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Una de las peores tragedias como fanático del rock and roll es enfermarte unos días antes de que llegue ese concierto tan esperado. Pasaban las horas y la garganta no cedía. Ni pastillas, ni té ni la fe podían con la irritación. El jueves 19 de mayo The Strokes volvía a la Ciudad de México y no importa con cuánta anticipación haya comprado el boleto, una posible infección estaba a punto de estropearlo todo.
Llegó el día y antes de partir ingerí tazas y tazas de té a altas temperaturas. Recurrí a todo tipo de sabores e ingredientes: manzanilla, canela, miel, propóleo y una especie de Theraflu de Farmacias Similares. Nada. Al final fue más fácil optar por el autoengaño y tratar de convencer a la mente a través de esa frase tramposa: “Ya me siento mejor”.
Mientras viajábamos en una de esas camionetas que salen todos los días a la capital y que son igual de baratas que incómodas, pensaba en los años de secundaria. Las épocas en que intercambiábamos discos piratas de bandas de rock que comenzábamos a descubrir gracias a MTV o a nuestros hermanos mayores.
En uno de esos recesos en la Federal 3, mi amigo Adrián me dio un CD que no tenía otra portada más que unas letras pintadas con plumón: “The Strokes… Is this it”. La mitad del disco estaba rayado o saltaba abruptamente de una canción a otra, pero había tres temas que se salvaban: Is this it, New York City Cops y Last Nite. Para mí era más que suficiente.
Ya en preparatoria, en pleno apogeo de Mixup, me pude hacer del Room on Fire, un disco que fue capaz de superar al primero, pero sobre todo, que dio señales de que The Strokes estaba listo para marcar a nuestra generación. Con mi compañero Augusto recorríamos la prepa 1 con pantalones y converse rotos, tratando de imitar el estilo de Julian Casablancas y Fab Moretti.
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Diecisiete años después estaba frente al Foro Sol y sé que no me lo van a creer, pero les aseguro que esa cerveza previa que me tomé antes de ingresar al recinto mejoró notablemente mi condición física. Como si de un acto de caridad se tratara de parte de mi garganta, comencé a tener más voz y la irritación disminuyó.
Y ahí estábamos con Fabián y Cristina, mis amigos del barrio. Pasaban las diez de la noche y sabíamos que era cosa de minutos para reafirmarnos que de alguna manera nunca hemos dejado de ser adolescentes. Y que, con sus pros y contras, todos los días le montamos una batalla a la adultez.
El logo tradicional de la banda apareció en la pantalla, las luces se apagaron, vinieron los gritos de un montón de treintañeros y el lugar terminó por explotar. Sin tiempo para comenzar a asimilarlo, inesperadamente retumbó Bad Decisions mientras un juego de luces psicodélicas acompañaba a los músicos. Julian Casablancas llevaba unas gafas oscuras a lo rockstar y una actitud que dejaba en claro que la juventud habita en el espíritu.
El repertorio de la banda neoyorkina fue impecable. El acomodo entre canciones históricas y las del destacable The New Abnormal fue un acierto que más de cincuenta mil voces lograron disfrutar. Al setlist se sumaron sorpresas como At the door, Between Love and Hate y la nostálgica Under Control.
Una hora y media resultaron insuficientes para los años acumulados de lealtad a una banda. Pero que quede claro: nadie parecía estar insatisfecho. El “ole, ole, ole, ole, The Strokes, The Strokes” y la tonada post concierto de Take it or leave it son pruebas contundentes de ello.
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Parecía que la noche terminaría por ser redonda, pero al monstruo del Distrito Federal no le puedes regalar ni un solo minuto de confianza. Al momento de salir por el acceso principal del Foro Sol, comenzaron empujones sospechosos e innecesarios. Cuadras más adelante me percaté de que mi celular ya no estaba en el bolsillo del pantalón. Mi reacción fue tardía, para esos momentos seguramente mi atracador ya se vanagloriaba en alguna estación del metro.
Me dio el bajón y no tanto por el móvil que prácticamente ya no valía nada, sino por la sensación de haber sido ultrajado de una manera tan inocente. Fue como cuando a un niño que se le quita una golosina. Pero tampoco mentiré, a los pocos minutos el trago amargo se esfumó gracias al trabajo arduo y noble que realizó el Black and White por el resto de la noche.
Con la resaca, el poco dinero, los malestares físicos y la derrota de haber perdido absoluta conexión con el mundo, lo más racional hubiera sido volver a Morelia con la carga moral de “no lo vuelvo a hacer”. Pero yo soy más adepto a las curvas, a las malas decisiones y a llevar tatuado en la piel eso que decía Charles Chaplin: “Me gustan mis errores, no quiero renunciar a la deliciosa libertad de equivocarme”.
Ese viernes San Martín de las Pirámides, Estado de México, nos esperaba. Íbamos a conocer a la familia de Fabián, a comer para el bajón y tomar caguamas con la misión de conectar. Los rituales nacieron para respetarse. Pero también era una jornada en la que pude hacer una de las pocas cosas que medianamente sé y me agradan de esta vida: hablar de música. Ahí, en medio de rocas de miles de años, Don David me presentó sus Lp´s de progresivo y me contó de la atrabancada presentación de Queen en la ciudad de Puebla. De cómo, pese a todo, hasta el día de hoy lo guarda como el mejor concierto de su vida.
En ese punto, donde para muchas miradas mi viaje a la Ciudad de México pudo ser calificado más como una experiencia fallida que positiva, entendí que para las personas como Don David y como yo, el rock and roll no es diversión, sino un compromiso. Luego vendrían más bolsitas de té, pastillas de propóleo y el tiempo justo de alistar la garganta para la próxima cita. Total, para alivio de ustedes y de mí, ésta es una columna y no un podcast.