Por Raúl Mejía
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Por insondables motivos que no abordaré en este escrito, el teatro, como mero espectáculo en el jardín de la Nueva España, vive en dos ámbitos: el de las producciones que nos llegan de afuera con actores famosos y mucho marketing… y el real, el de los hacedores de teatro locales que sobreviven de becas, apoyos, programas de instituciones que llevan ese arte a diferentes puntos de la entidad como una forma de sobrevivencia.
Hay un ámbito rebelde: el de quienes mantienen las clásicas “trincheras de resistencia” ante el embate de… de… pues del mercado, del neoliberalismo, de la pandemia o de cualquier fuerza oscura (si usted, lector, entendió lo que quise decir, es que no me expresé con claridad).
Son dos escenarios -para usar la terminología ad hoc– sin puentes transitables: el primero, aún con dificultades complejas (y más en fase pandémica), tiene la ventaja de la frivolidad del público al que van destinados sus afanes: nadie se quiere perder una puesta en escena con un actor famoso. Pongámoslo así: si Yalitzia Aparicio decidiera relanzar a nivel mundial su fulgurante trayectoria actoral desde Morelia, no habría espacio con capacidad suficiente para albergar a las masas ansiosas por disfrutar el talento de esa señora (algunos se preguntarán “¿es actriz?”).
Es diferente cuando se trata de las propuestas de los venerables y provectos Fernando Ortiz, Manuel Guízar, Roberto Briceño, Alfredo Durán, Sergio Camacho, Carlos Arvide… o los emergentes, eternos y vitales Manuel Barragán, Nora Lucía Díaz, Erandi Alvarado, Paulina Rosas o Gunnary Prado. Con estas personas la situación se torna alarmante. Si su insistencia en vivir del arte no decae, es porque el amor es ciego o los “apoyos” no dejan de fluir.
El tema de la precariedad en ese oficio es añejo. Desde que tengo recuerdos nítidos (y los provectos arriba citados eran unos jóvenes enjundiosos) las quejas eran recurrentes, pero se vivía una etapa feliz con un gobierno más o menos generoso que soltaba el billete y las inefables becas eran venturosas formas de subsistencia. Aun así, les cuento, se podía contar con apoyos… pero la gente no iba al teatro hecho por los nativos de la región donde las palomas mensajeras a veces se detienen en su vuelo para echarse un break en el paraíso. No había poder humano que llevara al público a ver las puestas en escena de Rodrigo Villamil, por ejemplo (¿Rodrigo qué?) y de eso hace cuarenta años. ¡Ups!
Pues las cosas no han cambiado en ese rubro: los jóvenes deciden vocaciones artísticas, se meten a estudiar una licenciatura en teatro (o lo hacen de manera empírica) y podrán ser muy buenos, pero la gente no va a verlos. Los jóvenes de la década de los ochenta del siglo pasado dejaron de serlo, pero ahí siguen. Los jóvenes actuales recorren el camino y las cosas no cambian.
Recuerdo cuando se presentó en este jardín novohispano la obra de Tennessee Williams llamada Un tranvía llamado deseo con Diana Bracho en el papel estelar (Stella!!!!). El teatro Ocampo estaba hasta la mismísima madre. Lleno pues. Eso hizo refrendar la vocación cultural de esta ciudad… pero luego de esa función, las cosas siguieron su rumbo normal. Como si no fuésemos cultos (pero sí teatrales).
Es ocioso pero va: la gente va a ver a Diana Bracho e iría a ver a Yalitzia Aparicio porque atrás de esas personas hay una infraestructura de promoción capaz de crear referentes, de hacer productos de consumo popular (a veces con talento) que aseguran que ciertos segmentos de la sociedad respondan a la publicidad. En otras palabras, hay un mercado para esos productos que soporta a las empresas dedicadas al espectáculo (todo esto se escribe como si la pandemia no hubiese cambiado las circunstancias, claro).
Los michoacanos y la mayoría de la periferia nacional, podemos ir a ver a los famosos en obras de calidad (o sin calidad) pero es puro choro. En realidad, no somos el mercado de lo que decimos preferir. Díganlo, si no, los actuales protagonistas del teatro en Michoacán que cuentan, para su promoción, con las famosas “muestras de teatro” de cada año. ¿Sirven de algo? ¿llevan público a los recintos creados para tal efecto?
Lo dudo.
Dando por hecho que la calidad campea por estos lares, es extraño que el impacto de poner El Rey Lear en El Corral de la Comedia, con Fernando Ortiz en la dirección y Manuel Guízar como el rey vetusto no haya convocado al público como para pagar con solvencia a los actores e incluso se haya suspendido una función por falta quorum. ¿Acaso no son famosos a nivel local? Pues sí, pero no. Habrá quien diga que prefieren poco público (pero conocedor) que mucha raza sin credenciales. La verdad es que se requiere de un espectáculo de calidad y público que lo financie.
No sé si esas dos condiciones, en general, se cumplen en Morelia.
No importa si el quehacer actoral se lleva a cabo en medio del capitalismo liberal (en liquidación retórica), el socialismo, el guadalupanismo, en el paraíso celestial, en el infierno, en la izquierda o en la derecha. Esto es de mercados que sostengan las propuestas y eso, en tierra purembe, no se ha conseguido porque las instituciones dedicadas al fomento, promoción, capacitación y todos esos terminajos tan lucidores cuando se trata de lo cultural, están dedicadas a complacer a quien los puso a “salvar a las artes” y no en leer las circunstancias en que esas actividades se llevan a cabo y actuar en consecuencia. Esos funcionarios van vestidos con ropa tan fina que los plebeyos no logran captar la calidad de los diseños y los ven desnudos. Pobres.
2
La ligera reflexión de arriba fue motivada por la inauguración del teatro Matamoros. Por fortuna se terminó antes de que la reina de Inglaterra -y lugares dispersos en otras partes del planeta- abdique en favor del inconmovible Carlos o el buen William.
Este teatro costó todo el dinero que uno quiera imaginarse y fue una ingente fuente de ingresos para un holgazán como Cuauhtémoc Cárdenas Batel y sus amiguitos que fueron puestos como escrutadores del buen uso de los dineros del pueblo invertidos en ese elefante blanco. Al final, Temo fue despedido de su función de vigilante del buen uso del dinero y éste, conforme a derecho, demandó al gobierno por el latrocinio.
Se necesita ser un parásito para hacer eso, pero ese junior lo es.
Y bueno, ya tenemos teatro. La pregunta es si se necesitaba otro teatro o ese teatro. Para quien esto les chismea, ninguna de las dos opciones, porque ese recinto se usará (si acaso) para puestas en escena de artistas famosos que garanticen un ingreso para pagar a quien trapea, barre, vende boletos y paga actores con fama… pero no para los que a diario andan atrás de la chuleta poniendo obras que nadie acude a ver por, al menos, dos motivos: no tienen calidad o nadie los conoce.
Pero hay una actividad adecuada para recintos así: para convenciones (si la pandemia lo permite), entrega de cartas de pasante o informes de gobierno.
Con el costo de construcción del teatro Matamoros, bien pudo seleccionarse a tres o cuatro actores con talento y, a mediano plazo, meterlos en producciones de calado nacional y con ello diseñar referentes actorales que “jalen” a otros aspirantes a actores de calidad, pero no. Es mejor primero hacer el teatro y -si se puede- soslayar el talento que sigue en la precariedad.
Un ejemplo: la trayectoria y el éxito de Tere (O Teresita) Sánchez no fueron obra de las estructuras ex profeso (en Michoacán), sino de proyectos aterrizados por personas y grupos fuera de Michoacán.
Si la Tere ha conseguido premios como el Ariel a la mejor coactuación femenina y el Ariel a la mejor actriz por películas como El verano de Goliat (2010), La camarista (2018) o Fauna (2020) no es por el apoyo de estructuras locales, sino a pesar de ellas.
Algo no hemos sabido hacer, pero eso a nadie le importa.
Pero ya tenemos teatro nuevo.
Foto: Chema Concellón/ Flickr
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