Llegamos al Ministerio Público a eso de las cuatro de la tarde. Yo estaba terminando de comer cuando me llamó Cedeño, un compañero de trabajo un tanto extraño que se daba aires de superioridad y grandeza gracias al enorme y deforme cuerpo que había adquirido en el gimnasio y que aprovechaba para humillar siempre que te saludaba de mano.
–Rolando, ¿no vas a venir? –Me increpó–. Acá estamos todos, tenemos que poner la denuncia para que hundan a estos cabrones y acá sólo nos faltas tú.
Horas antes nos habían asaltado y la policía, ¡vaya milagro! los había atrapado. Resulta que, mano armada, tres pelafustanes con pasamontaña se metieron a las oficinas de la subdirección de enlace en la que Cedeño trabajaba:–¡Ahora sí ya se los cargó la chingada!– sentenció un encapuchado que cargaba en una mano una 9 mm y en la otra una bolsa negra–como si toda la vida hubiésemos estado deseando que nos cargara–. Yo me le quedé mirando, impávido, al que pronunciaba aquellas palabras que nunca había escuchado a no ser en la pantalla en alguna película chafa dirigida por Enrique Begne y estelarizada por Omar Chaparro, el Adam Sandler mexicano. [Hágame usted el favor].
De pronto, una patada en mi muslo derecho me avisó que aquello no se trataba ni de una broma y tampoco de un simulacro. Debíamos, todos, echarnos al piso y entregar todo lo que tuviéramos de valor. Celulares, laptops, carteras, dinero, joyas, todo se nos fue directamente a aquella bolsa negra que vi alejarse poco a poco para después escuchar una moto acelerar. Entre las cosas que se robaron se fue la laptop que había comprado apenas hacía un mes.
–¿En qué oficinas del ministerio público se encuentran?– le pregunté a Cedeño después de pasar el bocado de huevo con cecina que estaba masticando.
–Estamos en las oficinas de fuerza ciudadana que se encuentran en avenida Camelinas –me avisó.
–Llego en un rato– le confirmé a Cedeño mientras me pasaba el último trago de agua de melón y me levantaba de la mesa para coger las llaves del auto.
Salí. Mientras conducía repasaba mentalmente todo lo que había pasado. Yo no trabajaba en aquellas oficinas, había ido solamente a entregar una información, burocráticamente inútil, sobre deserción y reprobación escolar de mi plantel. Me tocó la de malas. Cuando te toca te toca.
En aquel suertudo momento estábamos en esa casa, que funcionaba de oficina de enlace, cerca de cinco personas además de 17 que trabajaban allí. El error, opinábamos en la charla de sobremesa, había consistido en que a aquella oficina entraba y salía quien quería y a la hora que quería sin supervisión alguna, sin requerimiento de identificación ni nada, nomás entrabas y ya y, estando como estaba el estado en aquel momento, el asalto era sólo cuestión de tiempo. Nos tocó la de malas o nos tocó la de buenas, quién sabe, lo cierto es que nos tocó.
Cuadras antes de llegar a las oficinas del ministerio público una inusitada cantidad de patrullas me avisó de mi proximidad. Nunca antes había tenido la necesidad de estar en el famosísimo ministerio público. Y la verdad es que tampoco lo había deseado. Pero me tocó.
El ambiente de aquel lugar es pesado porque las palabras que allí se usan son pesadas. El lenguaje es pesado. Los cuerpos son pesados. Cada espacio tiene su propio lenguaje, había sostenido yo en mi tesis de licenciatura y ése día, una vez más, lo comprobaba. Y no sólo su propio lenguaje, también sus propios ruidos que le son característicos y le dan identidad, le dan soltura y existencia.
Allí, en ese lugar de paredes blancas y sucias, de mobiliario viejo y corroído por el pasar de las sentencias, sólo se hablaba de “el indiciado”, “el proceso”, “el juicio”, “el careo”, “la declaración”; palabras duras que flotaban en el aire y eran pronunciadas por hombres y mujeres que se me antojaban poseedores de una insensibilidad de la cual no son culpables, pienso que el trabajo que realizan –escuchar narraciones de robos, peleas, asesinatos, insultos, traiciones, infidelidades– requiere de cierta insensibilidad, so pena de desquiciamiento.
Nos fueron atendiendo de a uno por uno. Éramos 22 por lo que aquel desfilar de profesores en los pasillos del ministerio público terminó cerca de las 5:20 de la mañana, cuando la última compañera pasó a dar su declaración de los hechos.
Cuando fue mi turno me atendió una señorita que, al mismo tiempo que escribía increíblemente rápido y con un asombroso número de faltas de ortografía, escribía mensajes de texto en su celular.
–¿Qué sucedió?– fue la pregunta que, sin mirarme, me formuló aquella mujer que calculé entre los 25 y 30 años.
–Nos asaltaron– respondí tacaño y tímido. A aquella hora de la madrugada lo único que quería era irme a mi casa y dormir.
–Le voy a pedir que me cuente, exactamente, todo lo que pasó– me instruyó la escribiente mientras se despintaba un poco de la pintura roja que cubría sus uñas.
Comencé exagerando unas cuantas cosas de las que sólo me reí cuando me entregaron una copia de mi declaración impresa. Dije que los sujetos nos habían amarrado a todos. Cosa absurda si se piensa que la velocidad de respuesta de las patrullas –hay que reconocerlo- fue de quince minutos y nos encontraron a todos perfectamente, salvo por los dos o tres ataques de pánico que tuvieron algunos compañeros.
Dije, también, que traían armas largas, AK-47 y R-15, además de granadas de fragmentación y lanzacohetes. De mis exageraciones me corrigió la chica ministerio, me miró y, sin decir ninguna palabra, puso su índice sobre la tecla borrador de la computadora y me volvió a pedir que le dijera todo lo que había sucedido, exactamente, sin exageraciones pues mi declaración no coincidía, en nada, con lo que ya habían declarado mis compañeros.
Comprendí entonces que aquella mujer no tenía sentido del humor y mucho menos imaginación a esa hora de la noche por lo que di mi declaración tal cual y me fui a casa. Catorce meses después recibí una notificación del juzgado donde se había llevado el proceso. Les habían dado cinco años ocho meses además del tiempo que pasaron esperando el juicio.
Guardo entre mis cosas la sentencia como un recuerdo del buen humor de aquella chica escribiente, de mis tiempos con mi compañero Cedeño y de que cuando te toca, te toca.
Imagen de Slide: Peter Erwig