No es un cliché señalar que el oficio del escritor encarna una lucha silenciosa con los propios demonios, un vaivén indescifrable donde la hoja de papel refulge como un espejo terrible. No es un cliché pues semejante aseveración -palpitante de significados- reposa en un fondo oscuro, semejante al de los sueños. Es un problema latente y complejo.
Los grandes cuentistas -pienso en Chéjov, Poe, Chesterton, Borges o Rulfo- precisan la actitud de un relojero obsesivo, capaz de situar una pieza minúscula en un universo diminuto, intenso y acaso intraducible como el de los poemas. Cada palabra, incluso cada signo de puntuación desempeñan una función específica en el breve universo del cuento: no pudieron ser expresados de otra manera. Falsearlos representaría una transgresión en la naturaleza delicada del escrito.
Por eso no resulta una hipérbole afirmar, como señalé líneas arriba, que la modalidad del cuento requiere de una precisión milimétrica como la del relojero -y aun como la del cirujano- debido a que no admite descripciones prolijas o disquisiciones inútiles. Tener uno o varios equívocos conllevaría a la muerte de la obra o, en el mejor de los casos, al aburrimiento absoluto del lector.
Eso no sucede con el libro Animales resentidos, la ópera prima de Moisés García Hernández. En una actitud claramente flaubertiana, nuestro autor ha meditado con detenimiento cada situación, ha previsto el desarrollo feliz de la acción, ha examinado cada uno de los personajes que, por lo demás, son seres encerrados en sí mismos, resentidos con el exterior, que se examinan a sí mismos en un grado patológico. Siguiendo la destreza de Chéjov, cuyos personajes padecen el peso cotidiano de la existencia, Moisés García nos presenta una galería de situaciones donde la constante es una soledad infranqueable, una incapacidad para entablar una comunicación efectiva con el mundo.
Y ello no es producto del azar. Yo he visto a Moisés García obsesionarse con sus cuentos; lo he visto escribir y reescribir, leer desaforadamente, aprender de los cuentistas consagrados, acompañarse de los que aún están en ciernes, preferir la belleza y la calidad de un escrito a los prestigios efímeros del literato. Porque como Moisés García lo intuye (y lo intuye muy bien) existen distintas clases de prestigio: aquel que se solaza en el reconocimiento público, que da a la luz sus escritos con la prisa y la premura de los días; y aquel otro que, bajo la bandera de la disidencia, de la militancia política, se gana fáciles adeptos. Dos extremos que para fortuna nuestra el autor ha sabido sortear.
Animales resentidos es un libro unitario. Unitario en la forma y en el contenido; su escritura posee las siguientes cualidades: obsesión por el ritmo interno de la narración, por transportar al lector a las profundidades del lenguaje; su belleza de diamante nocturno que reside en descripciones como la siguiente: “De repente, entre el barullo del velorio, otro hombre se acerca a él, un hombre al que nuestro hombre jamás había visto hasta ahora. Aquel hombre, el recién llegado, coloca una mano en su hombro y lo mira a los ojos, simplemente lo mira a los ojos, pero en su mirada hay un brillo, demasiado sutil, casi imperceptible, en el que hay un lacerante destello de burla”.
En este “simplemente lo mira a los ojos” se encierra un mundo. Aquí se gesta una poética del resentimiento, de las pasiones cuajándose telúricamente en las entrañas, del silencio hirviendo con tal profundidad que las palabras o las convenciones son vanos dinteles para detener la muerte y la sinrazón.
En uno de los cuentos mejor logrados del libro (“El imperio de Godzilla”) Moisés García recrea el pensamiento de un niño opacado por la brutalidad de su padre, un hombre neurótico que explota frente a gestos tan nimios como que sus hijos dejen un ventilador encendido o se mojen sin motivo aparente. Leemos: “Como esa vez que se me pasó darles los buenos días, que se le inflaron las venas de la frente y se puso a decir que todos lo odiamos, que todos lo aborrecemos porque él es hijo de Dios y nosotros de Satanás. Yo no quiero hacerle mucho caso, pero igual no puedo aguantar su enojo cuando nos maltrata injustamente”. Y después, con profunda tristeza y resignación, el niño se pregunta: “La verdad yo no sé nada, pero para qué tener hijos y después tundirlos tanto”.
No es mi afán hacer una descripción minuciosa de los doce cuentos que integran Animales resentidos, del tabasqueño Moisés García Hernández, quien desde hace varios años reside en Morelia, Michoacán. Baste decir que es un libro bien escrito, riguroso en la selección de los cuentos y con una belleza formal y temática fruto del rigor y la disciplina. Porque las obras de arte valiosas así se gestan: con lentitud de árbol, con precisión rayana en la obsesión.
Foto superior: Flickr/Phill Norton
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