Por Raúl Mejía
El texto que sigue lo leerán -si acaso eso ocurre- sólo algunos valientes porque consta de siete páginas en papel… o sea, sin albur, está largo pues. Lo escribí de un tirón y se lo envié a tres amiguitos nomás por el gusto de hacerlo. Sobra decirlo: ninguno me hizo comentario alguno. Días después me puse a revisarlo y supe que estaba de lo más enredoso -tal como salen los textos en una primera versión. A esos amiguitos les ofrezco una disculpa por ser tan “impetuoso” y acelerado.
No los menciono por su nombre porque eventualmente los acusarían de compartir mis puntos de vista y pos no. Eso sí que no. Son gente decente que no se mete con nadie. Va esta versión menos enredosa y en capítulos para que lo lean con calma. Ya corregí ese gazapo tremendo de asegurar que Nikita Kruschev visitó Disneylandia. Estuvo cerca, pero no lo consiguió. Empezamos. Pónganse cómodos. Un té sería buena idea.
UNO
Hace poco, en un café con Hugo, Paco y Luis -tres gansitos muy queridos- salió el tema de la felicidad. Nada formal ni serio. Una charla irrelevante, sin propósitos ontológicos o curriculares. Igual pudo ser sobre la barbacoa, el futbol o el clima. Hugo argumentó que esa experiencia (la felicidad) era cada vez más difícil de vivir y hasta soltó una frase atribuida a un famoso, pero igual la pudo decir Pedro, Juan o varios: “sólo los idiotas son felices”.
Paco entró con su aporte. Apuntó que la felicidad, siempre esquiva y siempre a ratos, era más difícil de experimentar si se vivía en la opulencia. En este punto me vino a la mente la inmortal cinta Nosotros los Pobres y casi saco un kleenex para enjugarme una lágrima. La charla se fue por ese tenor, pero como no era nada serio ni para la polémica, no me interesó decir algo en contra de tan sabios comentarios.
Luego, de manera apenas perceptible (nada explícito) Luis puso como ejemplo de desprendimiento altruista a los empresarios que se juntaron con el presidente, quienes luego de saborear unos tamales fueron atracados con el debido respeto. Para Luis, ese gesto de darle mil quinientos millones al mandatario para sus delirios aeronáuticos fue la muestra de cuánto debió hacerlos felices la experiencia de dar algo a cambio de lo mucho recibido.
Ahí sí reaccioné: “A ver a ver ¿de verdad crees lo que dijiste? ¡Por supuesto que soltaron el dinero! No son pendejos. Si no lo hacían, AMLO les puede mandar a la oficina de Inteligencia Financiera. Tanto la Presidencia (como institución) como la clase empresarial son unos forajidos. ¡Eso fue un acuerdo entre pares, entre delincuentes! ¿Recuerdas la peli de El Padrino? La frase esa de hacer propuestas difíciles de rechazar?”
Paco se volvió hacia mí sonriendo, como dispensando mi proverbial condición de fifí conservador de sangre azul.
No es necesario decirlo, pero ahí va: mis tres amigos ven en AMLO la síntesis de la bondad, la inteligencia, la justicia, la esperanza y también -como prácticamente todos los mexicanos en su momento- los tres reaccionaron con los desvaríos de Peña, Calderón, Fox, Zedillo o Salinas. De pendejos y corruptos no bajaron a esos mandatarios. De hecho, seguro se encabronaron cuando el padre de la mafia en el poder (Salinas) pasó la charola a los empresarios en los noventa.
Tal como lo hizo el actual presidente en la cena del tamal, pero claro, “ahora es diferente”, “no somos iguales” “ya no es como antes”. Me pregunto si habrá un momento en donde el desengaño sea tan evidente que mis amiguitos 4T volverán a ser esos seres con un intelecto sorprendente, ponderado, atendible y dejarán de ver, en un sujeto esencialmente limitado, a un personaje sabio, inteligente, infalible. Para mí -cada quien sus fijaciones- es un rey desnudo y todos temen decírselo. Tal como lo apunta Andersen en el cuento famoso.
DOS
Vean desde dónde arrancan mis desvaríos comparativos: por varias semanas estuve enfrascado en una lucha encarnizada y gozosa con un libro dedicado a la última generación de la extinta URSS. Fueron semanas extenuantes y felices porque el libraco no tiene versión en español y me lo tuve que chutar en inglés. Las acciones se ubican entre la década de los cincuenta y los ochenta del siglo pasado. Un momento histórico en donde todo ruso digno de ese apelativo sabía que el sistema socialista no funcionaba, pero cumplían con todos los rituales que el poder, para mantener la puesta en escena del show socialista y sus maravillas, les prescribía.
En el mero fondo de sus rusos corazoncitos, nadie tomaba en serio esas payasadas oficiales. Les dejo mi traducción de un párrafo. Seguro se darán una idea del asunto: “Muchos soviéticos que vivieron el sistema socialista tardío (y sin que fueran conscientes del todo) sabían que la vida en ese esquema era una paradoja. Todo estaba estancado e inmutable, frágil y vigoroso, sombrío y promisorio”.
Para llegar a ese punto, a los mexicanos nos falta mucho -pero no nos tomará tanto como a los camaradas rusos. El libro con el cual me enfrasqué por varias semanas se titula Everything was forever, until it was no more. Su autor se llama Alexei Yurchak. Este chamaco se propuso descubrir por qué los ciudadanos soviéticos estaban preparados para el colapso de la Unión Soviética a pesar de creer que “nunca podría suceder”. Para lograrlo, Alexei acude a un esquema teórico medio enredoso. No se asusten ni se pongan punketos con los terminajos. Relájense y dejen que todo fluya. Así, suave, sin pausa y sin prisa.
El señor Yurchak nos recuerda algo más o menos conocido: todo discurso se compone de dos dimensiones: una constatativa que describe la realidad, y otra performativa que la transforma e introduce nuevos efectos en las circunstancias vividas. ¿Vamos bien? Ok. Tras la muerte de Stalin en 1953, el discurso soviético pasó a hacer hincapié en el elemento performativo en lugar del constatativo (en realidad eso ocurre en todos los casos, no necesariamente con la extinta URSS).
Ello significó que «el discurso pasó a ser poderosamente constitutivo de la realidad soviética… pero ya no describía necesariamente esa realidad»… y además, para que funcionase bien aceitadito, sin traqueteos, el sistema requería de un Ser Más Allá De Lo Humano que lo regulara y dijese la última palabra sobe todo lo habido y por haber. Esa deidad fue conocida como Stalin.
Una vez que la sociedad soviética estuvo en esa tesitura sociocultural, entendió de qué se trataba. Era necesario reproducir las formas que daban la apariencia de ser acordes con el discurso del poder soviético, pero pudieron desconectar los significados de esas formas porque los aspectos constatativos no tenían que ajustarse a ninguna norma. Son enunciados que pueden ser verdaderos o no (pienso en enunciados como “todo es culpa del neoliberalismo” o uno más reciente: “la mentira es cosa del demonio, es reaccionaria y conservadora”. Ambas pueden ser ciertas… o no).
A este proceso, Yurchak lo denomina «desterritorialización». No abundaré en el terminajo ese. Pregúntenle a algún amigo filósofo. Si empieza a hablarles de un tal Deleuze, ya pueden estar seguros: no le entenderán nada. Vuelvo al tema de este escrito: si bien la constante reproducción de las formas llevó a los individuos a percibir un sistema “eterno” (como nosotros con el PRI y ahora los de la 4T con Morena), también estaban preparados para nuevas ideologías porque habían estado creando nuevos significados. Esto de la creación de “nuevos significados” se hizo trepidante luego de la muerte de Stalin. Sin un papá para decidir qué estaba bien y qué estaba mal, o qué era cierto y qué era falso, la vida carecía de sentido.
TRES
En México, por ahora, estamos lejos de ese escenario, pero no tanto. Seguimos en el embeleso provocado por un señor iluminado y modesto en sus alcances cognitivos pero que le alcanzó para decirnos, en su campaña para ser presidente, varias verdades monumentales, las que necesitábamos escuchar luego de décadas de abusos, excesos e inmoralidades de los gobiernos del PRI y el PAN en su paso por la presidencia de la República.
De hecho, nuestro guía -moralmente victorioso- suele actuar como un papá compasivo de sonrisa siniestra, como si en él se sintetizara la nación y el conocimiento del Alma Mexicana. Aún no estamos en condiciones de generar esa desterritorialización de la que habla Yurchak, pero al paso que vamos y con las ocurrencias del gurú constitucional en funciones… tal vez en unos cuatro días empecemos.
¡La anécdota con mis amiguitos en el café es interesante por una práctica muy socorrida cuando se trata de ser parte de un movimiento con el cual se comulga, pero al mismo tiempo se “critica” de manera incluso amorosa, condescendiente, comedida. Como entendiendo que el plan 4T para la transformación de las conciencias y la creación de un mexicano superior nos tomará decenios. Eso hacen con frecuencia mis amigos Hugo, Paco y Luis (y millones de seguidores del incansable gansito mayor).
Al menos Hugo me ha confesado valientemente que AMLO lo ha decepcionado “un poco”. Esto no debería ser motivo de suspicacia. ¿Hay un ejemplo de valentía más tierno que ser “crítico” de un héroe matizando con un adverbio de cantidad la magnitud del agravio?
He constatado (aquí aparece Yurchak y sus “imperativos constatativos”) que muchos de mis amigos morenos saben que la administración de López Obrador es un desastre. Pero como se benefician directa, indirecta o tangencialmente de un “entorno constatativo” (“nosotros no somos iguales”, por ejemplo) y aún no hay en marcha nada performativo como para abiertamente renegar del “maestro”, prefieren la comodidad de lo relativo: “sí pero no; depende de lo que entiendas por democracia; no, pero sí; es que no puedes generalizar” y cositas así.
Raras veces se les escucha asumir una postura clara frente a las críticas esgrimidas por esa entelequia conocida como ciudadanía, porque -ya se sabe- en general, si no son Morenas, las entelequias son fifís. Ante los dislates del mandatario en todos los frentes, prefieren tomar las críticas como un ataque al mandatario y éste es feliz si las cosas se ponen en ese contexto. Todo se trata de él, la única verdad es la suya y si la realidad no se ajusta a sus deseos, es que la realidad, para decirlo de manera económica, es muy pendeja.
No es necesario poner ejemplos complejos de la necedad presidencial (con convicciones, por favor). No se requiere abordar el complejo tema de las tasas de interés o su incomprensible desdén por el movimiento feminista ni su indolencia frente a las víctimas de la violencia o la crisis en el sector salud provocado por su administración. No.
Para mostrar que el señor López es un ingenuo basta algo sencillo como la cancelación de los puentes y días de asueto que benefician al turismo y a millones de personas. Una mañana de febrero del 2020, el solitario del palacio amaneció con ánimo transformador y, sin avisar, soltó el dislate de cancelar los puentes.
Nadie se lo esperaba y obvio, puso a parir chayotes al gabinete, pero ni uno de sus “colaboradores” objetó la ocurrencia. Se acogieron a la cómoda tibieza de lo relativo, de quedar bien en todos los frentes. Es más, antes de plantársele al mandatario y decirle “eso es un error, señor presidente” mejor se pusieron a planear cómo le van a hacer para poner los puentes en fechas menos patrióticas y dejar el 5 de febrero para que los niños analicen el significado último de la Constitución de 1917. ¿Así o más delirante el asunto?
Pero el presidente lo tomó en serio.
Esta práctica de “criticar con valentía” pero siempre con relativismos y “asegunes” va más allá de lo anecdótico: es una forma de, ya lo dije arriba, “curarse en salud” ante ciertos signos o señales que ni los fans morenos pueden dejar pasar por alto y que, de manera sencilla, he ilustrado con la alusión al traje del emperador: en realidad saben que va desnudo, pero prudentemente se callan… por ahora.
Cuando escucho a mis amigos 4T apoyando abiertamente al oriundo de Macuspana y deslizando de manera sutil o tímida desacuerdos mínimos con sus políticas y desatinos, pienso en los ciudadanos rusos del atardecer soviético: no se resistían a la parafernalia del poder: asistían a los desfiles y honraban la iconografía del gobierno, pero eran absolutamente indiferentes a lo que eso significara. Se solazaban y refugiaban en el humor, como ocurre siempre en regímenes autoritarios. En realidad, su “vida real” transcurría en otra parte (aunque no sabían de qué se trataba ni dónde estaba esa otra parte).
Los mexicanos vamos presurosos a ese escenario, pero por ahora estamos felices en la esquizofrenia creativa. Vean si no: un deplorable Secretario de Comunicaciones (Jiménez Espriú) sonrió sarcástico cuando le dijeron que se iba a rifar el avión presidencial. Lo consideró, sin ambages, una estupidez elevada al grado de axioma (como, en efecto, lo es), pero cuando supo que esa tontería la había propuesto el presidente se apresuró a decir que compraría “dos cachitos”. En México, si el mandatario dice que los elefantes vuelan, sus lacayos apenas harán matices: “si vuelan, pero en distancias cortas”.
De ese tamaño la estulticia.
CUATRO
Cuando Stalin entregó los tenis en 1953, dejó a la inmensa URSS sin Padre (un papi bastante cruel, por cierto). Aparentemente ya no había forma de vivir sin seguir instrucciones para cambiar un foco, por ejemplo. Eso es muy feo. Agobiante pues. El sucesor, Nikita Kruschev, se encargó del legado. El nuevo y rollizo líder del politburó y de todas las felices repúblicas asociadas (a quien Stalin hacía bailar como osito en variadas festividades) se convirtió en un digno hijo de la revolución planetaria.
Pero apenas acomodó el trasero en el trono y tuvo los hilos del poder a buen recaudo -más o menos a partir de febrero de 1956- hizo público el famoso “discurso secreto” en donde se daba santo y seña de los abusos de su admirado Koba (así le decían, cariñosamente, a Stalin). Unos expertos dicen que Nikita se vengó así de don José por haberlo hecho bailar como chango en las fiestas infantiles de la honorable familia Stalin.
Otros expertos dicen que las motivaciones para dar a conocer el “discurso secreto” fueron más profundas. Usted elija con cuál versión quedarse. En este mundo todo se soluciona con un “depende”. Todo es relativo pues. Una cosa es cierta y no admite matices: si Koba hubiese estado vivo, Nikita no habría sobrevivido una hora luego de soltar el discurso secreto… o bailaría en las fiestas por toda su vida.
¿Qué hizo el chaparrito Kruschev? Nada fuera de lo normal. Sólo lo prescrito en el Manual Operativo para el caso. No falla: culpar a Koba de todos los errores y las desviaciones en que se había incurrido respecto a la ruta directa a la felicidad de los trabajadores y, ya encarrerados, de la humanidad, porque la URSS se asumió como la síntesis de los anhelos proletarios del mundo. Para cuando el relevo en el politburó se llevó a cabo, los rusos ya estaban un poco hartos de los sacrificios en nombre de un futuro mejor y soñaban con un mundo menos jodido.
Nada fuera de lo normal: siempre que la felicidad de una nación se pospone para el horizonte de un “futuro mejor” las cosas salen mal. No había ruso, ni en el poder ni en la realidad ciudadana, que no soñara con un presente menos sombrío. De repente solían ubicar ese espacio idílico en Estados Unidos; ya verán, unos renglones más adelante, cómo se pone esto de los paraísos en el horrendo imperialismo capitalista.
Cuando Nikita pudo -por fin- visitar al nauseabundo país imperialista, sede de todos los males (y hogar de Micky Mouse y una pléyade de simpáticos personajes) lo hizo con dos objetivos irrenunciables: en primer lugar, mostrar que el sistema soviético era superior al gringo. Nikita no escatimó nada para dejar claro, con pura saliva, que “tenía razón”: la competencia era buena, pero los soviéticos y el comunismo eran mejores.
Fin de la discusión; en segundo lugar exigió, por la vía diplomática, que lo llevaran a conocer Disneylandia. Bajo ninguna circunstancia regresaría a Moscú sin tomarse una foto con Tribilín, Blanca Nieves o, cuando menos, El Lobo Feroz. Los gringos pensaron que era una broma, pero no, iba en serio. Eisenhower, presidente de los Estados Unidos, se llevó las manos a la cabeza e hizo cuanto estuvo a su alcance para cumplir el sueño de su colega, pero fue imposible. Los problemas logísticos eran insuperables. Esta decepción no le hizo ninguna gracia al líder de la URSS y se fue sin una ronda de conversaciones de interés bilateral con Mickey Mouse.
Así las cosas. No es broma.
Si Disneylandia era un objetivo central para saciar la fantasía del líder de los trabajadores del mundo ¿qué sería del pueblo común y corriente? De eso se ocupa Yurchak en detalle en uno de los capítulos de su libro, el sexto: “True colors of communism: King Crimson, Deep Purple, Pink Floyd”.
CINCO
Aterricemos en México por favor, señorita. Va: cuando la estrella de AMLO empiece a declinar y la parte “performativa” (y amarga) que se generará con la 4T empiece a permear en la inmensa mayoría de quienes hoy dan la vida por el estadista de Macuspana, aclararán, de inmediato, algo como “siempre fuimos críticos temerarios de la 4T”. O sea… según esto, “nunca apoyaron” las ocurrencias de quien encarna lo que seguramente será una de las etapas más rupestres de la vida nacional. Ya lo veo: incluso le harán gestos de “fuchi” a todo lo que sea el obradorismo y sus arranques de populismo -como ponerse bolillos en las orejas- les parecerán ridículos.
Vuelvo a Yurchak. El ruso menciona que los soviéticos, tan sagaces como los mexicanos, vieron la contradicción inherente en la parte ideológica que “sustenta” un mundo perfecto. Fue cuando se trató de aplicar la feliz teoría en la vida real (uno puede ser feliz por decreto). Nunca la realidad obedece a nuestros deseos cuando se trata de sueños políticos justicieros. Todos sabían del fracaso del proyecto de una sociedad nueva, justa, feliz y controlada por el partido de Estado, pero no había un solo soviético, con tres dedos de frente, que dijera nada en contra de los designios divinos. Cualquier acto disidente se pagaba con la vida sin mayor trámite.
Las acciones de limpieza o purgas eran de lo más común. Eso lo supimos, oficialmente, gracias a Nikita y su multicitado “discurso secreto”. Años más tarde, la novela de Kundera, La broma, nos regaló una pequeña muestra (escalofriante, eso sí) de cómo funcionaba el Estado en el paraíso socialista después de Stalin. El autor de La insoportable levedad del ser lo vivió en su país, que entonces se llamaba Checoslovaquia -en Praga para mayores señas. Si de plano se quieren asustar, acudan a Solyenitzin y su Archipiélago Gulag.
¿Cómo explicar, por ejemplo, lo paradójico de pretender “liberar” a los individuos poniéndolos bajo el control del Partido? Esta contradicción, a todas luces descabellada, se superó porque Stalin se convirtió en una especie de maestro, de gurú, de iluminado que podía ver más allá de las posibilidades humanas y, por ende, de cualquier ruso. El buen Joszif era el único que sabía de qué se trataba el universo y de los costos a pagar en nombre del paraíso a la vuelta de la esquina. Si tienen dudas, recuerden otro libro clave: El hombre que amaba a los perros (Leonardo Padura). Hay quien dice que Lenin era indiferente al dolor de los demás; Stalin lo gozaba (cuando lo infligía, claro).
Cuando el padrecito (otra forma cariñosa de referirse a Stalin) tuvo a bien morirse, la falta de una voz externa en el nuevo escenario llevó a la gente a emprender un proceso de normalización (y luego hipernormalización) de la vida soviética: el discurso autoritario se situó en el pasado y los nuevos hechos tuvieron que ser conceptualizados en términos de los antiguos. Esto estaba relacionado con la idea de que la gente temía que los nuevos textos pudieran ser percibidos como una desviación y transformó la voz del autor «en la voz de un mediador del discurso preexistente más que en la de un creador de un nuevo discurso».
Más sencillo: los hombres del poder no osaban emitir una opinión propia sobre ningún tema público: todo lo referían a fuentes ubicadas en el pasado para que no fuesen acusados de desviar la realidad. Cualquier “aporte” ponía en riesgo la carrera política de los funcionarios.
Les dejo mi traducción de un ejemplo delirante: “Mikhail Suslov, secretario de Ideología del politburó, usaba con frecuencia las mismas citas de Lenin para sustentar diferentes decisiones ideológicas, incluso decisiones que eran contradictorias con otras ya tomadas (…) Suslov tenía miles de estas citas aptas para cualquier situación (…) era cuestión de seleccionar la más adecuada para el momento en que se requiriera. Sólo la insertaba en el discurso para justificar una decisión basada más en términos de una continuidad con el pasado que en un cambio”. (Páginas 53 y 54 del libro de Yurchak ya mencionado).
Esto condujo a una transformación de la dimensión performativa del discurso que lo separó de su dimensión constatativa y permitió nuevos significados y comprensiones incluso cuando las formas permanecieron estáticas. Así pues, lo que parecía ser un énfasis en el elemento performativo resultaba superficial; la verdadera importancia radicaba en los elementos constatativos. La libertad de engendrar nuevas e impredecibles interpretaciones -fueran ciertas o no.
Los libros se pasaban a Stalin para que él hiciera puntualizaciones a su gusto. El primer volumen de History of civil war, el jefe máximo hizo más de siete mil correcciones nomás porque se le inflamaron los tanates y los editores incluso se apenaban de haber sido tan “descuidados”. El miedo, como ha sido documentado por la ciencia dura de la paremiología, no anda en burro: “gracias Su Majestad ¿cómo pudimos dudar de que la tierra era plana?”.
Este escenario creó las condiciones para un nuevo tipo de ciudadanos que se engendraron en el mismo Komsomol. Un espacio que funcionaba como escuela de formación de cuadros jóvenes para el gobierno; ¿suena conocido?. Los “Svoi”, por ejemplo, eran personas normales que no eran ni activistas ni disidentes. Estos tipos y tipas comprendían que era necesario comprometerse con la naturaleza ritualista de la sociedad soviética para poder acceder a su lado creativo.
Incluso “alcahueteaban” los errores administrativos de los líderes del Komsomol con tal de llevar la fiesta en paz. Dicha distinción es crucial, porque si bien los activistas y los disidentes apoyaban o resistían el sistema, la gran mayoría no hacía ninguna de las dos cosas -aunque seguían formando parte del sistema al participar en los rituales. Esta forma de ser y estar es lo que Yurchak, en el capítulo cuatro, denomina “ser Vnye”: estar dentro y fuera del sistema, participando en una dimensión del discurso mientras se crea o se ignora la otra.
SEIS
Estas delirantes reflexiones me las provocó la lectura de Everything was forever, until it was no more. No lo tomen como un vaticinio inefable. Para la nueva realidad constatativa de México, quien esto les expone es un fifí, un conservador, un fan del neoliberalismo. ¿Por qué tomar en consideración mis desvaríos?
Mejor atendamos a La Verdad (con mayúscula) que emana de Palacio Nacional de lunes a viernes a partir de las siete de la mañana.
Es palabra de Dios.
Como lo dijo uno de los más connotados voceros de la 4T, el ínclito John Ackerman: “debemos acostumbrarnos a la democracia”.
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