Son las 9:17 de la noche y las luces se apagan. En el escenario hay una orquesta de más de 40 músicos que están bajo la batuta de Robert Ames. Es talento mexicano que coordinó Dan Zlotnik y encabezó Wilfredo José Pérez. Suenan los aplausos, algunos gritos de euforia y no mucho más. A diferencia del clásico concierto de rock, al Auditorio Nacional casi nadie ha llegado con la playera de la banda y nadie se pone eufórico en los minutos previos. Y es que esto no será un concierto de rock, tampoco de post rock. Lo que está por suceder es otra cosa, será un viaje en nuestros adentros, un sueño, un paseo, un vuelo, una sesión hipnotizante.
En medio de la orquesta están los integrantes de Sigur Rós, casi escondidos, renunciando al protagonismo escénico, pero asumen el rol de cerebros detrás de lo que estamos por escuchar. Sin saludos, sin absolutamente nada de cortesías innecesarias, aquello arranca con Blóðberg, un tema que en su grabación original rebasa los siete minutos y acá se alarga un poquito más. Comienza la introspección, las metáforas musicales que no necesitan demasiadas explicaciones.
Ekki Múkk, perteneciente al disco Valtari (2012) deja escapar desde el inicio esa agudísima voz de Jón Þór Birgisson -más vale decirle Jónsi- y en sus casi ocho minutos de duración deja fluir no solo a las cuerdas de la orquesta, sino a los primeros coros que luego serán una cosa monumental.
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Uno de los temas quizá más conocidos por la audiencia es Fljótavík, breve, con más letra, con un piano hermoso y una composición menos compleja que poco a poco nos va atravesando el alma, perdón por la cursilería. La canción sin título, conocida como #8, nos regala el primer momento donde la guitarra acústica toma el protagonismo: serán casi 12 minutos de intensidad, de escuchar también a las percusiones y a una letra que habla sobre las huidas, sobre las navegaciones. El tema original sí que es post rock absoluto, pero hoy suena orquestal, hermosamente intervenido.
La primera parte del viaje no para: suenan Von, Andvari y todo parece explotar con Starálfur, un clásico perteneciente a su segundo disco Ágætis Byrjun, el que dicen que los consolidó como una de las mejores bandas del mundo. En la parte final tendremos más protagonismo de los metales y ahora sí varios se sueltan a llorar. Sí, porque hay conciertos donde la gente llora y éste es uno de esos.
La primera parte del recital habrá de cerrar con Dauðalogn y Varðeldur, obras exquisitas que dan pie a un breve receso para estirar las piernas, ir al baño y todo eso que se hace en los tiempos muertos.
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Y aquí estamos de nuevo: la segunda parte arranca con los intitulados #1 y #3 (Vaka y Samskeyti), ambos bien conocidos por los fanáticos, pues se incluyen en el impronunciable álbum ( ), de 2002, una de las joyas conceptuales que también nos hacen elevarnos por el cielo y luego descender a los infiernos.
De su más reciente producción, ÁTTA, sonará Ylur y Skel, para luego volver a la nostalgia con Untitled #5 (Álafoss), casi 10 minutos de vuelo silencioso que en su parte final retumba con guitarras eléctricas que nos recuerdan que esto no puede dejar de ser rock, aunque al inicio lo hayamos negado, qué más da con las contradicciones. Seguimos con Sé Lest y una brillante percusión que casi sonaba a marimba y de ahí pasamos a Ára Bátur, un tema que poco a poco crece hasta volverse gigante, que en el Auditorio tuvo la participación de la sección femenina del Ensamble Coral Cuicatl, uno de los momentos más épicos del que ya de por sí era un concierto épico.

Y claro, ya en pleno éxtasis, con el llanto desbordado y la garganta cerrada, llegó Hoppipolla, la monstruosa canción del Takk (2005) que nos hizo recordar aquel video con los ancianos brincando charcos, jugando a las guerritas y dándose besos de amor puro.
El hechizo terminó con Avalon, completamente instrumental, tras lo cual los integrantes de Sigur Rós salieron de su escondite para ahora sí ponerse frente al auditorio abarrotado que no paró de aplaudir. Un concierto que no necesitó más que la música, que prescindió de visuales y otros artificios porque en un viaje como esos los arreglos lo logran todo.
Los islandeses lo lograron: nos metieron a un viaje del que, tal vez, ya no haya regreso.
*Foto principal: Fabián Gutiérrez

