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Home»Columnas»#TextosAislados: Dos encierros
Columnas

#TextosAislados: Dos encierros

Salvador MunguíaBy Salvador Munguía30 abril, 2020No hay comentarios8 Mins Read
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Encierros
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I

Despierto temprano. Tomo café con leche y pan tostado. En la casa hay un silencio arrullador. La sala y el comedor lucen limpios, recogidos, la casa espaciosa.

Reviso el correo de la oficina, hago algunas llamadas por teléfono, reviso los malditos grupos del whatsapp. Ninguna novedad, sólo cadenas oficiales para mantenernos a salvo del virus. Leo algunas noticias y artículos de opinión, escucho tranquilamente música.

A través de un mensaje, me entero que los podcast que envié a la convocatoria Contigo a la distancia del (polémico) FONCA fueron seleccionados ganadores. Para celebrar, sirvo el primer vodka del día.

Las pequeños dictadores siguen dormidos. En unas horas este espacio será un chiquero reducido a juguetes, ropa, crayones, zapatos, galletas; la mesa estará pegajosa, el fregador lleno de trastes. Esto será un mercado.

II

Si se despierta Nico se despierta Vale, extrañas conexiones. Ambos bajan modorros, amenazantes, bostezando, hambrientos. Detrás de ellos, baja el gato. Invaden el comedor. La madre les prepara el almuerzo. Agarro mi lap y me voy a la sala. Me pongo los audífonos y finjo seguir trabajando.

Terminan de almorzar. Ahora deben conectarse a una computadora para realizar las tareas de la escuela. Comienzan las disputas: se niegan a hacer las actividades escolares, ¡estamos de vacaciones!, gritan. Son mañosos, bostezan, inventan dolores inimaginables en el cuerpo. Se distraen, con la vista persiguen una mosca, enfadan al gato.

Finalmente, luego de un grito contundente de la madre, ponen atención: ¡firmes ya! Su tono es el de un sargento. Aquí la calma es una brevedad. ¡Deja de estar echado y ayúdale a Nico con la tarea de matemáticas! De nuevo la voz de la sargento que tiende a molestar cuando me ve en paz.

Abro el classroom del perfil de Nico. Leo el problema varias veces. Confundo algunas multiplicaciones y tengo problemas para dividir. Me sirvo otro vodka. Intento con la calculadora. No recuerdo nada de perímetros ni secuencias. Vayamos mejor a las actividades de español, propongo. Es lectura y comprensión. Me sorprende que Nico lea claro y fluido. Pues cuántos años tienes, pregunto. Me acomodo en el camastro. El ritmo de su lectura entumece mi sistema nervioso. Siento la cabeza pesada, el cuerpo desguanzado, las manos dormidas; los rumores del sueño.

III

Los horarios en esta casa son una locura. Comemos después las cinco de la tarde. Las sanguijuelas devoran todo, el encierro les ha provocado un apetito voraz y preocupante.

Papá, hace calor, infla la alberca, ordena Vale. Obedezco con tal de mantenerlos alejados. Inflar una alberca, junto a cambiar un neumático, son tareas agotadoras que parecen fáciles, pero no lo son. Vuelvo al camastro. Tomo un libro. El gato se me echa encima de la panza. Escucha esto, te puede interesar: «La soledad enseñaba a los más intransigentes a amar a sus gatos porque la soledad puede cambiar cualquier cosa sobre la tierra». El cabrón me ignora. Lo mismo hace con una mosca que revolotea encima de nosotros. Antes de que Vago fuera castrado era un esbelto y hábil cazador de pájaros, lagartos e insectos, hoy es un gato gordo y holgazán. Lo acaricio detrás de las orejas, Vago, ronronea con armonía y cierra los ojos. Me idéntico con él, yo también fui ligero, cazador y fértil.

Cat

IV

Añoro el encierro solitario. La mitad de lo que llevamos del confinamiento lo pasé en Uruapan. Despertaba temprano, comía a mis horas, veía mis series favoritas, dormía sin remordimientos.

Procuraba mantenerme en forma, todas las mañanas salía a correr alrededor de las huerta.

Mi aislamiento, desde un estudio fresco, rodeados de altos y frondosos árboles, era el espacio perfecto para la inspiración, donde la memoria y los relatos iban a proliferar sin esfuerzo.

No es ninguna novedad, pero la familia estorba para muchas cosas, la creatividad es una de tantas. Alejado de ellos, la evocación de la palabra fue consumándose: terminé un cuento, grabé dos emisiones del programa de radio y escribí el guion para los podcast seleccionados.

Presumo lo anterior, dado que normalmente nunca gano nada y tiendo a la flojera y al vicio de manera fácil.

El problema eran los fines de semana. Se acumularon más de cuatro semanas de no ver a mis hijos; comencé a extrañarlos. Abría el álbum de fotografías, y como un pusilánime, los conductos lagrimales se me humedecían.

¡Papiiiiii, tráeme un vasito de agua de limón, hace calor! No identifiqué quién de los verdugos gritaba. Mientras les llevo el agua, recordé a Tolstoi, padre de trece hijos que los abandonó para arrojarse a la literatura y el libertinaje. ¡Carajo!, y yo con sentimantalismos. Había desaprovechado la oportunidad de estar solo, en silencio, leyendo, viendo lo que me viniera en gana.

Los miro con resentimiento. Voy al camastro. Intento retomar la lectura pero estoy disperso. Bebo el cuarto vodka.

¡Deja de rascarte los huevos y ponte a pintar! -me dice Vago. Tiene una vocecilla suave. No estés chingando, tú no, digo y salgo a la terraza.

El viento es caliente. Está por anochecer y el cielo sigue azul. Afuera la vida parece tan normal, tan hermosa, pero soló hay muerte, miedo y paranoia. A escasos kilómetros de aquí, la policía –esos buenos para nada- han montado un retén en “defensa” de la salud del pueblo. ¡Vaya cosa!

Un soplo cruel proveniente del infierno me quita las ganas de seguir afuera.

¡Papaaaá, trae las toallas, ya queremos salirnos!

Saco a los rufianes del charco. El agua les devuelve el apetito. Los víveres se agotan de manera alarmante. Hace unos días, la alacena estaba llena de productos suficientes para alimentar una familia de diez miembros, gato incluido, por lo menos tres meses de la maldita pandemia.

Es el momento de ver películas infantiles. Tengo prohibido ver mis series, y si dormito viendo sus películas aburridas, me dan codazos y pellizcos. A la mente me viene una frase incompleta, no recuerdo a su autor: “Hijos, mascotas, televisión, domingos familiares. No es sencillo. No es sencillo volverse una buena persona”.

Por milésima vez veremos Wonder, la historia de un niño con el rostro deforme. Mis hijos la han visto tantas veces que se saben parte de los diálogos. Momento que aprovecho para recordar un episodio de Mad Men. Acostado en el diván, Don Draper –el personaje principal–hace una confesión a su psicólogo respecto a la relación que tiene con sus hijos: “cuando no están, los extraño, cuando están conmigo, ya quiero que se vayan”.

Nada más cierto.

La película termina tardísimo. Pero a quién le importa. Los horarios han sufrido cambios radicales. Las diez son como las ocho de la noche. Faltan bastantes horas para que regrese la tranquilidad. De diez a doce de la noche se vuelven a suscitar las riñas: es hora de recoger y hacer limpieza. Entre las dos y tres de la mañana, las luces se apagan.

Maldigo la hora en que volví a casa. Ellos también lo lamentan.

cat

IV

No puedo dormir. Llevo varias noches que sufro pesadillas. En plena madrugada albergo temores ominosos. Creo estar resfriado, siento seca la garganta como un desierto, y he comenzado a estornudar. Son las cuatro de la mañana. Prendo la luz. Bajo a tomar agua. La casa huele a pinol. Por fin, un profundo silencio. El gato me sigue de cerca. Me aplasto en el comedor. Abro el libro. ¿Qué lees?, pregunta Vago. ¿Ahora sí me vas a pelar? Es una novela de John Cheever. ¿De qué va? Trata sobre las tribulaciones carcelarias de un culto profesor, adicto a las drogas, llamado Ezekiel Farragut, condenado a diez años en la prisión de Falconer por homicidio.

Y bueno, como lo puedes imaginar, está más encerrado que nosotros, ha perdido todo, el amor de su mujer, el contacto con su único hijo. Para chingarla, es adicto a la heroína….Entonces, una mañana, el enfermero que le suministra la metadona –un medicamento para tratar el síndrome de abstinencia de opiáceos- estornuda. Para Farragut escuchar ese espantoso sonido fue una terrible y alarmante premonición. Si el enfermero termina en la cama por un resfriado, quizá no habrá nadie autorizado para repartir el calmante. Recordar una vida sin drogas era despreciable, cortar su inspirador trato con las sustancias, era enfrentarse a una muerte cruel y antinatural. Sabía lo que significan los mareos, el ardor en lo ojos, el temblor de manos, los sudores en el cuerpo; la abstinencia. Para que me entiendas, el sonido de un estornudo, para un opiómano, significa el dolor de la muerte.

Continúa, me ordena el gato. Espera, tengo ganas de…achuuu…, estornudo tres veces consecutivas en el ángulo interno del brazo. Perdón, digo.

Salvador, dice Vago, lo dice en tono de gato mamón preocupado: No chingues, ¿qué fue eso?

 

Imagen superior: Paula Vengeance/Flickr

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Salvador Munguía

De chiquito le dijeron que para trascender en la vida debía escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. Ya sólo le falta escribir el libro, plantar el pinche árbol y las ganas de trascender, pues ya es padre de Nicolás y Valeria. En la actualidad conduce un programa de rocanrol en Radio Nicolaita. No ha ganado premios literarios, tampoco ha sido becario. Ya no publica en ningún lado. Por cierto, olvidaba la peor de sus desgracias: es abogado

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