shorts de lycras e imitando a Michael Jordan en su mítica clavada de 1988 en el desaparecido Chicago Stadium, la antigua casa de los Bulls. En esa época nadie me tocaba, yo no parecía entenderlo, porque aunque el Cereso se entendiera como un Kindergarten, no había día en que regresara a mi dormitorio teniendo que sortear todo tipo de manchas de sangre del suelo: gotas, salpicones, barrizales, pequeñas lagunas. Lo comprendí hasta después, otro preso precoz había corrido el rumor de que yo era sobrino de Sabás López, pero no el delantero del Tampico, sino el acorazado de Zihuatanejo. Y era cierto, mi tío Sabás era un hijo de la chingada, un desalmado al que Paulino Vargas le había compuesto un corrido que interpretarían después Los Tigres del Norte, una crónica exacta de su muerte: “Yo no se si lo buscaban / pero lo agarraron lejos / lo mataron por la espalda / allá por Zihuatanejo”. Era el morbo de los demás el que me dejaba moverme por libertad en todos los rincones del culo de roedor, siendo respetado. Eventualidades y patrimonios de la fucking vida.
Fue precisamente cuando estaba en la basca que vi al Marcos, estaba sentado en la gradas. Al Marcos todo mundo le temía ¿you know?, y me estaba observando fijamente, tanto que de los nervios no podía siquiera botar el balón con naturalidad, el tablero me parecía lejanísimo y la bola de mierda parecía de un peso apoteósico. El Marcos me estaba observando a mí, y yo no hacía más que hacer el ridículo en la cancha. ¿Qué putas me había visto?, ¿qué buscaba en mí?, ¿quería madrearme? Era mejor averiguarlo lo antes posible. El Marcos tenía varo y tenía poder dentro del Cereso recreativo; yo ya sabía algo de él, ese discernimiento consistía simplemente en que: el no le hablaba a nadie, ni nadie le hablaba a él. Era un completo psicópata el Marcos, había caído ahí por privación a la libertad, un secuestrador inhumano, de esos de sangre fría, como los pingüinos, si es verdad que los putos palmípedas tiene la sangre fría. Era un indígena puro el cabrón, anteriormente se encargaba de eliminar personas en México y otros países, una especie de sicario refinado o silencioso asesino a sueldo; pero había caído a Uruapan por descuidos también. El Cereso parecía el puto recreo de todos los pendejos que habíamos cometido los más ridículos errores al momento de nuestra detención. Al marquitos los agarraron por secuestro Express. El vato era un estudioso, además de liquidar y secuestrar cabrones por todo el mundo, estaba terminando la universidad, era físico matemático el cabrón.
El trato era el siguiente, yo le enseñaría a jugar baloncesto y él me ilustraría en el ajedrez: El objetivo del juego, el tablero, las piezas y sus movimientos, la colocación de las mismas y las capturas excepcionales, como por ejemplo, la promoción de peones: “Cuando se alcanza con un peón la última casilla de una columna, deberás cambiarla dentro del mismo movimiento por una dama, torre, caballo o alfil del mismo color. Tu elección no se limita a las piezas que ya hayan sido capturadas anteriormente, pendejo”, decía el marquitos, y el chess y la basqueada se convirtieron en los días venideros del Centro Recreativo Uruapan. Nos habíamos adueñado de la biblioteca, primero para considerar al ajedrez —según El Marcos— como una “carrera” con dos objetivos: Controlar la mayor cantidad de tablero posible y poner en juego la mayoría de las piezas de ataque, para así evitar mover la misma pieza dos veces durante el comienzo. Una carrera, decía marquitos, pero, ¿para qué jugar vertiginoso en un espacio en donde al tiempo le daba hueva menearse?, ¿en donde los segundos y los minutos le valían madre al puto Dios Cronos?, así que comenzamos a interesarnos en otras cosas, la música por ejemplo. Yo era como el hijo bastardo de Kurt Cobain y Eddie Vedder, un grungero de la mala escuela, aficionado al ruido y la inexistencia. El marquitos, por su parte, escuchaba música barroca. Me hablaba continuamente de músicos como Cesare Bendinelli, Paolo Quagliati y el cabrón de Hieronymus Praetorius, ese hombrecillo alemán que gustaba del órgano y la onda renacentista; de este último escuchábamos todas las tardes su Magnificat en latín, misa que poníamos especialmente los días de visita, o lo que yo llamaba “El Nalgometro”, cuando todas las nalguitas, —incluida mi Reyna— desfilaban por los pasillos del bosque de hormigón uruapense, sedientas de faje y olvido.
Al Marcos, ese varoncillo callado y taciturno, capaz de hundirle un gancho de ropa en la garganta a cualquiera, le debo mi cultura de hombre de clase media. Además del chess y la música barroca, le debo las letras, es raro, porque por lo general, la mujer que te da la vida, te procura las letras también, pero mi jefa sólo sabía historias burdas, chismes más bien, y un niño de cinco años no sabe qué hacer con las hablillas, más que imitarlas. Por eso El Marcos me enseño lo que es la literatura ¿You know?, los putos soviéticos, Papá. Así entré a los clásicos por la puerta Rusa: Pushkin, Gógol, Dostoievski, Tolstói, Chejov y Máximo Gorki mi favorito, ¿por qué?, bueno, el tipo fue un puto vagabundo por toda Rusia, las crónicas de sus hambres, locuras y avenencias están escritas en su libro “Los Vagabundos”. La pura neta, un tipo férreo, cojonudo. A base de billetazos, nos hicimos encargados de la “Biblioteca” —otro puto fundillo de rata— éramos nosotros quienes nos encargábamos de pedir a las editoriales los libros mas anómalos en inusuales del mercadillo editorial. Libros de la onda y el crack de México, un vergel.
No sé cómo pagarle al Marquitos, salió antes que yo, y aún así me seguía cuidando el cabrón, me mandaba Big Mac´s de McDonald´s, camarones deliciosos, o perico, que me hacía llegar con un custodio de nombre Don Mayito —por su parecido con el Patiño de Paco Stanley— aunque la neta, la mejor droga se movía siempre adentro, incluso había gente de afuera que venía a comprarnos a nosotros; eran tiempos prósperos aquellos, de una paz a punta de tablazos en las nalgas de los que se interpusieran en nuestro camino de drogos cultos encerrados.
Del Marcos no conservo ni una foto, no tengo nada, más que las reminiscencias, sus expresiones en las citas de los viejos rusos, en las misas renacentistas, en un jaque mate bien ejecutado. Desearía poder verlo y retribuirle, invitarle unas chelas o pagarle una puta, reorganizar nuestras miserables vidas. Pero estamos maleados, desde el puto tuétano hasta la coronilla. Recuerdo sus últimas palabras, al Marcos, igual que a la mamacita de la Highsmith, no le gustaba la moral, pero sí la honestidad: “No te contagies de la mediocridad de la gente podrida, continúa preparándote para enfrentar la máquina que te espera afuera, no dejes que cumplan con el cometido de sacarte del juego, no dejes que te cojan vivo.” Hablaba posiblemente del ajedrez, el Marcos lo conversaba todo en metáforas el cabrón, en fin, seguí en el juego, desde mi propia trinchera, no sé si para bien o para mal, sólo sé que la cárcel es una tremenda educación en la paciencia y la puta perseverancia, You Know What I Mean?
*Texto perteneciente al libro de crónicas Prosopopeya. La Voz Desde El Encierro, próximo a publicarse. Agradecemos a Mixar el obsequio de este adelanto.
*Ilustración cortesía de Birsayit López.