Sin duda, no existe espectáculo más vertiginoso y fascinante que el de dos espejos que se miran: la imagen repitiéndose por toda la eternidad. Metáfora del infinito que utiliza con frecuencia Jorge Luis Borges en sus cuentos y ensayos. Sin embargo, yo no he imaginado espectáculo más desolador que el de dos espejos que, en efecto, se miran, aunque sin repetir ninguna imagen, por completo vacíos: la pura reverberación de la nada. Espectáculo ciertamente imposible porque requeriría que ningún ojo humano lo contemplara.
Ese vértigo frente al infinito también lo conocían los filósofos. Las ideas pueden multiplicarse indefinidamente. Baste que recordemos las célebres aporías de Zenón de Elea que negaban el tiempo y el movimiento. La distancia comprendida entre el punto A y el punto B es imposible de ser recorrida porque se puede dividir en infinitos puntos y, ¿acaso alguien puede recorrerlos todos? Ergo el movimiento es una ilusión. O la argumentación sostenida en el Parménides de Platón, donde no se puede admitir la Teoría de las formas eternas, porque una forma o idea tendría que ser justificada por otra forma, y ésta a su vez por otra, y así hasta el infinito. O la siguiente aporía del genial Walter Benjamin: “el pensar del pensar deviene pensar del pensar del pensar (y así sucesivamente)”.
El infinito del pensamiento. No es un misterio que todas estas nociones de la filosofía occidental inspiraron a Borges en la escritura de sus mejores cuentos; uno que deslumbra por su ejecución y contenido es “La Biblioteca de Babel”, incluido en su conocido libro Ficciones. Un hombre recorre las estanterías hexagonales de una biblioteca infinita. Hacia arriba y hacia abajo se extienden galerías de libros que difieren solamente por una letra o un número. El hombre ha agotado toda su vida tratando de encontrar ese “libro total” que contenga todos los ejemplares de la biblioteca:
«Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito».
La fórmula que magistralmente usa el escritor argentino es la misma que sustenta el razonamiento de Zenón de Elea. Aquí es visible el recurso lógico del retorno ad infinitum, que ya había señalado Aristóteles, y que quiso liquidar en su Metafísica con la invención del concepto del Motor Inmóvil, esa instancia suprema o “Primera Causa Incausada” que detiene como por arte de magia el vértigo del infinito. Pese a la solución del estagirita, la intuición de la infinitud es una constante en las obras literarias, porque a final de cuentas el lenguaje puede ser expresado por un metalenguaje, y éste a su vez por otro. O como diría Valéry –citado por Enrique Vila-Matas–: “El infinito, querido, es bien poca cosa; es una cuestión de escritura. El universo sólo existe sobre un papel”.
Imagen: Hernán Piñera/ Flickr
También podría interesarte:
Libros en serio: la serie que desquiciará al mundo editorial