Por Raúl Mejía
Primera de cuatro partes
Siempre me ha parecido entre simpático y extraño cuando algunos amigos están hablando de alguien y antes de empezar a narrarlo, sueltan el nombre de esa persona. Entiendo que en algunas ocasiones es necesario saberlo para lograr los ansiados “efectos especiales”. Me explico: si el sujeto de quien están hablando se llama Luis González y lo pillaron con una traicionera mancha en los pantalones, es esencial saber si se habla del Luis González que todos conocemos o es un Luis equis porque hay muchos luises con incontinencia urinaria pero un solo Luis verdadero (y González).
Me refiero, pues, a esos amiguitos y amiguitas que antes de informar algo sobre alguien se sienten obligados a dar el nombre completo de esa persona. No porque el apelativo sea esencial para el relato, sino por algo banal: el nombre se escucha importante, exótico, eufónico o apantallador. No es lo mismo un nombre que otro. Va el ejemplo. Decir “ayer hablé media hora con Lucrecia Goiticoechea” es radicalmente diferente a decir “ayer hablé quince minutos con Lupe López”. ¿Por qué? Simple: el apellido vasco, en zona tropical, trastoca; López, no. ¿Qué sigue? Obvio. Alguien debe preguntar quién es la tal Goiticochea y eso le da oportunidad al otro de ampliar el apantallamiento: “Es directora de proyectos espaciales de la NASA en Morelia”. No importa lo que Lucrecia habló con nuestro amigo. No. Importa que fue ESE apellido quien se ocupó del infeliz. Un provincianismo delicioso.
Segunda de cuatro partes
Recuerdo algo ocurrido hace años. Me encontraba en una comida para darle la bienvenida a mi entrañable amiga de toda la vida, la inmarcesible Brenda Pomaire Valdivieso, recién liberada de la cárcel luego de cinco años, cuatro meses y dos días entambada en el famoso penal de Wad Ras en Barcelona.
Me conmocionó la noticia de su arresto cuando lo leí en las benditas redes sociales y en la versión digital de El País. Me quedé estupefacto. Tanto me afectó, que cinco meses después me apersoné en la famosa prisión para escuchar los gimoteos de mi amiga y confortarla. Ahí me contó todo: fue objeto de una treta infame de su socio más querido en el apasionante mundo del mercado de futuros. ¡Ay, amigos y amigas, háganme caso! Se los digo por su bien: no se metan a ese enjuague porque el futuro no es muy serio en sus cosas (y si se trata de asuntos bursátiles, menos). Mejor metan su lana a los famosos CETES, ideales para sujetos y sujetas timorates. No hay pierde con ese instrumento de inversión y de paso apoyan al gobierno en sus crecientes tribulaciones financieras. (Vuelvo al tema que me ocupa).
Como les decía, luego de poco más de un lustro, Brenda Pomaire Valdivieso (¡joder, debo dejar de decir completo su eufónico nombre!) demostró su inocencia y nos la regresaron un poco cambiada: ingresó con una espléndida cabellera pelirroja con imponente 1.75 de estatura y nos devolvieron a una mujer con una mata de pelo blanco como la nieve y cuatro centímetros menos de altura. La Brendis salió, eso sí, con una idea fija en la mente: reconquistar el nicho de mercado de futuros en el bajío mexicano… y lo está logrando.
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En esa comida en donde sólo conocía a cinco personas (obviamente a Brendita) andaba como chile en comal sin lograr insertarme en ninguna conversación de manera plena. Hice un escaneo visual de la concurrencia y lo asumí: puro humanoide aburrido me rodeaba. Mi destino era pasar desapercibido y decidí acercarme a la barra para ver cuál era la oferta de bebidas ultramarinas. Chequé la situación y sí, todo a la altura de las expectativas. La disyuntiva, sin embargo, era compleja: “¿Qué hadré?” -me pregunté frente a un prometedor Aberfeldy 16 y un dignísimo Lagavulin 8. ¡Ay, cuánta presión!
Al final me decanté por el segundo. Los rumores sobre su calidad a tan temprana edad (ocho miserables años) eran cada vez más insistentes. Le pedí al mesero me sirviera seis centímetros de Lagovulin en un precioso vaso whiskero, sin agua y sin hielo, como lo prescriben las buenas maneras en la materia. Con mi preciado líquido me fui a sentar a unos metros del cuarteto de cuerdas que animaba esa fase del ágape. Muy nice todo. De buen gusto. Aquello nunca se degradó como para darle alguna concesión a las cumbias ni la mínima consideración a los Ángeles Azules. Eso me hizo feliz.
Ahí estaba pues, queridos amiguitos y amiguitas. Tranquilo, sin molestar a nadie, indiferente a la concurrencia y disfrutando mi malta escocesa cuando se acercó una señora guapa y de una edad adecuada para mis sueños. Me preguntó, con desparpajo ochentero, si podía sentarse en el sillón vacante a mi izquierda. Le dije que sí con un gesto indiferente.
No pasó ni un minuto cuando me preguntó qué estaba bebiendo y le dije. Hizo el gesto universalmente conocido como “buena y heterodoxa elección, querido”. En seguida excretó, con su voz melosa de notas cristalinas, un comentario sibilino: “Interesante y heterodoxa decisión la tuya, porque junto al agua de guanábana hay un competitivo Macallan 16”. La información me cimbró. ¿Quién iba a suponer que junto al agua de guanábana estuviera ese caldo escoces de lujo? Me pidió le consiguiera uno (¡un Lagovulin!) y fui a la barra. Regresé con otro precioso vaso whiskero conteniendo cuatro centímetros del brebaje del sur de la isla de Islay con sólo un cubo de hielo transparente. Dijimos salud mirándonos de manera breve, protocolaria y directa a los ojos y nos pusimos a charlar de lo más empatizados.
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Cuando terminamos de reírnos, pero sobre todo chismear, saludó con su manita derecha a alguien al otro lado y decidió dejarme a mi suerte en ese lado del jardín. Se despidió de manera amable y listo. Ahí terminó todo. A los pocos minutos llegó Jenica Dumitrache, prima de Florea Dumitrache, afamado futbolista rumano cuyo papel en el Mundial de México en 1970 es recordado sólo por los expertos. ¿Cómo llegó Jenica a la tierra del faisán y del venado? Cuenta la leyenda que una familia de reminiscencias porfiristas, rancio abolengo y rentas dignas de encomio la compró. Así de sencillo y extraño.
Eso es parte de la leyenda, lo verificable es que en el mundial futbolero azteca era una bebé de menos de un año y hoy, 53 años después, una mexicana químicamente pura, conservó su extraño apellido y poseé, desde su nacimiento, un defecto inextinguible: es incapaz de concentrarse en algo por más de treinta segundos. Dicho lo anterior, les comento: Jenica se sentó a mi lado, oteó el ambiente y me preguntó, con hartísimo interés, qué tanto hablaba con Fulandraca Detal, a quien en raras ocasiones recordaba haber visto tan risueña, sociable y parlanchina: “Es una mujer hermética, blindada, un misterio, lo sabes, ¿verdad? Considérate afortunado de haber tenido su atención por tantos minutos. Sólo por esa hazaña exijo me cuentes todo y con detalle. Anda, empieza” -me dijo y enseguida se fue al otro lado del jardín en donde nadie la esperaba.
Por el tono en que Jenica Dumitrache pronunció el nombre de Fulandraca Detal intuí que esa mujer no sólo era conocida, sino muy conocida. Pocos serán quienes no hayan escuchado su nombre. Yo sabía de ella, pero me daba igual. Lo recordable es lo divertidos que estuvimos por unos cuarenta minutos.
Cuando Fulandraca se retiró de la fiesta nuestras miradas se cruzaron. Se despidió con una sonrisa amable. Jamás la he vuelto a ver ni me interesa otro encuentro (a menos que a Brendita se la lleven otra vez a Barcelona y la liberen en cinco años).
Tercera de cuatro partes
Mencionar nombres rimbombantes, grados académicos y los puestos en el organigrama son recursos necesarios solamente si agregan valor a una conversación. ¿Cuál sería la plusvalía de la anécdota que recién les narré si les digo el nombre real de Fulandraca Detal? Salvo para sentirme el muy muy no hay nada relevante en la develación de la persona atrás del sonoro Fulandraca… lo único rescatable es la calidad de la charla: entretenida, atascada de banalidades e inteligente. Aunque lo duden, se pueden tener ese tipo de conversaciones… incluso con alguna Lupe López.
Ahora bien, entrando en materia: ¿quién no conoce un amigo/amiga que simplemente no puede coexistir con sus pares sin presumir una amistad -normalmente pitera y superflua- con alguien de apellidos rimbombantes, trabajos interesantes y grados académicos? Todos conocemos a alguien y a veces -joder- uno mismo es ese tipo de escuálido y repulsivo personaje.
Chequen esta escena. Es producto de mi febril imaginación (bueno, febril chance no): estamos en la segunda semana de febrero -o sea, hace dos semanas. Dos sujetos están en una mesa. Uno de ellos comenta que un amigo lo invitó a Baréin y no está seguro de aceptar. El otro lo mira con extrañeza porque el comentario es muy raro ¿a poco no? A Baréin no se llega trepándose en un bus de Autovías o ETN. Está rete lejos y, siendo honestos, en este escenario resulta de lo más interesante saber quién es ese tipo generoso capaz de invitar a su amigo moreliano a Baréin.
Es más: eso es lo único importante.
Imaginemos la escena: “¿quién puñetas es tu amigo y qué esperas para decirle que sí vas?”. El aludido le da un sorbo al smoothie de mango y suelta el nombre con un efecto demoledor, apabullante, en el otro. Más o menos así: el tiempo se detiene, la quijada se le desprende, rebota en el suelo, la recoge y se la acomoda en su lugar para poder preguntar, con propiedad no exenta de asombro: “¿Max Verstappen? ¿Te cae que eres amigo de Max Verstappen? ¡Vete a la chingada, no mames!”.
Ahora, por favor, amigos que me hacen el favor de leer mis ocurrencias, serénense y clávense en esta pregunta: ¿cuál es la diferencia entre Fulandraca Detal y Max Verstappen?
En términos abstractos, ninguna, pero en el ámbito de los intereses particulares, sí hay diferencias. El cruce espacio/temporal con mi Fulandraca fue puro azar. Es humanamente imposible volvernos a encontrar en esta vida. Como bien dice Selena en su inmortal rolononón (Amor prohibido), “somos de distintas sociedades” y salvo un sector social específico, nadie sabe quién es. De una vez se los digo: eso de toparse y convivir con alguien asquerosamente rico o famoso o importante es un milagro. Nunca verán a esos especímenes en la clase turista de un vuelo a Campeche… y menos si van a Baréin.
Piensen en Brad Pitt o Elon Musk. Pueden andar rolándola en una calle de Los Ángeles. Eso pasa casi todos los días… pero sólo si el barrio es de un estatus equivalente a los high class de Santa Mónica. ¿Acaso los han visto por la Placita Olvera? ¿Han tratado de acercárseles y echar una charla relajada con ellos?
Es im-po-si-ble.
Así fue con Fulandraca Detal. Todo fue una chiripa, una conjunción estelar favorable a capricornio.
Pero ¿acaso es diferente con Max Verstappen? Pues sólo porque soy un fanático irredento (y experto) en la Fórmula 1 desde que Checo Pérez la rola en ese deporte. Si en la realidad tuviese un amigo que fuese un amigo del odioso Max, estaría encantado de saber detalles de esa amistad… pero eso es pura fantasía. A veces el nombre (y el tamaño) sí importan.
Final
Hay otros amiguitos que simplemente no pueden dejar de informar de sus viajes. Me tocó escuchar a una pareja enamorada en El Jacalito, en donde se venden los mejores tacos dorados del hemisferio occidental bañados con la peor crema de ambos hemisferios. Un asco de crema pues. No recuerdo cómo se dio la coyuntura, el caso es que, sin apenas darnos cuenta, a esa parejita ya la teníamos disertando sobre un hotdog. Sí, un pinchurriento y fuckin´ hotdog. ¿Hay algo en una salchicha que despierte un interés más allá de comérsela y alburear con ella? No lo creo, pero los enamorados estaban extasiados hablando de un perro caliente. El más rico de toda su viajera vida.
Quienes los escuchábamos -sin dejar de masticar los crujientes tacos de chicharrón, picadillo y frijoles- no sabíamos a dónde querían llevar la anécdota del perro, pero un despiste mental vino en su auxilio: “¿En donde nos comimos esa tremebunda salchichota, mi amor? Por más que lo intento no logro recordarlo… pero de que estaba sabrosa la maldita, no hay duda. ¡Ay no puede ser! ¡Qué rica, qué consistencia, qué sazón, que dimensiones!” -exclamó llevándose el dorso de la mano a la frente y entornando los ojos como si fuese a desmayarse.
El aludido aventuró una posibilidad con tono casual, despreocupado: “Mmh… casi puedo jurar que fue en konnopke’s imbiss, honey. Debajo de la estación del metro Eberswalder, en el barrio de Prenzlauer Berg, en la calle Schönhauser Allee”.
Los que compartíamos la pequeña mesa en El Jacalito, a un lado de la Plaza Villalongín, en la esquina de Aquiles Serdán y Luis Moya, en la antigua Valladolid (hoy Morelia), nos miramos muy sacados de onda. La mujer enamorada dibujó una sonrisa de felicidad en su rostro y en seguida graznó: “Ándale, ahí mero fue” parpadeando repetidamente sus ojitos.
Hasta ahí la anécdota.
A ver, como decía mi tía María -que Dios tenga a su lado: ¿qué contiene esa aclaración sobre la salchichota? ¿Qué valor le agregó a la conversación? Ninguno. Puras ganas de ser mamones y supiéramos que habían estado en Berlín porque, lo que sea de cada quien, comerse una salchicha es irrelevante aquí, en Paracho, en Apatzingán, en Paris o en Auschwitz (de preferencia ahí no y menos si están en la parte de Birkenau) pero la oportunidad no se desaprovecha. Basta con ser payo, Godínez o Equis. En ese caso, lo esencial radica en que los otros se enteren: “sepan que conozco gente con apellidos rimbombantes, con trabajos interesantes y que he viajado mucho, pero mucho lo que se llama mucho”.
Es más, todos hemos caído en la tentación de ser mamones y colonizados (yo, siempre).
Por ejemplo, una vez charlé con Sandra Bullock. ¿Qué tal?
Fue en el 2006 y cotorreamos cuatro minutos con tres segundos a propósito de una peli suya que se llama Crash.
Me cayó retebien la Sandy.
¡Uf, tenía que decirlo! (¿Les dije que fue en Hollywood?).
Todos tenemos un mamón en busca del momento para mostrarse en toda su medianía.
Hay aves que cruzan el pantano… y lo dejan peor: mi plumaje es de esos. (*)
*Nomás falta que esa frase ya la haya dicho alguien; pienso en Efraín Huerta ¿será? Díganme la verdad.
Foto de portada: Forever Che/ Flickr