Por Juan Martínez Prau
Muy extraña cuestión, aunque parece que cada vez más frecuente en distintas ciudades de Europa, es esa de encontrarse un cardumen de gente que pide dinero en las calles. Sin embargo es rápidamente visible que al menos hay dos tipos: quienes de verdad precisan el dinero y quienes sólo están de paso y piden dinero para vivir. Los segundos son una especie de turistas que no quieren gastar en nada; los otros, personas que están fuera de los engranes, por cualquier razón que sea.
Me sorprende pensar que no esté yo mismo ahí donde ellos están y que en cambio pueda equipararme a los turistas que vagabundean en los puentes, miradores y sepulcros de estas urbes grises y absurdas, que ya antes eran una especie de tumba. Si no fuera por estas personas que solicitan una ayuda y que sí la necesitan, quizá todo estaría aun más muerto.
Hoy por la mañana un señor ha llegado a pedirme algo para desayunar y, con el gesto rápido de quien vive en México, lo he despachado. Tenemos nosotros sobrepoblación, no sólo de habitantes sino también de pedigüeños, y si uno le diera a cada pedigüeño que ve, con seguridad no le quedaría nada de su salario. Pero me he precipitado. Luego de rechazarlo me vi a mí mismo en el viaje anterior a Europa, con mis garras sin lavar durante días, con mi ropa vieja, con mi mochila sucia y pelo grasoso, casi sin dinero, entrando al McDonald’s para tener Internet y un lugar donde sentarse a la sombra.
Debí haberlo invitado a comer, debí haberle dicho, está bien, te voy a comprar algo y sirve y me acompañas a desayunar, y me indicas dónde se come rico o dónde se come bien y barato. Pero, no he pensado, y ahora pienso “pobre hombre”, como si no fuéramos todos unos pobres. El pensamiento es una cosa que no sirve sino cuando ya han pasado las cosas. Debí apelar no a la razón, sino a su cara.
Portugal está llena de vagabundos, casi todos autóctonos, porque los que vienen de otras partes no quieren regalos sino trabajar. Los europeos parecen no entender que si está lleno de chinos, marroquíes, árabes, africanos, indios, es porque sus países los invadieron y saquearon su riqueza, de la que siguen disfrutando así sea bajo la forma de trasnacionales que nunca cierran los ojos y acuerdos comerciales que no los benefician. Me he quedado en una habitación de hostal antes de seguir, lo más barato que encontré, un sitio a mitad de la zona de turistas, ingleses, franceses, italianos, españoles.
Después de dar la vuelta varias veces por lo intrincado del domicilio, pero también porque no sabía que aun sin Internet la aplicación de mapas del teléfono te lleva a donde vayas, he logrado subir al vértice en el que se ubica la propiedad y después he podido al fin subir las escaleras. Y hete aquí que he llegado sudoroso y cansado, y el chico portugués que me atendía, con su fleco de Cristiano Ronaldo de adolescente y su inglés de gringo senil, me ha enviado escalones abajo a una habitación cerrada que no está arriba, donde pacen los turistas aborígenes, sino en una especie de sótano con diez camas, donde me he encontrado nada más y tampoco nada menos que con siete muchachos de Tamil Nadu que han venido a buscar empleo.
Porque ellos no quieren nada regalado, pero tampoco quieren quedarse en su país. Han venido a buscar y a tomar lo que es suyo, pero esta gente no lo ve así y quieren en cambio que custodien sus tiendas de recuerdos donde hay azulejos de juguete que semejan a los verdaderos de los edificios portugueses, y quieren que saquen sus copias y guarden sus cajas y sigan siendo descastados, intocables.
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