Por Ana Aguilar
Desperté deseando que todo fuera un sueño, pero la realidad se interpuso antes de terminar el deseo. Con la consciencia todo se convirtió en Covid-19, un lunes eterno. Esa inmensa ola lejana por fin estaba sobre nosotros partiendo en pedazos nuestra vida diaria. “Quédense en casa”, nos recomendaban los amigos de otros países, empero lo terco de nuestra cultura se encima con la incredulidad y la gente continúa saliendo, divirtiéndose, restándole seriedad a esta pandemia. Al pronunciar la palabra debo apretar los dientes para no sentir escalofrío. Suena interminable.
Y así es, su capacidad de contagio es alta, se propaga despiadadamente. Desde el primer paciente positivo en México mi mente no ha dejado de estar alerta, procesa información Covid en todos los aspectos. Todos los días salen actualizaciones médicas de protocolos y manejos por todo el mundo.
Soy anestesióloga, una de las especialidades a las que se le resta la importancia meritoria, no obstante en tiempos “del fin del mundo”, como muchos le llaman a esta situación nunca antes vivida, somos de los profesionales más indispensables: enseñamos y ayudamos a nuestros colegas en varias situaciones.
Estar en la línea de fuego es lo que más preocupa por el miedo al contagio, porque a pesar de día con día enfrentar a la muerte en el quirófano y venerarla cada noviembre, le tememos más que nunca.
El tiempo transcurre tan lento que pierdes la orientación del día en el que estás. Vas solo contando un día menos o un día más; solo importan los viernes porque irás a resguardarte en casa, a la cual nunca antes habías tenido miedo de llegar. Ahora caminas pensándote con el virus encima: en la ropa, en las manos, en el cabello, en todo el cuerpo. Debes repetir un protocolo estricto para ingresar al hogar. Sanitizar tu coche, dejar afuera zapatos, limpiar todo lo que tocaste, bañarte, lavar tus pertenencias con desinfectante y dejar libre de virus tus cosas personales. Todo para tocar con desconfianza a tu familia, esos a quienes quisieras abrazar para mitigar el miedo, para cultivar la esperanza y olvidar el ambiente hospitalario donde ya pocos ríen, están distraídos, enojados, incluso algunos al borde del llanto.
El folklore de las salas de espera se convirtió en silencio, en miradas de asombro ante cualquier movimiento o estornudo. Es un ambiente tenso, hostil.
Lo que más pesa es pensar en que alguien de la tropa caiga. ¿Cómo mantenerte fuerte ante eso?, intubar un amigo, verlo perder la batalla no será nada fácil. Es el pavor de todos. Ver cómo algunos con patologías siguen trabajando porque les negaron la incapacidad. Pero los directivos en algunos hospitales fueron los primeros en ponerse a salvo. Los demás sólo somos un número más.
Algunos ya nos aislamos de nuestros familiares más vulnerables, yo dividí mi casa y vivo en un cuarto, paso despensa a mis papás y mi hijo solamente. Los veo por una ventana, pero están cerca.
Algunos enviaron a sus hijos a otra casa, incluso a otra ciudad. Mi niño me pregunta si puede visitarme, dice que él puede romper la puerta como un ninja para verme.
No dejo de pensar en los que perdieron su trabajo. Hace una semana vi meseros vendiendo agua en los semáforos.
Algunos amigos me contactan con crisis de ansiedad, otros preguntando cómo está realmente la situación o si ya vi morir a alguien. Otros comprenden lo rudo de la situación como profesional de la salud y me preguntan cómo estoy.
¿Cómo estoy? Digamos que con insomnio, incertidumbre y en proceso de adaptación. Llorando porque mientras escribo esto, 16 de abril de 2020, mi abuela cumplió 94 años y cerca de las 16:00 horas falleció por secuelas de un sangrado y una neumonía presentada hace un par de semanas. Le tomaron una muestra para descartar Covid por los síntomas respiratorios y la manejaron con ese protocolo. Hasta el día de mañana sabremos los resultados. No podrá ser velada, no la podemos ver por última vez ni despedirla, incluso no podremos consolarnos ni abrazarnos. No le llevaremos flores, no podremos hacerle misa… así directo irá al crematorio.
Ni siquiera le podré llorarle como quisiera; mañana debo tomar mi equipo de protección: un cubre bocas N95 que me causa resequedad en piel y vías aéreas, unos googles que no puedo quitarme en todo el turno -porque no sé quién pueda ser portador del SARS-CoV-2 – y que casi me ulceran la piel de la frente y nariz haciendo que arda como chile (ahora sí entendemos esa frase los anestesiólogos). Deberé sentirme un poco tranquila porque esto no es lo peor. Al estar al frente de pacientes Covid portaré un uniforme de polipropileno que me hará “sudar como un cerdo”, una máscara pesada e incómoda que no me permitirá respirar y tendré que alzar la voz para que los demás me escuchen.
Todo esto derivará en un constante maltrato a mi cuerpo. Deshidratada, exponiendo los riñones por no beber el líquido necesario y evitar ir a orinar para no desvestirme y exponerme al contagio más de lo debido y a su vez no desperdiciar material, el que de todas formas no tenemos. Derivará un cabello reseco de tantas lavadas, las manos agrietadas de tanto alcohol y látex, la cara marcada si tengo suerte y no se convierten en úlceras, y si mi disautonomía me lo permite, no desmayarme por la presión baja.
Siempre he pensado que a nosotros como médicos la residencia nos prepara para un apocalipsis. No duermes, no comes, no ves a tu familia, soportas el maltrato, en ocasiones la humillación y castigos. Pero nunca, nunca… estás pensando en la posibilidad de morir.
Solo puedo decir que una pandemia saca lo peor o lo mejor de ti mismo. Te hace fuerte aunque la vida se ensañe en demostrarte que te quiere joder. Te das cuenta de tu realidad, de la gente que te ama y simpatiza contigo, te das cuenta de los miserables que solo ven por ellos, de la importancia de tu cuerpo, de las comodidades con las que cuentas. Reiteras que la familia es lo que más importa y notas que te enfrentas a algo más salvaje que el mar.
Guadalajara, Jalisco. Abril del 2020