Llegué a Querétaro sin saber qué esperar realmente. Con el disco Combat Rock de The Clash sobre mi mano, caminé por las calles del centro de la ciudad tratando de asimilar lo que iba a vivir durante el fin de semana. Desde que me enteré, casi por casualidad, que Paul Simonon estaría en la edición 2023 de Hay Festival, no fueron pocas las veces que mi mente quiso sabotearme. “¿Y si se trata de un evento falso?”, me preguntaba en las semanas previas.
Está claro que no todos los días se conoce a uno de los tres miembros que sobreviven de The Clash, pero lo que se ofrecía en un lapso de 48 horas simplemente rayaba en lo inimaginable para cualquier fan de la “única banda que importa”. El sábado, Paul Simonon aparecería en el Teatro de la Ciudad para tener un conversatorio con el biógrafo del rock, Chris Salewicz. Para el domingo, cerraría el festival con un concierto de su nuevo proyecto Galen and Paul, en el que se acompaña de la artista británica Galen Ayers.
En medio de la calurosa tarde de Querétaro y con una ligera resaca, tomé consciencia de un dato que, hasta ese momento, me había pasado desapercibido: iba a ser la primera ocasión en que un integrante de The Clash ofrecería un concierto en México. En julio de 2002, Joe Strummer, vocalista de la banda, estuvo a punto de hacerlo con su proyecto de The Mescaleros, pero aparentemente la baja venta de boletos orilló a la cancelación del evento.
Con esa idea totalmente clara, me apresuré a terminar mi cerveza y tomé camino directo al Airbnb para dormir tres horas sin ningún tipo de interrupción. Si iba a estar frente a un suceso musical histórico, tenía que hacerlo lo más entero posible.
En la intimidad
Los dos locos que veníamos de Morelia arribamos al teatro con una hora de anticipación. Éramos terceros de la fila y tan solo a unos lugares atrás, se situaban amigos de Guadalajara que conocimos, en parte, por el amor a los Clash.
Tuve una dualidad de emociones. Por un lado me sorprendía que el lugar no estuviera abarrotado para ver a una leyenda del punk. Por otra parte, mi egoísmo sonreía ante la certeza de que se trataría de una charla casi íntima.
El inicio de la conversación se retrasó y el tiempo lo aproveché para observar a cada una de las personas que paulatinamente se formaban. Algunos llevaban consigo discos vinilos, otros lucían sus playeras de The Clash y hay quienes figuraban como punks a la distancia sin que tuvieran la necesidad de hacerlo saber.
Había los que en su rostro proyectaban más de 60 años, unos más que aparentaban juventud casi adolescente y estaban los que rondaban en los 40 años. A diferencia de muchas bandas, los Clash tienen la particularidad de haber trastocado, en el buen sentido de la palabra, la vida de las personas.
Alguna vez le preguntaron a Joe Strummer cuál había sido el mejor regalo que le había dado un fan. No dudó en responder que el hecho de que la gente se le acercara para decirle que su música les había cambiado la manera de percibir el mundo.
Sin importar si eres primera, segunda o tercera generación, para muchos de nosotros ser un Clash se convirtió en un estilo de vida que parte de la música, pero que va más allá. Es una cosa de principios que intentamos aplicar en nuestra cotidianidad, aunque muchas veces fallemos en el intento.
Y aparecieron
Paul Simonon apareció sobre el escenario y de inmediato los aplausos y vitoreos retumbaron en el teatro. El exbajista de los Clash lucía un traje color chocolate con líneas beige, una camisa blanca desfajada y unos tenis que complementaban la comodidad británica.
El periodista Chris Salewicz comenzó el conversatorio hablando sobre Galen and Paul y el cómo tras levantarse las restricciones de la pandemia, Simonon decidió vivir un tiempo en Mallorca, España, donde dedicó el tiempo a pintar, pero también a recolectar sonidos que encontraba a su paso.
Ahí, en medio de un pueblo pesquero, se reencontró de manera circunstancial con Galen Ayers, multiinstrumentista que, gracias a su padre Kevin Ayers, desde temprana edad aprendió a escribir música y componer. La fusión de ideas con Paul, derivó en un primer disco que lleva por nombre Can we do tomorrow another day?, el cual fue producido por Tony Visconti y presenta canciones tanto en inglés como en español.
Por poco más de una hora, Chris y Paul repasaron lo que fue la experiencia del músico al haber compartido estudio y escenario con Damon Albarn en los proyectos de The Good, The Bad and The Queen y Gorillaz.
También hubo tiempo para hablar sobre la infancia de Paul y de sus escapadas de la escuela para observar clases de cocina por televisión. Respecto a su adolescencia, el músico profundizó en la experiencia de haber vivido en Okupas y la manera en que conoció al que sería el guitarrista de The Clash, Mick Jones, y posteriormente a Joe Strummer.
Justamente sobre Strummer, compartió que lograron una amistad que fue más allá de los escenarios, ya que incluso en temporadas vacacionales solían viajar juntos. “Cuando me enteré que Joe había muerto me sentí demasiado triste, pero al mismo tiempo afortunado por todo lo que habíamos vivido”, expresó ante un público que no pestañeaba.
Dentro de las curiosidades que reveló, Paul Simonon relató aquel episodio en que Mick Jones se negaba en un principio a que la portada del mítico London Calling fuera la fotografía en la que él aparece estrellando su bajo contra el suelo. El resto, es historia.
¿Dinero?
Uno de los momentos que generó mayor impacto, fue cuando Simonon describió que en algún punto de su carrera la disquera les destinaba una limusina para que hicieran uso de ella, pero fiel a su estilo, The Clash decidió utilizarla para trasladar maletas. “Nunca nos importó el dinero, lo que realmente nos interesaba era hacer buena música”, resumió para dar a entender cuál era la esencia del grupo.
Ya sea por el nerviosismo o una señal de respeto, al finalizar la charla nadie tuvo el valor de acercarse al escenario para pedir que Paul firmara alguno de los objetos que teníamos en nuestras manos. Nos quedamos inmóviles y ante la duda, el músico se perdió detrás del telón.
Estábamos satisfechos, no podíamos pedir más porque sabíamos que éramos afortunados. Pero la noche todavía tenía reservada una sorpresa. Al salir del teatro, observamos una multitud que se aglutinó en una esquina, corrimos como si se tratara de una competencia atlética y ahí estaba: el mismísimo Paul Simonon repartiendo autógrafos y fotografías.
La firma
El personal de seguridad del festival exigía desesperadamente a los fans que no tocaran al músico y mucho menos que lo abrazaran, pero el británico ignoraba rebeldemente las palabras de los escoltas involuntarios y en todo momento accedió al contacto con el público.
Como pude, me fui colando entre la gente y con una voz temblorosa y un inglés absolutamente descompuesto, le pedí que firmara mi Combat Rock. Ante el gesto, no puede más que decirle un Thank You que en realidad no solo agradecía el autógrafo, sino que también rendía tributo a tanta música y arte de su parte.
Totalmente eufórico, me abracé con Álvaro, mi amigo de Guadalajara. “¡Misión cumplida, misión cumplida!”, me decía mientras sostenía una bolsa llena de discos de vinilo. Con una alegría inconmensurable, nos dirigimos al bar más cercano a emborracharnos. Así lo hubieran querido los Clash.
El concierto
La espera se hizo eterna. Era domingo y matábamos el tiempo caminando por las calles de Querétaro, introduciéndonos en el Museo de Arte, dormitando por ratos, comiendo y apurando al reloj. Decidimos que beber en exceso no era opción, pues se corría el riesgo de que al día siguiente nuestros recuerdos fueran nebulosos, pero sobre todo, que la vejiga nos traicionara a mitad de concierto.
Tomamos todas las precauciones necesarias y con más de una hora de anticipación, llegamos al teatro. Éramos los primeros de la fila y nadie nos despojaría de ese privilegio. En cuanto se abrieron las puertas, corrimos pese a la advertencia de no hacerlo. Ahí estábamos, en la línea de enfrente.
Se apagaron las luces del recinto y apareció Galen Ayers, Paul Simonon y tres músicos soporte originarios de Querétaro que pertenecen a la banda Pila Seca. Sin pensarlo y como una reacción instintiva, me puse de pie y agité los brazos. Al primer acorde de Lonely Town, un nudo en la garganta me tomó por asalto.
La banda hizo un recorrido íntegro de su primer trabajo discográfico. Galen Ayers marcaba un registro vocal que a todos dejaba boquiabiertos y cuando miraba directamente al público, no se podía hacer otra cosa más que sonreír.
Paul Simonon estaba en lo suyo. Con la guitarra sobre su pecho, recorría el escenario con sus tradicionales movimientos, rasgueaba como si esto fuera 1977 y la mirada era la misma que cuando tocaba Rock the Casbah. Al voltear a ver a mis amigos, me di cuenta que estaban tan extasiados como yo.
La explosión de la noche vino con esas primeras notas del bajo que hicieron que Paul se apoderara del micrófono para cantar The Guns of Brixton. Para ese momento, decidimos mandar al diablo las pueriles reglas del personal del festival y todos de pie convertimos el teatro en el Clash city rockers.
Esencia intacta
En 45 años muchas cosas han cambiado, pero hay esencias que no se pierden. Con un instrumento encima, Paul demostraba que, una parte de él, seguía intacta. Existen necios que se aferran a vociferar que el punk está muerto, pero como el mismo Simonon lo había dicho un día antes, se trata de una actitud en la que vas y cambias algo sin esperar a que alguien más lo haga. Es una música de reacción ante los entornos sociales.
Al agonizar la velada, el público se mantuvo de pie para aplaudir y fue el momento en que aproveché para acercarme discretamente al escenario, calculando qué podía llevarme de recuerdo. Galen Ayers ofreció parte del setlist y esos segundos de ventaja que tenía sobre los demás, me hicieron acreedor al tesoro invaluable.
A las afueras del lugar, nos abrazábamos y simplemente expresábamos un “¡A huevo!” que lo explicaba todo. Decidimos que lo mejor era meternos a una cantina que también se negaba a dejar morir el fin de semana. Con vasos de cerveza y tequila, sonreímos el resto de la noche como idiotas, sabiendo que llevaría tiempo procesar todo lo vivido.
Un lunes feliz
A mi cuerpo le debía muchas horas de sueño. Físicamente estaba devastado. Arribé a Morelia a eso de las 7 de la mañana y sin escala alguna, me dirigí a trabajar. Durante el camino en el transporte público, seguía repasando detalle a detalle la visita de Paul Simonon.
Por mi mente, sonaba la canción Mi camino de Galen and Paul y esa premisa que hace sobre que “la vida es corta para hacerla una autopista”. Bajé de la combi con un entusiasmo inusual y me di cuenta que ya no recordaba cuándo fue la última vez que había sonreído en lunes. Estaba retrasado para el trabajo, pero opté por hacer lo que delicadamente canta Ayers: frené para contemplar lo que me hace acelerar.
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