“Violence drugs and sex just as rock and roll
Violence drugs and sex es el camino del gol”
Alex Lora y el TRI
El Dos Naciones…
“Estoy reglando como una vaca, así que no podemos coger… pero te la puedo jalar”, advirtió con la voz afónica, desde el colchón, recostada, los ojos cerrados, las manos en el vientre y una mueca de dolor en el rostro. “¿Y si mejor pones en práctica la última canción que tocaron?, pregunté tras una risita idiota, haciendo referencia a la canción Vente en mi boca. “Porque no me puedo concentrar, el otro día se la quise chupar a mi vato y me puse a tararearla”, contestó Jessy Bulbo, cantante y bajista de Las Ultrasónicas. Me senté en el suelo, borracho, abatido. Encendí el televisor, luego, una pipa con sobras de marihuana. Cambié, saltando de uno a otro, los pocos canales que se veían en la televisión de aquella pocilga de 250 pesos la noche. Encontré el partido de Francia contra Dinamarca, el último encuentro de la primera fase del Mundial Corea-Japón. La campeona del mundo, Francia, estaba obligada a ganar. Jugaban en Incheon, la tercera ciudad más grande de Corea del Sur, según los comentaristas. En Corea eran las cinco de la tarde, en el DF, las tres de la madrugada.
Puse atención en el partido. Los “bleus” necesitaban ganar con una diferencia de dos goles, nada fácil para una selección que estaba sin marcar en los dos partidos previos. Para su fortuna, ya contaban con el regreso del mejor futbolista del mundo, Zinedine Zidane. Toda Francia se encomendaba al astro del Real Madrid. “Ya lo dijo su director técnico, Roger Lemerre, mantiene una relación amorosa con el balón, porque es suyo, le pertenece, lo entrega. Zidane es un mago; hechiza al balón”, dijo uno de los merolicos de la televisión. Los narradores y cronistas se habían convertido no sólo en payasos, ahora también eran historiadores, carajo. En las tribunas, los franceses cantaban la Marsellesa, orgullosos.
Orgulloso yo. A escaso medio metro, en calzones rosas y brasiere de leopardo, tenía a Jessy Bulbo, “que se metan por el culo la Marsellesa”, pensé en voz alta. Sin dejar de poner atención a la narración, me recosté a un lado de Jessy. La observé con deseo, seguía con los ojos cerrados, el rímel escurrido, los labios mal pintados, resecos, un polvo brillante se esparcía en rostro y cuello. Su cabello, esponjado, desprendía un olor a tabaco, tacos de maciza y champú de sábila. Dormitaba. Respiraba con la boca abierta, alterada. Mantenía las manos entrelazadas sobre el vientre.
Las piernas flacas y las cicatrices de sus rodillas me ocasionaron una descarga en los testículos. Arrimé mi erección a su cuerpo, pegajoso, tibio. Hizo un quejido, con voz modorra dijo, “ahora sí me voy a quitar la pinche matriz, a la verga… estoy harta de sangrar, de llorar, de tener pensamientos culeros. A veces me dan ganas de putear viejitas”. La interrumpí, “si quieres voy y traigo medicina”. “No pierdas el tiempo, nada me lo quita, se me juntó con la gastritis, sólo quiero dormir y llorar… si te quieres ir, vete, me da igual”. “No iré a ningún lado, son las tres de la mañana, no mames”. Volteó el culo, dándome la espalda. Aproveché para darle un masaje en los hombros. Después le di un repegón en las nalgas que contestó con un codazo. “No vamos a coger… me siento de la verga, neta”. El narrador gritó, “goool de Dinamarca”. Salté de la cama. No me iba a coger a un mueble.
Me acomodé de nueva cuenta en el suelo, frente al televisor. Rommedahl mostraba a los de Lemerre el camino de vuelta a su país. El delantero transformó, con el exterior de su pie derecho, una asistencia de Tofting en el primer gol de Dinamarca. Subí el volumen de la tele. Jessy preguntó si teníamos cocaína. “Te la acabaste en el taxi y no me quisiste dar”, le recordé. Lamenté su egoísmo, mantener los ojos abiertos, viendo aquellos partidos en la madrugada, lo merecían. “Bájale a esa mamada, no aguanto el dolor”. Obedecí. Antes de volver a cerrar los ojos, se envolvió entre unas sábanas transparentes con olor a cloro.
El primer tiempo se terminaba con Zidane perdido en el campo, jugando temeroso, asustado, inseguro, como si tuviera miedo a quebrar la herida que acababa de soldar y que le hizo perderse los dos primeros encuentros. Apenas hilaron una jugada, buscaron siempre a Zidane, pero el 10 no estaba para hazañas y el reloj fue marcando las horas, las últimas de una Francia campeona. Bajé a la recepción en el entretiempo. Compré cervezas, pepitas saladas y condones; como los franceses, tampoco perdía la esperanza.
Antes de empezar el segundo tiempo, me eché a la cama, junto a Jessy que sollozaba malestar, la frente, empapada en sudor. Tuve una leve preocupación. Era probable que se la estuviera llevando la chingada, alguna sobredosis, sabrá Dios. Me alejé de ella. Si se petateaba, yo era el primer sospechoso, todo mundo nos había visto salir juntos. Me acusarían de homicidio. Me imaginé tras las rejas. Tardarían años en descubrir que no era yo el culpable. Mi jefe de redacción ni siquiera iba a meter las manos por mí, yo mismo me ofrecí a cubrir esa chingadera de concierto. Estaba perdido, temeroso, asustado, inseguro, como Zidane en el campo. Había ido porque eran los últimos conciertos de Las Ultrasónicas en el Foro Alicia. Fui porque tenía debilidad por las mujeres flacas, con cara de locas y drogadictas, y Jessy cumplía con los requisitos. Para colmo, no tenía entrevista ni fotos ni nada, sólo a la cantante del grupo agonizando a escasos centímetros de mí.
El segundo tiempo comenzó.
Y comenzó mal para los franceses. El Mago seguía paralizado, incapaz de abrir la defensa danesa, empeñada en trabar el juego, cerrada en su campo y a expensas de la velocidad de sus delanteros, sobre todo de Rommedahl, más activo que el goleador Tomasson. En ese momento mi corazón estaba con Francia por algo en común: estábamos destinados al fracaso. No se vislumbraba cómo cambiar nuestro destino: cruel e incierto. Restaban 45 minutos, de lo contrario, seríamos eliminados en la primera ronda, sin ningún puto gol en la portería contraria.
El Alicia…
Fui a cubrir el evento de Las Ultrasónicas. Llegué tarde a propósito, odiaba el Foro Alicia por su olor a meados y vómito. Al llegar, Jessy cantaba, “Tú no entiendes, en algunas condiciones yo me enredo con cualquiera, no es que yo no sea una puta, es que corres el peligro de que yo a ti si te quiera…y luego, las tres, en coro, cantaban, “Vales madre, sí, sí… vales verga, sí, sí…Sonaban horroroso, como casi siempre. Buscando un lugar cómodo para fotografiarlas, me instalé a un costado, casi hasta el frente. Jessy, vestida con un brasier de leopardo, mallones grises que dejaban al descubierto unos calzoncitos rosas, de manera putona, se contoneaba de un lado a otro.
Era Adrenalina pura, corría, bailaba, gritaba, frenética, la Jessy Bulbo. Escuché, Monstruo Verde, Dame chela, Ramona, Descocada, Adicto del rock, Quiero ser tu perra, y para finalizar, Jessy pidió a todos los asistentes que si bailaban todos, ella se quitaba el brasiere, dio las gracias y dijo lo siguiente: “La última rola la voy a tocar topless”. Dejó las chichis al descubierto, las que por cierto, eran bonitas, de buen tamaño y pezones claritos. Enfoqué con la cámara a sus pechos, en ese preciso instante, se apagó. Pinche vida. Jessy, moviéndose como desquiciada, con voz afónica y desafinada, cantó: Vente en mi boca, chiquillo vente ya, vente en mi boca, te quiero saborear. Cantaba feo, tocaba peor. Pero transmitía deseo, alegría, ganas de bailar. Terminando la canción, abandonaron el escenario. Cada una por su lado.
No hubo encore.
Ingresé a los camerinos, mejor dicho, a la parte de atrás del escenario con la intención de entrevistarlas. Ahí, entre músicos, grupis, gorrones y periodistas, encontré a Jessy, quien se secaba el sudor con una toalla. “Te quiero entrevistar”. “Pregunta”, dijo. Saqué mi grabadora, se adelantó diciendo, “Me odian, guey”, “¿quiénes?”, “Ali y la otra culera…así son las gordas, envidiosas, mala leche”, hablaba para sí misma. “Pinche diva”, dijo Ali Gua Gua mientras pasaba a nuestras espaldas, “Pendeja”, se defendió Jessy. “Al rato seguimos con la entrevista, ven, vamos al baño, ¿quieres coca?”. Fuimos al baño. Metió la llave a una grapa de doscientos pesos y la inhaló toda. “Ahorita te consigo para ti”, dijo la muy cabrona. Salimos del baño tomados de la mano. “Vámonos a la verga”. Y nos fuimos.
Tomamos un taxi con dirección al hotel Dos Naciones, cerca de plaza Garibaldi. En el camino sacó un estuche pequeño donde guardaba poquita cocaína, metió una llave y volvió a inhalar. Recargó la cara contra mi pecho. Hálitos con aroma a toalla húmeda, a sudor, a sangre de mujer, se colaron por mis poros. “Paga el taxi, yo pongo el hotel”, ordenó. Así llegamos al Dos Naciones.
Una nena como yo, no se toma a la ligera…
En el Dos Naciones Jessy Bulbo se retorcía de dolor: pataleó, lloró, exageró. Consiguió asustarme; hay mujeres que logran asustar con tan poco a los hombres. Pero aún respiraba. El segundo tanto escandinavo cayó. El gol se produjo luego de un centro desde la banda izquierda, en el que Desailly se escurrió y Tomasson batió a Barthez. La suerte en ocasiones es cruel y hoy cebó a Francia. En la pantalla, Desailly lloraba como niño chiquito, símbolo de la impotencia.
Bajé de nuevo a la recepción, me acordé de Laura, mi ex novia, que durante su periodo menstrual usaba compresas calientes para mitigar el dolor, un dolor que se extendía hasta las piernas. Cincuenta pesos me cobró el recepcionista culero por calentar agua caliente y por dos trapos viejos. Para entonces, yo también tenía el buche inflado, culpé a la cerveza indio y las pepitas. Dentro de la habitación, mojé los trapos. El partido seguía 2-0. Aunque se sabía eliminada, Francia trataba de marcar hasta el final, a base de corazón y raza. Puse un trapo en la panza de Jessy. “Puta madre”, gritó. “Tranquila mi reina”, la calmé. Apretó los ojos. Los labios los tenía secos, partidos.
El narrador se emocionó con un tiro de Trezeguet que se estrelló en el larguero. Mojé un trapo para mí. Me subí la camisa y me lo puse también en la barriga. Por dentro, sentía el páncreas, el hígado y el bazo a punto de reventar; soy hipocondriaco. Jessy, volteó a verme, curiosa, sin decir nada. Vimos, con los pies estirados, los trapos calientes en la panza, los últimos minutos del partido. Parecíamos una pareja, una pareja de ancianos, aburrida, enferma, esperando la muerte. De nueva cuenta, sumergí el trapo en el recipiente hirviendo, lo exprimí y se lo puse en el estómago. Jessy se acurrucó en mi hombro; ronroneaba como pinche gata. Nuestra suerte –la de del campeón y la mía– estaba echada y era cruel; Francia se iba del Mundial como un equipo pequeño al que Zidane no pudo engrandecer. Por mi parte, y a pesar del calor que desprendía su cuerpo, me separé de ella. Salí de la habitación, sin hacer ningún ruido. Caminé despacio sobre la avenida Cuauhtémoc, aturdido, cansado, derrotado. La luz del día era insoportable.
Foto superior: Flickr/TheFutiristic