Justo en el momento en que los morelianos teníamos que demostrar nuestra devoción por Caifanes, fallamos. De nada han servido años y más años de escuchar sus clásicos en los bares de esta ciudad interpretados por gargantas maleducadas. De pinches nada.
Era cerca de la medianoche cuando el viejo Saúl Hernández dejó que sus miles de seguidores en la Expo Fiesta Michoacán dieran una voz coral a dos de sus mejores éxitos. Primero fue Los Dioses Ocultos, ese oscuro tema donde un atormentado ser suplica andar a gatas y aullar como los lobos.
Es sabido, desde hace años, que el vocalista de Caifanes tiene muchos problemas para cantar; su garganta está deshecha y entonces recurre al cobijo de las masas. Deja pues que los temas más clásicos se canten por la concurrencia mientras él solo aplaude y suspira. Así lo hizo con dicha canción, pero tras un buen inicio, el respetable le falló. Todo iba bien en las primeras líneas, pero conforme avanzaba la letra, la mayoría perdió el rumbo; algunos alteraron la letra, otros sólo tararearon y muchos de plano se callaron.
Es algo inconcebible en una ciudad en la cual hemos escuchado una y otra vez las canciones de Caifanes en los bares. Tal vez ha sido que durante esas noches bebemos cosas de mala calidad: cervezas en promoción al dos por uno, bacachos de 140 pesos el pomo, mojitos de 25 y hasta litros de bebidas nacionales en 50.
Resulta probable que tras años de ir a los mismos bares, esas letras se hayan mezclado con nuestras conversaciones. ¿Cuántas veces dejamos que el vocalista del lugar siguiera trabajando mientras nosotros hablábamos de infidelidades? ¿Cuántas veces tratamos de conquistar a alguien en la mesa mientras sonaba la música de fondo? Ahora, esa desconcentración cobró factura, esas noches de insomnio y alcohol arruinaron el momento.
Sin embargo, todos merecemos una segunda oportunidad. Tal vez Los Dioses Ocultos sea un hitazo, pero el clásico de clásicos es La Célula que explota, tema noventero que ha surcado generaciones, que ha resistido el cambio de siglo y de milenio. No hay, en el México moderno y urbano, un habitante que no se sepa esta canción, y no ha existido en las últimas tres décadas una banda de refritos que se atreva a excluirla de su playlist.
Cuando Caifanes había abandonado el escenario nadie entre el público se movió de su lugar, pues ya sabemos que las bandas clásicas dejan sus mejores temas para el encore. Así sucedió: Saúl, Sabo, Alfonso y Diego regresaron y tras un aburrido solo de saxofón llegó el momento cumbre. Sonaron los acordes de La célula y el Caifán mayor extendió el micrófono para que sus pastores lo ayudaran. Un dron sobrevoló nuestras cabezas para registrar el momento cumbre y éste inició de forma excelsa, con miles de gargantas bien coordinadas para cantar a la perfección el primer párrafo.
Pero en esta ciudad con baches, en esta capital de las cervezas al dos por uno y los bacachos adulterados, teníamos que fallar. En lugar de seguir con el segundo párrafo de la canción, el coro moreliano se saltó al tercero. En vez de decir, con lágrimas en los ojos, que “hay veces que no dejo de soñarte”, coreamos “hay veces que no sé lo que me pasa”. ¡No es lo mismo!
Para términos prácticos, se omitió la parte central de la canción, algo que nadie notó porque todos estaban bebiendo y muchos fumando porro. Yo estaba sobrio, y es bien sabido que un hombre sobrio es un ser despreciable y fijado, mamón y muy delicado.
Prometo no ir a otro concierto en ese estado y pido una disculpa por esta crónica.
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