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Bárbaros, crueles y tragones

Un padre de familia puede enloquecer cuando se encuentra con un matrimonio de subnormales que alimentan a sus pequeños hijos con coca colas y chatarra. Encima, los educan bajo la canonización a los criminales. Aquí, la crónica de un día de esos…

Por Jorge A. Amaral

Vamos a casa, Smithers, destruiremos algo de buen gusto. Irónico, este clan anónimo de trogloditas de mandíbulas flojas me costó la elección, pero si los mandara matar sería yo el que iría a la cárcel. Así es la democracia.

Charles Montgomery Burns

Pocas veces me he sentido como ahora en la semana, cuando fui al evento de clausura en el jardín de niños de mi hija; pocas veces me he sentido así de harto, molesto, con ganas de golpear a alguien, incluso enfermo. Hay pocas cosas que me revientan de una persona: la pose, por eso me caen gordos los pinches hipsters; el cinismo, por eso me cago encima del PRI, y el ser troglodita, por eso ahora escribo esto.

Troglodita, palabra que escuché por primera vez hace muchos años en un capítulo de Los Simpsons, en el que el señor Burns da este adjetivo a los vecinos de la Evergreen Terrace número 742 por arruinar su campaña electoral, y de la que la Real Academia da cuatro acepciones: que habita en las cavernas, dicho de una persona bárbara y cruel, muy comedor, género de pájaros dentirrostros. Me quedo con la segunda y la tercera: persona bárbara, cruel y tragona.

Bueno, ese día llegamos al kínder, las maestras se habían esforzado por decorar de acuerdo con la ocasión con arreglos florales y de globoflexia en verdad muy bien hechos (sabemos que las educadoras, por su misma formación, son “manitas” y con un poco de foami y silicón hacen cosas que a los niños les resultan encantadoras).

Pero hay gente que no entiende el concepto de decoración y su fin básico: es para adornar, no para que te lo lleves a tu casa, y eso lo he visto en mítines, bodas, bautizos, eventos promocionales y demás, ya el colmo será cuando vea que le roban las flores a un muerto.

Fue así que el acto aún no iniciaba y ya los arreglos de globos habían sufrido los embates de la rapiña, incluso uno que estaba junto a la mesa del presídium fue asaltado de tal forma que a la directora no le quedó más remedio que ocultarlo. Los autores de tal acto no fueron los niños de preescolar, no; fueron sus hermanos o primos o mascotas de ocho años o más.

El acto inició, mi esposa y yo nos apostamos a las afueras del salón de mi hija a la espera de cualquier instrucción para los diferentes números. Todo era lo normal de un festival escolar hasta que escuché un chillido. A dos metros frente a nosotros estaba una familia: esposa gorda, marido con apariencia naca y tres niños.

El chillido provenía del menor de los angelitos, un gordito (más bien obeso) de no más de dos años y medio que lloraba porque quería un globo. La madre, una cerda parada, en lugar de controlar a su retoño por otra vía, sólo atinó a sacar de su bolso una Coca Cola de 600 mililitros, destaparla y ponérsela en la boca al niño, quien la tomó con sus manos y no se la despegó como si del biberón se hubiera tratado.

Imágenes: Carlos Latuff

Ya desde ahí supe por dónde iba la onda: mujer gorda, bolso grande, Coca Cola, seguramente en el bolso también había churros, Doritos, palomitas, una torta, algunas hamburguesas y hasta una rebanada de pastel. En este país, donde la obesidad infantil es ya un problema de salud pública, tener un niño gordo y retacarlo de refresco como si de leche se tratara no sólo es una irresponsabilidad, es una completa idiotez. Ese tipo de gente me hace recordar a unos vecinos que tuve: estaban jodidos, eran pobres, pero lo mujer crió a sus hijos poniéndoles Pepsi en el biberón (sí, Pepsi, guácala); a la fecha, a pesar de tener más de 20 años, están flacos, con los ojos saltones y cabezones.

Volviendo a la familia del kínder, también iban dos niños que a diferencia del gordito, que además estaba medio güero, estaban flacos y morenos, eso sí que la buena alimentación se les notaba en los ojillos de perro Chihuahua. Mientras el gordito se tomaba su Coca de 600, los dos más grandes, de más o menos seis y siete años cada uno, jugaban con una pistola de plástico. Era patético el espectáculo de verlos apuntarse a la cabeza, cómo jugaban a la ejecución: el de la pistola hacía hincar al otro y, apuntándole a la nuca, exclamaba ¡pum!, y el otro caía sobre el piso de cemento.

Me pregunto cuál habría sido el juego si hubieran tenido un cuchillo de juguete, posiblemente se hubieran decapitado entre sí. No digo que yo nunca haya usado juguetes bélicos, sí lo hice pero eran los 80, nuestros ídolos no eran Los Zetas ni Los Caballeros Templarios, nuestros ídolos eran los Thundercats, Robocop y Mazinger Z.

Mi esposa y yo los veíamos jugar y sin decir nada nos mirábamos mutuamente, entendiendo cada gesto. En eso llegó el marido de la gorda, un tipo de lo más chaca al que se le veía el Movimiento Alterado en cada brillito de la camisa. Llevaba helados para todos y los repartió con generosidad entre su prole. Lindo detalle, digo, a mí me encanta compartir con mi familia, a quién no.

Lo curioso era la forma en que la mujer comía el helado, parecía temer que alguien llegara a arrebatárselo y por eso sacaba una bovina lengua y lo lamía por doquier, incluido el barquillo; de repente le daba mordiscos y lo masticaba (yo no entendía, era nieve) con la boca abierta, chapaleando (ese sonido tlac, tlac, tlac), diría mi madre. Más que fruición, nunca en mi vida vi a alguien comerse un helado con tal ansia, incluso impaciencia. De repente volteé a ver al niño gordo y era la misma escena, con la diferencia de que éste ya se había embadurnado la cara, las manos, la playera, todo.

El padre, al verlo, le dio un codazo a la gorda y le dijo: “Ira pues a este cabrón (Sic.)”; ella, inmutable, siguió disfrutando su helado hasta que lo terminó, se chupó dos dedos y metió la mano al bolso, de donde sacó un gran pedazo de papel higiénico con el que limpió a su pequeño vástago mientras lo zarandeaba y el niño lloraba ante la mirada divertida de los pequeños sicarios.

El padre, impaciente, se retiró dos metros y prendió un cigarro, aunque se molestó cuando una maestra le indicó que estábamos en una escuela, donde está prohibido fumar. Y digo, con una gorda que al comer se vuelve repugnante, con un niño que sólo está quieto si está comiendo algo y dos pequeños matones, cualquiera necesitaría un cigarro, lo malo es que estos personajes no saben que los tiempos de fumar donde sea terminaron hace muchos años.

En más o menos media hora atestigüé cómo en una familia es posible que haya cuanto malo hábito se nos ocurra, aunque admito que yo no sentí que hayan sido 30 minutos, me puse tan de mal humor ante tan lastimoso espectáculo, que para mí fueron como tres horas de ver Here comes Honey Boo Boo región 4, como si la white trash estadounidense no fuera suficiente.

Llegó un momento en que me puse de tan mal humor, que incluso me sentí enfermo, con náuseas, y es que, aunque me encanta la comida (sobre todo la carne), ver a un troglodita, a alguien que se comporta como cavernícola o bien a un pendejo, me desespera y hasta me dan ganas de soltarle un puñetazo. Diría mi madre que por eso Dios no les da alas a los alacranes, por eso no puedo más que voltear para otro lado y escribir sobre ellos cuando la impresión no me cabe en el pecho.

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