La sección de largometrajes mexicanos en competencia del FICM es una buena manera de medir el pulso cinematográfico del país. A lo largo de estos años hemos visto como en cada edición predominan ciertos temas: la migración, el narcotráfico, los pueblos indígenas, el desarraigo cultural, las desapariciones forzadas o la violencia de género. Zapatos rojos (2022) de Carlos Eichelmann Kaiser se inscribe en este último rubro, aunque el director potosino, presente en Morelia para el estreno de su película, asegura que en ningún momento intentó hacerlo desde un enfoque político o sociológico, su visión, asegura, es más íntima y personal.
De hecho, el guion se gestó a partir de una anécdota muy diferente. Mientras Eichelmann veía un documental sobre mineras canadienses en territorio mexicano, quedó fascinado por la presencia de un ejidatario coahuilense llamado Eustacio. Fue a partir de su persona y de su entorno como se fue tejiendo esta historia de un ranchero que se entera de la muerte de su única hija y debe ir hasta la capital del país para hacerle un entierro digno.
Desde las primeras escenas vemos como un grupo de mujeres jóvenes viajan por carretera, el silencio y la lluvia sugieren que algo malo va a suceder. Mientras tanto, Eustacio atiende su parcela bajo un sol inclemente en un pueblo triste y polvoriento. El carácter de Tacho, como es conocido el anciano, es tan duro como el desierto, parco e inexpresivo. De hecho, su primera reacción al recibir la noticia, es quemar la carta en donde le anuncian la muerte de su hija.
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La llegada a la capital, con una maleta bajo el brazo y su inseparable sombrero encajado en la cabeza, hace más evidente el contraste entre el campo y la ciudad (“¿cómo es que alguien del norte llega por la Tapo?”, dijo una persona en la sala). Detalles técnicos aparte, es justo ahí donde comienza a caerse un poco la película. La llegada al hotel barato y el primer contacto con una prostituta son el punto de partida de un relato que se vuelve kafkiano.
La pesadilla burocrática (“pase a la ventanilla tal”, “híjole, así no se va a poder”, las palabras de una insufrible oficinista), toma el lugar de las imágenes que expresaban por sí mismas el sentir del personaje en el primer tramo de la película. Se entiende que la ciudad en sí misma es un personaje, caótico, vibrante e inesperado, pero en esa parte del metraje la interacción del protagonista con las personas que le rodean se siente forzada incluso para el registro que tenía desde el principio.
Damiana (Natalia Solián), la joven trabajadora sexual que simpatiza con Tacho, encarna las características antes mencionadas de la ciudad, debido a su edad y actitud, marca un nuevo contraste en la narración. Pero a pesar de sus diferencias, Damiana y Tacho comparten un sentimiento: la culpa. Como dice el viejo campesino, ante la imposibilidad de enterrar a su hija como es debido: “todas las cosas importantes que hacemos, las hacemos tarde”.
La ópera prima de Carlos Eichelmann es un intento respetable y breve, aunque, salvo mejor opinión, insuficiente. Hay que recordar que se estrenó en la sección Orizzonti Extra de Venecia antes de llegar a la de largometrajes en competencia del FICM y se espera que el año entrante pueda llegar a la cartelera nacional.