Por Raúl Mejía
Hace un mes que padezco de la garganta.
Todo empezó el 28 de febrero en una cita cafetera para preparar un programa de tele. La pasé tosiendo y esa noche lo supe: ya estaba enfermo. Al día siguiente todo valió chetos e incluso la grabación del programa se suspendió. Hoy, a dos días de cumplir un mes padeciendo una laringitis atípica (laringo traqueítis, se llama) puedo decir que en unos cuatro o cinco días ya estaré bien.
El martes, a altas horas de la madrugada, me atacó un antojo de Doritos embarrados con un dip de cebolla y recordé que, entre los restos de una reunión previa, había una bolsa de esa deliciosa chatarra con una característica muy rara. ¿Alguien lo ha notado? Me refiero a que sólo los primeros Doritos son ricos. Luego da lo mismo. Es más: dejan de tener sabor, pero es difícil dejar de comerlos. ¿Así será con el fentanilo? Debe ser más interesante e intensa la experiencia con esa droga, pero no iré hasta San Francisco o Filadelfia para probar ese sucedáneo de los Doritos. Antes iré a conocer Cancún.
Bajé a la cocina. Puse una porción de esas crujientes frituras en un plato, el dip a un lado y llené mi termo con agua de Jamaica. Masticar esas cosas fue una cosa complicadísima. Al día siguiente mis encías parecían haber sido bombardeadas con pequeños misiles y es explicable: entre las muchas características de los años que cargo con creciente desinterés está el deterioro de mi kit básico de piezas dentarias. He perdido ocho en menos de cinco años, pero las dos últimas, de una vez se los digo, fueron dignas de una alarma generalizada: ocurrieron en una misma semana de octubre del año pasado. Ese último par dentario pude perderlo en mi código postal con todas las ventajas del caso, pero no. Fue una pérdida dentaria ultramarina.
La primera pieza fue una cosa sencilla, sin mayores complicaciones. Simplemente se rompió cuando mastiqué una castaña que saqué del fuego (y ya todos sabemos que no se pueden sacar castañas del fuego y que no pasará nada). La segunda fue un proceso lento, de tres días. Un aflojamiento persistente con dolor hasta que llegó el momento de buscar un profesional de la odontología para aliviar mis penas en una ciudad muy distante del Valle de Guayangareo. El azar jugó sus cartas y decidió que quien me atendiera fuera una mujer. Una dentista hermosa hasta la ofensa, el incordio, la paz existencial.
Me gustaría tener la capacidad para describir a esa Bella Pieza de Ingeniería Femenina (BPIF, por sus siglas en español) pero soy malo para esas cosas. Sólo les diré algo: conozco un prototipo nacional y equivalente en el continente americano ¡y en la mismísima Morelia! Aquí, en este jardín de la Nueva España hay otra BPIF y responde al nombre de Riga Letonia Forever. Así: como el país bañado por las aguas del Mar Báltico. Riga Letonia Forever se dedicaba, hace muchos años, al diseño de campañas políticas, luego incursionó en la actuación, luego en las finanzas, luego en la meditación trascendental y por fin se decantó, por salvar su beatífica alma pecadora, por la militancia en el ala radical del cristianismo, en amante de los gatos y las boas enanas.
La belleza siempre hermana a quienes la poseen y eso pasó con Riga Letonia y Camille. Dos BPIF sin asomo de discusión. Únicas.
“Mi dentista ultramarina” (a quien imaginé francesa químicamente pura) resultó ser una extraña mezcla étnica cuya simiente germinó y perfeccionó en la pérfida albión (20%), Italia (20%) y Lituania 60%). ¿Lo ven? Dos BPIF casi vecinas: Riga Letonia, de orgulloso origen michoacano y, en Toulouse, Camille Aggugiaro, de raíces lituanas.
Fue tal el impacto que me causó Camille que aún con la anestesia vigente en mi boca, corrí a buscar mi libreta de viaje y anoté lo siguiente:
Sylvain acordó una cita y hoy, a las doce, nos apersonamos en el consultorio de la doctora Camille Aggugiaro, quien llegó enmascarada con un cubrebocas color lila a cumplir su trabajo. Hablamos en inglés hasta que mi dominio de la lengua de Shakespeare se terminó gracias a mi sordera. Fue cuando entró en mi auxilio la sobrada capacidad de intérprete encarnada en mi amigo Syl, quien se puso a dar “el parte informativo” de mis tribulaciones a la dentista. Cuando fue el turno de hablar a Camille, escucharla parlando en francés me puso muy inquieto e imaginativo, pero cuando terminó su trabajo y se quitó el cubrebocas… ¡Ay, por Tutatis y los clavos de Cristo! Casi entro en colapso, en barrena, en la locura.
La Camille es quizás la mujer más hermosa que he visto en mi perra vida. Poco faltó para que le pidiera que me dejara tomar una selfie a su lado o de una vez me dejara sin dientes. A fin de cuentas, se me van a caer entre el 2024 y el 2027. La naturaleza suele ser injusta cuando de repartir dones se trata, pero con la doctora Aggugiaro simplemente abusó. Debe haber mujeres más bellas (tengo mis dudas a partir de hoy), pero a esas mujeres sólo las veo en fotos porque son famosas. Pienso en Winona Ryder o en Natalie Portman, hermosas doncellas que son una imagen… pero Camille fue real. No tengo palabras para describirla. Una mujer absolutamente hermosa. Toda ella.
¿Hay más bellas?
Really?
Por supuesto, pero ya no tengo tiempo ni ganas de investigar su paradero -aunque ya me topé con Emma Stone en varias películas; lo mismo pasó con Jennifer Lawrence y sus risitas babosas pero encantadoras.
Wynona y Natalie son parte de mi olimpo, junto a Michelle Pfeiffer o Juliette Binoche… pero lo reitero: Camille Aggugiaro es real, vive en Toulouse, es dentista, me extirpó una muela y es hermosísima.
Una BPIF.
Eso de arriba lo escribí en mi querido diario, pero al releerlo para pergeñar estas “notas vegetales” recordé a Riga Letonia Forever. Moreliana, cristiana radical, exasesora de inversiones y rodeada de gatos.
¿Dónde andará?
¿Será feliz?
Si alguien la ha visto, por favor díganle que aparece en estas páginas y la extraño.
En este punto de mi perorata algún lector se preguntará (con toda pertinencia) cuál es la relación entre los Doritos, el fentanilo y mis dientes flojos. Paso a justificarme, aunque no sirva de nada: a “cierta edad” hay cosas que uno no puede ni quiere hacer de buena gana, sino andar por ahí, divagando. Dándole vueltas a todo. Este es el caso.
Por ejemplo, ayer, mientras me lavaba los dientes con cuidado extremo noté que la incrustación estética en uno de mis premolares está tornándose oscura. Ya lo había notado, pero ahora ya es evidente. Luego posé mi mirada en una muela del lado derecho de mi maxilar (único flanco que tiene todas las piezas en su lugar) y me quedé pasmado: su base está circundada por unos discretos puntos que parecen caries. Hasta ayer me percaté de ello. ¿Tanto tiempo pasa sin que cheque el estado de mis pocas piezas dentarias?
Este año será el que marque el enésimo recuento de fallas físicas. Nunca como ayer había notado tanta devastación. Si yo lo percibo, “los demás” deben sentirse felices de verme tan mal (y ellos creen que se ven bien, claro).
Pero temo desencantarlos: salvo detallitos como una ola de aburrimiento existencial (no preocupante) que me está orillando a tomar decisiones pragmáticas en algunos aspectos de mi cotidianeidad, los dientes madreados, la piel ajada, la persistente laringitis, aumento de dioptrías, sordera in crescendo, la insulina insubordinada y cosillas así, todo va perfecto en mi vida. Así: perfecto. De verdad me siento feliz….
…de acuerdo, sí, aburrido, pero ya lo aclaré: nada preocupante. Incluso abandoné con donaire cualquier tipo de reclamo a la mujer que dice amarme como a nadie ha amado en su vida… pero prefiere no verme. Fue tan terminante su decisión que optó por cambiar de ciudad. Se fue a Querétaro: “es por nuestro bien, honey; lo nuestro es forever ” -me consoló.
Su decisión de amarnos sin vernos (para eso está el whatsapp ¿o no?) la tomé con sensatez. Ya no estoy con ánimos de pedir explicaciones ni vivir con tensiones adicionales al dolce farniente. Mi política de no hacer reclamos ni tirar mala onda a nada ni nadie le cayó “como anillo al dedo” a mi mujer porque seguro sigue amándome como nunca ha amado en su vida a nadie más… pero ahora en el formato whatsapp.
Mensajes telefónicos del tipo “no sabes cuánto te he pensado esta semana; te extraño, gordito” los recibo con frecuencia, pero ahora ese amor ya no pasa por la presencia. Ella me ama y se lo creo. Si nuestro amor está destinado a la trascendencia, ha de ser sin toparnos. Nada de besuqueos, fajes, cogidas o ir al cine. Desde hace seis meses y dos semanas exactas no la veo y hace casi quince días no me llama ni para decir “hola”.
Los whatsapp sí son cotidianos.
Así es el amor ¿quién soy yo para contradecirlo?
Y bueno, el aburrimiento al que aludo tiene una expresión en tiempo real y paso a explicarme: hace pocos días Adolfo Bormann, con quien tengo una amistad sincera desde hace casi treinta años me saludó por whatsapp. La minicharla terminó como marca la ley del protocolo comunicativo universal: “pos a ver cuándo nos vemos ¿no?” y sí, siempre esperamos que eso ocurra, aunque, en los hechos, es la mejor manera de despachar a alguien con delicadeza… pero en este caso ¡sí ocurrió! Yo estaba listo para desconectarme existencialmente del whatsapp por unos minutos, pero Adolfo escribió “vamos a comer”. Eso cambia el orden natural de las rutinas. Me dije: «Uta madre, era en serio eso de “a ver cuándo nos vemos”».
Me quedé pensando la respuesta que me librara de concretar ese vago, inasible, protocolario “a ver cuando nos vemos” pero el imperativo “vamos a comer” no admite ni perífrasis ni salidas por la tangente. Decidí afrontar las circunstancias con gallardía y escribí “Ok. Vamos el miércoles”. Lo dije con la sana intención de cumplir, obvio. A fin de cuentas, uno debe comer ¿no? y otra cosa: tengo por rutina realizar mi ingesta de prótidos todos los miércoles en la fonda Las Güeras, ubicada en la colonia Chapultepec Norte, la misma colonia en donde vive Fito Bormann y algo para los lectores: las cocineras de Las Güeras, bueno es saberlo, usufructúan el mejor sazón de Morelia en el rubro de comida para gente sola, que no sabe cocinar… o no quiere.
Todo me quedaba de maravilla. Comíamos, nos despedíamos, me iba a echar un coyotito a mi casa y podía cumplir la visita a la casa de Grisel y Saúl en la tarde/noche, pero Fito nunca tiene planes mesurados, manejables, al alcance de lo cotidiano. No. Ni madres. Lo suyo es “armar un evento”. Lo que para mí era cumplir con el ritual restitutivo de fuerzas perdidas en la hueva de un jubilado, para Herr Bormann es un asunto que debe construirse desde los cimientos, con logística: planear, diseñar y complicar: “No, no, no, maestro: vamos a armar un asado en el jardín de mi casa, invitaré a (…aquí me dio la lista de invitados…). Ustedes nomás traigan la bebida de su predilección. Yo tendré, por si se ofrece, algo de whisky, cognac, ginebra…”.
Eso me puso tenso porque ya bastante esfuerzo me implica ser sociable los fines de semana. El sábado, como algunos lo sabrán, procuro desayunar con mi amiguito Buzz Guijosa y a veces se junta otro (Víctor Rodríguez) a quien no le gusta el menudo, pero sí los tacos yucatecos de Servicentro. Normalmente él se nos adosa en la etapa del café en el estupendo Café Xpressa, instalado en los locales de La Comer en Plaza Morelia.
Estos compañeritos hacen -como yo- el esfuerzo sobrehumano, de abandonar la calidez y felicidad del hogar para establecer contacto con otros seres humanos una vez a la semana. Hemos asumido que darle espacio a la contraparte circunstancial (a ese “otro” filosófico) es necesario en la vida de todos. Nosotros lo hacemos sólo por atender a las buenas maneras, conveniencia política, prescripción filial y conciencia de clase (también para no ser escarnecidos socialmente).
“Armar un asado”.
La frase hizo que las cosas se pusieran en una escala casi inmanejable. Mi miércoles ya estaba diseñado. Era rutinario y feliz. Apuntaba para ser igual que el martes y el lunes; como todos los días pues. La única variable era la comida (fallida) en la fonda Las Güeras en compañía de Bormann, pero “armar un asado” se convirtió en algo que alteró todo mi maldito día. Ahora tenía que ir a un asado al cual no quería ir.
Salvo por la eventualidad de encontrarme con un miembro de los Allman Brothers (se llama Guillermo) y con un eterno enamorado de mujeres imposibles (se llama Cet), bien podía pasar los siguientes cinco años sin ver a los otros invitados, pero ¿qué creen? El tal asado fue algo de lo más divertido y lo que supuse sería una “tardeada senecto-juvenil”, se convirtió en una celebración a la amistad y las coincidencias. Debo precisar: ni Mizraim Cárdenas, Leonardo Palafox o Stanley Shoemaker cotizan en el segmento senecto, pero ya están encarrilados.
Salí de ese convite sin la Honda Shadow, pedí un Uber y éste me dejó en la casa de Grisel y Saúl, último compromiso de mi agenda. Llegué borracho en fase terminal (y sin un zapato). En el mismo estado etílico se encontraban los demás invitados (pero con ambos zapatos). Al final decidimos, alrededor de las tres de la madrugada, que “no era de Dios” irse cada quien a su casa en ese estado y terminamos esparcidos en diferentes espacios del hogar de Saúl y Gris.
Recuerdo vagamente que aún no estaba rayando el sol cuando un Uber me arrojó en el jardín de mi casa. Tirado en el césped llegó a mi conciencia etérea mi amada del whatsapp y empecé a gimotear acompañado de la rola más famosa de Maná: “…es más fácil, llegar al sol que a tu corazón…”. Arrastrándome llegué a la puerta, me erguí para abrir y me dije “es la última vez que me pongo hasta las chanclas” y antes de meterme en la cama me di de alta en Blinkist, la aplicación para intelectuales. En ese momento me pregunté cuántas cosas ignotas deben pasar para perder un zapato, pero la mera verdad ya no me importó y puse a Juanga: “Yo no nací para amar, nadie nació para mí…”.
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Foto principal: jota arr