Por Raúl Mejía
Para Adriana Pineda con un abrazo bien fuerte (al rato voy a verte)
Anna Ajmátova es uno de esos nombres escuchados alguna vez en boca de algún amigo a amiga con ínfulas o credenciales intelectuales y uno, recién llegado al código postal de las ínfulas y aspirante a practicarlas, lo anota mentalmente hasta el día de la epifanía reveladora: toparse con un poema de esa mujer.
A mí me pasó. Fue hace décadas. En una revista rete famosa e importante llamada Vuelta y comandada por el mismísimo Octavio Paz. Ahí leí el primer poema de la rusa ilustre. El manual de buenas maneras prescribe decirles algo como “lo leí y quedé pasmado”, pero no. Ocurrió algo modesto: me gustó. Mucho. Basta un encuentro con una persona interesante y con eso el azar hace su parte para ponernos en la vereda de las coincidencias. Eso me pasó. La Anna y sus amigos se fueron convirtiendo en amigos míos.
Poco sabía de su vida e infortunios. Lo normal, digamos: sobrevivió a la época del padrecito Stalin; pudieron desaparecerla o simplemente ejecutarla (un deporte preciado por el famoso Koba/Stalin) pero el dictador le condenó a algo peor: a vivir la pérdida casi sistemática de sus seres queridos. Esposo, su hijo, amigos. Fuera de eso, poco sabía de esta mujer. Pasaron muchos años para enterarme de otros detalles pero el ambiente brutalmente represivo del régimen estalinista me resultaba cada vez más conocido sobre todo a partir de dos libros: Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn y, más recientemente, uno de Martin Amis: Koba el temible. La risa y los veinte millones.
Este último me impactó más.
Hace un par de semanas, un amigo ya infulado llegó a mi casa en el formato “dame asilo por una semana”. Por esos días yo estaba bien metido en la lectura del libro de otro amigo: Alejandro Salafranca. Este chamaco publicó recientemente, en mancuerna con Tomás Pérez Vejo, un volumen de lo más interesante: La conquista de la identidad. México y España 1521-1910 (Editorial Turner Noema) y hace un recuento de la obra pictórica en donde se alude (o debió aludirse) a la conquista de México y nomás no se hizo.
Todas las batallas gloriosas del reino español están suficientemente documentadas, pero de la incursión en tierras aztecas o peruanas poco se tiene en marcos y museos. Los motivos de esa omisión y mis reflexiones al respecto se las dejo para otra entrega. Baste decir lo siguiente: la ausencia de registros al óleo de ese acontecimiento son escasos porque a los españoles de la época les causaba urticaria ser conocidos como conquistadores; preferían ser considerados evangelizadores.
Hay una gran diferencia.
Y bueno, en ese trance lector me encontraba cuando mi amigo peticionario de asilo semanal me entregó El expediente Anna Ajmátova de Alberto Ruy Sánchez (Ed. Anagrama). Lo recibí con beneplácito y prometí leerlo apenas diera cuenta del libro de Alejandro, pero ya saben, entre una leída al libro de asuntos pictóricos e identitarios y una ojeada al de Ajmátova ocurrió lo predecible. Sucumbí a la presencia de Anna y me decanté por sus encantos.
Eso pasa cuando se cruza la pasión y todos lo sabemos: las pasiones no se analizan; se obedecen o, dicho de manera coloquial, sacra y cristiana: “Ave María, yo no quería… Padre nuestro ¡qué bueno está esto!”
El libro de Ruy Sánchez es muy raro (las voces narrativas a lo largo del texto son una fuente rica en confusiones resueltas al final, como siempre) y no se sabe si estamos ante una novela, un reportaje o un documental. Es una narración “escrita en cortezas de abedul”. Cada capítulo cabe estrictamente en una página del libro, la extensión de las cortezas de ese árbol usadas por muchos confinados en los gulags soviéticos para dejar testimonio de la atrocidad estalinista. Así entonces, “la poesía de Anna circulaba entre los árboles”.
Bella imagen.
El chisme va así (no hay spoilers): Stalin, obsesionado con Anna, encarga a Vera Tamara Beridze (por cierto, esta chica sale en otro libro de Ruy Sánchez: Los sueños de la serpiente) la misión de hacerse amiga de la poeta. La consigna era conocerla de manera “amplia, cumplida y bastante” para luego ser informado, con detalle, de cada intersticio de la vida de la poeta con el fin de tener elementos para seguir haciéndole la vida imposible… por cierto, lo logró con creces.
En el lapso de esa misión, Vera, admiradora secreta de la Ajmátova, cumple a medias el cometido y cuando es descubierta se procede al trámite burocrático de enviarla a Siberia, en donde se pone a escribir en las cortezas de abedul expiando la culpa de haber traicionado a su amiga.
Así, nos enteramos del entorno político-cultural de la etapa previa al estalinismo (aunque no sólo de esa etapa, claro) y la relación de Anna con los amigos reunidos en un edificio conocido como La Torre, en donde se diseñaban planes para cambiar el mundo (poéticamente hablando) y en un antro llamado El Perro Vagabundo. Pongo el término “antro” en cursivas porque la acepción actual de esa palabra está vinculada a espacios incluso exclusivos y a veces hasta para puro especimen VIP. En el tiempo que se desarrolla en el libro de Ruy Sánchez, un antro estaba vinculado -entre otras cosas- a “la bohemia”.
En el Perro Vagabundo se iba a escuchar a poetas y artistas. Se bebía, se discutía y se aprendía. Sobre este tema, otro amigo que responde al apelativo de Jorge Bustamante, compiló anécdotas, historias y chismes en su libro El sótano del Perro Vagabundo. Memorias de escritores rusos (¡Ay, sí, tengo amigos de alto pedorraje!). En ese antro, les decía, quien tenía algo relevante por decir y muchas ganas de beber, divertirse y pasarla bien, debía asistir. Por ahí vemos, atribulados y contentos, a Mayakovsky o a Ossip Mandestam por citar a dos de los más conocidos. Chance hasta el mismo Nikolai Bujarin se dio una vuelta por ahí.
Este antro, por cierto, se abrió nuevamente allá por el año 2001… pero seguramente bajo el formato VIP.
Por otra parte, la curiosidad voyeurista de algunos lectores -me incluyo entre esos seres- se sublima al conocer detalles de la vida amorosa y pasional de Anna (intensa y variada) pero destaca su amorío con el famoso Amadeo Modigliani, a quien conoce en una tertulia y queda encantada con el escultor -bien conocido por su carisma entre el sector femenino de Paris y barrios circunvecinos. La Ajmátova tenía un atractivo imposible de ignorar entre los machines de la época (hasta la fecha, incluso) y Amadeo no se hizo el desentendido.
Cuando se puso al lado de la poeta, los amigos ahí reunidos se solidarizaron con el marido ausente de la reunión y se sintieron en la obligación de alertarla del peligro (ver lo referente al carácter obligatorio de cumplimentar las pasiones) pero para ese tiempo, Anna ya estaba consciente de su personalidad y sapiencia femenina. Decidió desdeñar las advertencias. Cito unas líneas de la Ajmátova tomadas de las cortezas de abedul: “un hombre que escucha más de lo que hablaba era raro entonces y sigue siéndolo”.
Muchas fueron las pasiones de Anna Ajmátova y todas de una calidad digna del recuerdo perenne, pero la de Modigliani fue cosa aparte. El escultor murió de tuberculosis en 1920 y Anna en 1966. A la respetable edad de setenta y siete años (1958) y casi medio siglo después de su artística y pasional experiencia con el Amadeo, la poeta escribió: “Modigliani fue el único hombre en mi vida que a cualquier hora, de cualquier día, sigue apareciendo al pie de mi ventana. Yo lo acepto sin reservas y él nunca sabe que lo observo”.
Cuando leí los pasajes de las dos citas consignadas arriba, recordé el párrafo de un libro de Milena Busquets (Hombres elegantes). Imagino la escena de una pareja en la etapa del hastío amoroso. Cuando una de las partes se pregunta dónde quedaron esos sublimes sentimientos del surgimiento del amor. Están comiendo, entonces surge la reflexión femenina: «El peor momento de una relación de pareja es cuando un día, de repente, sin querer, piensas “Dios mío, este tío es tonto” y sigues comiendo la sopa tranquilamente».
Anna lo sabía, pero nunca consideró a su marido, Nicolai Gumiliov, un bobo. Para ella las cosas eran un poco diferentes a esos lugares comunes y cuando compara las experiencias vividas junto a Modigliani, el esposo sale matizado así: (Amadeo) “me preguntó qué conocía de la ciudad y ahí me di cuenta de que todo aquello que para Nicolai era luminoso, los grandes boulevares, la ópera, la aristocracia y sus rituales, la tienda donde vendían las pistolas Le Page para los duelos, la moda, los perfumes, los grandes restaurantes, se resumía en una palabra: ostentación”.
El expediente Anna Ajmátova es también una alerta sobre los absolutismos, sobre el “no hay más ruta que la nuestra” y el pensamiento único (o peor: tener la convicción de “tener la razón”; si es de Estado, mejor).
La “verdad única” esgrimida por el padrecito Stalin y su intento de construir el paraíso de los trabajadores soviéticos (y, en su momento, los de todo el mundo) no se detuvo en detalles. Recuérdese la frase estaliniana: “una muerte es una tragedia; un millón de muertes es una estadística”.
Koba no dudo ni un segundo en asesinar a quienes pensaban diferente.
Es más: no era necesario “pensar diferente”, bastaba con ser parte de “los otros”.
Si pueden y les dan ganas, lean esta novela (porque una vez llegado a esta línea decidí que era una novela que parece documental o reportaje… pero novela sin duda).
Está rete entretenida, se los juro.
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Y para no perder la costumbre, les pido que si tienen ganas, lean dos de los libros que tengo en la plataforma de Amazon. Abajo los links. No están caros y creo les resultarán entretenidos. Gracias.