Por Maggie Paredes Marín
Mientras escribía la historia de la semana acerca de mi bello Catemaco, escuché en las noticias que un nuevo virus brotó y se expandía por varios países. Jamás imaginé que llegaría al mío, a mi querido México.
Desde la delicadeza y brutalidad, porque así se siente vivirla, desde la esperanza y desesperanza; con la palabrería del Jefe de Estado que encomienda la salud pública a dos imágenes religiosas, y el actuar de las personas aún conscientes que -desde el amor de sus palabras, escritos y acciones- le regresan el aliento al futuro que ahora se admira lejano e incierto para la humanidad.
Leo las noticias de cada día a través de diferentes medios de comunicación esperando una buena o una mala. Como moneda lanzada al aire y el deseo de escuchar al fin que enhorabuena se ha encontrado la cura. La alegría se aviva cuando de repente te encuentras con el video de una pareja bailando Cheek to cheek desde el balcón de algún departamento mientras viven la cuarentena obligatoria que su país ha impuesto como medida extrema para evitar contagios y más muertes, porque sí, es desolador lo que este virus vino a hacer.
Mientras leo muerte, llega una carta que anuncia vida, vida en el vientre de la tan querida y allegada prima María.
Atendiendo las necesidades que implica no arriesgarse, tomo la decisión de salir al supermercado para comprar raciones extra de lo que comúnmente se acostumbra -por si las cosas no van mejor en los días venideros- y entonces tener provisiones para no tener que salir. Evitar aquellos lugares que nos llenan de gratitud por el miedo fundado de que podemos contraer el virus.
Las enfermedades históricamente han abatido a la humanidad y algo bueno hay en ellas, siempre sale victorioso el ser humano y en algún punto del tiempo se levanta y vuelve a empezar.
Por el momento, lo escrito con anterioridad es el día a día de una mujer con las emociones a flor de piel, desnuda ante la incertidumbre y cobijada con la fe. Les dejo saber que para esta historia yo me he adelantado al final, fantasioso, quizá, pero con la certeza de que todo mal acabará.
Después de la penumbra:
La tarde estaba tranquila, ya no había ajetreo alrededor y las personas tenían un semblante más sereno. Los pájaros resonaban en los árboles y las ardillas se paraban en las ventanillas de la cocina a observar. Las pelotas rebotando y los niños riendo en las calles, nunca añoré tanto eso como hoy.
Me dispuse a salir y disfrutar de todo ese espectáculo. La carretera que por años manejé estaba llena de árboles tirados, tenía grietas tan grandes que por un momento podías pensar que te llevaban al otro lado del mundo o al centro de la tierra que Julio Verne describió con tanta fantasía. La caminata me llevó a uno de los jardines más bellos que el pueblo de Andalucía tenía, de niña me llevaban mis padres a contar las hojas que habían tirado los árboles por la entrada del otoño.
Todo estaba más tranquilo y más sano, la brutalidad humana casi nos extingue y como consecuencia nos tuvimos que aislar durante dos años.
Mientras avanzaba por las calles, vi personas llorando en algunas esquinas y recordando lo felices que fueron antes de aquella catástrofe que nos aconteció y abatió. Otros más acariciando recuerdos de los difuntos que no pudieron velarse debido a las contingencias tan graves que se vivieron.
A lo lejos observé a la señora Manuela; veía con tal melancolía las margaritas del jardín. Todos sabemos que su finado esposo, el señor Leonel, le regalaba cada mes un centenar que dejaba adornado el negocio que tenían de licores, el señor murió tres años antes del desastre, aún así, supongo que recuerdos como ese nunca se van.
Solo me quedaba reconocer que ante tanto desabasto de esperanza, la vida nueva comenzó y se dio a conocer, pareciera que las plegarias habían sido escuchadas, y la fe que se había quebrado junto a los edificios viejos y abandonados había tomado un nuevo rumbo.
Qué bueno que estamos una vez más aquí, para derrumbar la penumbra.
Pachuca, Hidalgo, marzo del 2020
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