La perfección es muerte; la imperfección es el arte.
Manuel Vicent.
Tengo que esperar que ya sean las diez o más. Cantaban Marlene y Omega, médico legistas. Juntas personificaban a la sensualidad y el horror. Una paradójica combinación entre La Morza y Winona Ryder. No hay sensualidad que no venga escoltada de malevolencia. El ritual de vestirse, un raudal de concupiscencia y nerviosismo. El disfrute por el eufemismo, cada uno se disfraza de aquello que es por dentro. Ascendieron las pantimedias por esas piernas escarpadas, torneadas por la palestra y el trabajo, una vida confinada a los difuntos, el dolor ajeno y al aroma de la sangre, un hierro excitante. Batas blancas, escotes prominentes, lienzos ajustados, cerniéndose a cuerpos perfectos, el de Marlene cobrizo como la turmalina, y blanco el de Omega, pretérito de vida como al igual que la muerte misma. Cabello rapado. Maquillaje tornasol. Lentes de pasta, antifaz de todo científico. Mirada fría, de forense mórbido.
Luz y coquetear para un día muy especial, continuaba la canción, haciendo eco en el estudio de las hermanas Vergara un lugar repleto de cadáveres estirados. Un eco tétrico, como la melodía misma, prorrumpida por las gargantas roncas de las muerteras. Luces y viento al salir del inmueble. Un automóvil del Instituto de Ciencias Forenses las esperaba. Enfilaron rumbo al cotidiano análisis de la defunción. Un poeta. Cianuro. Mala combinación. El peor oficio y el peor veneno. La ingesta de doscientos miligramos provoca el bloqueo de la respiración celular atacando primero aquellos órganos que requieren mayor oxígeno, como el corazón y el cerebro. El ácido cianhídrico, figura en el imaginario colectivo de los “bohemios” como uno de los venenos más eficaces e infalibles contra el tedio. Su ingesta es factible para este irritante sector, puesto que ingerirlo no suele ser muy doloroso. La persona que lo consume cae en un estado de inconsciencia rápidamente, y los más probable es que no sea nada agudo, sino muy impactante.
Las médicos arribaron al domicilio del “Bardo”, quien había ingerido un tubo de ensayo con dicha sustancia. Las legistas determinaron su muerte. Frío. Intoxicación cianhídrica. Expiración. Cadáver. Hedor a podrido. Miasma. Almendras amargas. Manchas violetas. Livideces paradójicas. Rigidez precoz. Lesiones cáusticas. Escamas blancas y untuosas. Sangre rosácea. Una muerte dulce. Las propiedades corrosivas del cianuro habían producido lesiones en la mucosa del esófago y la garganta; su consumo en conjunto con el acido clorhídrico del estómago produjo ácido cianhídrico altamente volátil, mismo que había contaminado ya la alcoba del joven, por lo que había que desalojar inmediatamente del lugar. Subieron el cadáver a la parte trasera de la furgoneta. Un cassette en el auto estéreo: baila, baila, baila, y ok, con mucho ritmo hasta el amanecer.
El perito judicial llegó minutos después, con la noticia de que el forense sustrajo el cadáver. Había escuchado el rumor, un par de mujeres se presentaban en lugares donde habían ocurrido siniestros haciéndose pasar por médicos legistas y facturarse así los cuerpos de los infortunados, ganarles el servicio funerario a las empresas mortuorias. Se habían robado el cadáver, y no sólo eso, al no esterilizar el lugar, uno de los oficiales permanecía intoxicado con el acido cianhídrico propagado en la habitación.
Las muerteras se prepararon para el tratamiento. Condujeron el cuerpo hacia el tanatorio. Lavaron el despojo para eliminar cualquier suciedad. Lo esterilizaron y a través de un orificio —que permitió el contacto con la vena carótida— introdujeron el formol, que corrió por todas sus venas, desatascándolas de coágulos. Metanal siendo irrigado por todo el cuerpo inerte. Luego de las incisiones en la cabeza y en el tórax, extrajeron todos aquellos órganos que se mantuvieran aún intactos al veneno. Los proveerían al mercado negro de órganos, miembros como la médula ósea, las válvulas cardiacas, los segmentos vasculares y ligamentos, además del tejido ocular, corneal y escleral.
Lo que más disfrutaban las hermanas de todo este proceso era la parte tanoestética, el arte de maquillar a los muertos. Como auténticas y cultivadas tanatopractoras, conseguían mejoras increíbles en el aspecto físico de los muertos, en este caso, eliminando las marcas o muestras visibles del cianuro. Taponaron las fosas del poeta, reconstruyeron su rostro a partir del maquillaje, lo afeitaron, le depilaron las cejas e hidrataron su cuerpo entero con cremas; para el maquillaje, aplicaron una base uniforme de un tono similar al del suicida: Nc25. Prosiguieron, con manos cuidadosas, a la corrección e imperfección del rostro, eliminaron los moretones, las manchas púrpura y las ojeras. Maquillar casual. Aplicaron polvos de manera uniforme por toda la tez. Perfume muy sensual. Rosearon cuello y mejillas con óleos aromáticos. Tengo que brillar. Resaltaron labios y pómulos. Finalmente lo vistieron con una estrecha ropa negra, una playera en la que se podía leer, en delicadas grafías blancas: ‘Funeraria Vergara, el trébol de los difuntos’.
Toda vestimenta en las muerteras era anticuada, de otra época, seda y holanes negros, portados con tanta majestuosidad que las hacía parecer eternas, como la ropa de la realeza. La luna calaba por su ropa oscura y ligera, hasta la piel del difunto parecía enchinarse, sabían que extendidas, al clareo, sobre los cuerpos indicados, cada pieza de ropa era capaz de contar una historia, la de dos amantes de la muerte, la podredumbre y la epidemia, la piel marchita y la sangre cuajada, amantes de la estética, la putrefacción y la perfección; un fruto podrido, una semilla caduca, un sexo pestífero, la ausencia de vida como detonante erótico y derrota del arte.
Proyectar sensualidad en un cuerpo sin vida era un sadismo; pero la vida sin sensualidad es peor que cualquier tipo de atrocidad. Hacía falta el punto final, la cúspide en el proceso, la eyaculación, la guinda en el cadáver. La verga de un muerto es fláccida y pulposa, difícil de manipular. Ni pensar en el rictus mortis, era un cuerpo fofo, un langostino liviano en estado de descomposición, un molusco, una pera fermentada que la skinhead se llevó a la boca, triste y elástico mástil deteriorado.
Omega no sabía qué era peor, si cogerse a un poeta o a un puto muerto, pero continuó, succionó el nabo como si quisiera engullirlo por completo, un pito fofo, una trucha apestosa sin púas, completa al fondo, cubriendo la mayor parte de su boquete, al interior, esperando una reacción post mortem, un prodigio, un chispazo, un atisbo de vida que su doble pezón pudiera infundir en el muerto, nada, aun así restregó la lancurdia en su rostro, óleo y pastosidad sobre esa cara a lo Sinéad O’Connor, como en los videos porno de Allie Sin. Demasiado espeso, de nada servía, así que tomó el dedo índice del cadáver y se lo introdujo en la vulva. Esta noche más y te gustará. Se lubricó para sentir el máximo, introdujo más el dedo buscando su clítoris, una vez que se puso más grande, comenzó a darse masajes en círculo, con el clítoris completamente erecto; lo rozó con el dedo frío e indiferente del muerto, acariciándose, ya no moviéndolo sino solo presionándolo levemente. Lubricación excesiva. Excitación. Respiración acelerada. Fluidos. Afluente. éxtasis. Esta noche mucho más y te enloquecerá, te fascinará bailar. La muerte no es más que un orgasmo y un olvido.
Se dice que en los funerales se viste de negro como medida de camuflaje. En tiempos inmemoriales los entierros sucedían en la noche. Se tenía la creencia de que el alma del fallecido rondaría por los alrededores buscando un cuerpo donde volver a la vida, así, el negro se mimetizaría con la noche y la oscuridad, el alma no encontraría cobijo en ninguno de los ahí presentes. No obstante, las embalsamadoras usaban el negro como una señal de respeto, un tributo, consideración y cortesía, que a la muerte ya la llevaban adentro.
Cambiaron batas blancas por trajes sastres. Negro refinado. Telas ajustadas. Sudoración fría del Diablo. Cuerpos agraciados devueltos a la industria de la muerte. un matrimonio irrevocable, intemperancia confiada a los gusanos y el abandono. Abandonaron la furgoneta de las ciencias forenses en la tinglado y remontaron a ala carroza fúnebre. Sin la ayuda de más empleados subieron el cadáver a su interior. Un féretro barato, caoba. Aceleraron rumbo al domicilio de los naturales del poeta.
La familia esperaba el cadáver de su ser querido como se está a la expectativa un aluvión que terminará por derribarlo todo, y con esa calma que dejan las tempestades sintieron alivio, habían pasado horas de angustia sin saber de su hijo, teorías sobre quién se había robado el cuerpo, si éste había sido profanado para disecciones en el tráfico de órganos. El ruido de la carroza y sus llantas hocicando el suelo les confirmó que el poeta había sido atendido por una empresa seria de servicios funerarios, se despejó el entresijo, la pregunta ahora no era ya dónde, sino cuánto costaría.
Las muerteras bajaron, acicaladas, de la carroza, con ese particular rintintín de los tacones sobre el suelo sucio. Las faldas cortas. Los lentes oscuros. Espectáculo. Colocaron el soporte con ruedas para el féretro en la parte trasera de la carroza y apostaron el féretro en él, lo rodaron al interior de la vivienda. Inmovilidad en los presentes. Abrieron el féretro. Bocas abiertas. Faltaba la mitad del cuerpo. Sobre él, una nota: Nos debes cien mil pesos. Una tarjeta de presentación: “Funeraria Vergara. Miedo para unos, negación para otros, resignación para los demás”. Prometieron entregar el resto del cadáver cuando se cubriera la cuota especificada.
Subieron a la carroza. Polvo negro sobre el asfalto gris. Nublado. Sensualidad sobre las nubes. Oscuridad sobre elegancia. Sonrisas inocentes y un cassette: Duri Duri Bam ba.