Introducción o esperpento preludio de una inesperada carrera
Todo empieza con una voz ronca. Una estación de radio auspiciada por la televisora más poderosa de México: WFM. Comerciales televisivos con producción inusitada, como un coche cayendo sobre un grupo de coches en un deshuesadero, seguido del distintivo Canal 5. Una estación de radio que mandaba a sus radioescuchas «a chingar a su madre» (dixit). Un joven estudiante de comunicación de la Universidad Iberoamericana que buscaba ser disruptivo y estar por encima, siempre por encima y que viajaba por el mundo en barco .Amigo de los más poderosos de México, volaba a Los Ángeles a postproducir cuando nadie en México o muy pocos podían hacerlo.
Así empezó el apodado Negro, quien antes de inaugurarse con su primer filme, ya había filmado una película para la televisión (Detrás del dinero) y un cortometraje (El timbre). Su primer gran truco fue hacerle creer a México que en Cannes había sido aclamada por la prensa su Amores Perros. Su segundo gran truco fue hacernos creer que 21 gramos era una película sobre el alma. El tercero, Babel, que las coincidencias recorren los continentes. Su cuarto truco, Biutiful, nos quiso convencer que había homenajeado y no plagiado la Los amores de una rubia de Milos Forman y que Javier Bardem podría llamarse Uxbal.
Cuando llegó el inesperado subtítulo incoherente de Birdman, G. Iñárritu pudo al fin abrirse en canal y ser cínico. Pero luego vino el siguiente truco, el hasta ahora más hermoso, pero no por ello lejano de las reverencias, The Revenant. Entonces supo fotografiar la luz natural gracias a Emmanuel Lubezki. Y así llegó el 7o. truco: Bardo.
Otros Bardos o la inexplicable ausencia de una lectura histórica
Ni Fellini con su 8 1/2, ni Paolo Sorrentino con su La grande belleza o Fue la mano Dios, ni Ingmar Bergman con su Fanny y Alexander, ni Terrence Malick con su El árbol de la vida, ni Francois Truffaut con su Los 400 golpes, ni Tarkovski con sus El espejo, Nostalgia y El sacrificio lograron lo que Alejandro G. Iñárritu logró: una retahíla de palabras huecas que contrapuntean con imágenes en ocasiones hermosas, en otras solamente magnánimas, pero que en conclusión dan como resultado un dedo rascándose la cabeza, muchos bostezos y sobre todo una sensación de vacuidad ante un discurso que se elaboró minuciosamente, con mucha-demasiada producción para llegar a lo que ellos, Fellini, Bergman, Malick, Truffaut o Tarkovski nunca llegaron: a no decir nada. Absolutamente nada.
Unos hicieron una autobiografía que miraba la infancia, otros su presente algo inmediato, otros la patria añorada, otros más sobre qué carajos es hacer cine. Ese cine era, ante todo, corazón. Bardo, en cambio, es una carísima preocupación por rebautizarse ante una inevitable vuelta a México, la manera de decirle a la patria que ‘no andaba muerto, andaba de parranda’ pero que también deberíamos ver cómo sufre alguien que vive en uno de los barrios más caros del mundo. Los ricos también lloran, decían en Televisa.
Bardo quiso hacer muchas cosas. Una de las más importantes, como Alfonso Cuarón también hizo, fue someter a la ciudad de México para filmar su película. Y lo logró. Sin embargo, una gran diferencia de Iñárritu con Cuarón, una vez que ambos vuelven a filmar en México y hacen un repaso al pasado y su propia vida es el acercamiento a ese México que dejaron. Iñárritu no puede evitar hacerlo desde sí. Tiene que ser su propio alter ego ese testigo que está auto-obligado a ser cronista.
Alfonso Cuarón, por su cuenta, evita elegantemente situarse en el relato, salvo un personaje terciario que apenas aparece como si fuera casi otro mueble de la casa. A diferencia de Alfonso Cuarón, Alejandro G. Iñárritu no tiene mayor empatía por una señora que trabaja con su familia sea víctima de la discriminación en una playa privada y no se le permita la entrada. Cuarón, por otro lado, hace una película entera sobre esa mujer.
México o el país que no es ni mapa ni ideología sino todo lo contrario
Para Iñárritu, México es una serie de postales que siempre envidiará a Sergei Eisenstein. Para hablar de este país y con ese constante ¿miedo? de escribir solo, invita de nuevo a su colaborador Nicolás Giacobone. Al no tener a Lubezki detrás de la cámara, invita al iraní Darius Khondji, quien había filmado la miniserie autoral de Nicolas Winding-Refn, Too old to die young, la estrujante Amour de Michael Haneke, además de la famosa Se7en de David Fincher.
Este es el equipo para licuar esa combinación de reflexiones, dolores propios y familiares y sueños que se vuelven irrisorios en momentos, fáciles en otros y siempre grandilocuentes. La historia personal en el cine tiene muy pocos agradecidos. Iñárritu, quien sufrió el fallecimiento de un hijo, ha vuelto a mostrar algo de sí pero con gotas de humor más que los dramas acostumbrados. Dice él mismo que Bardo es una carta de amor. Empero, la voz constante que tiene una necesidad de criticar, opinar, «reflexionar» tiene que ser presente, como el voice over de Birdman.
Bardo o todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar
Hay algo muy claro en Iñárritu, que a lo largo de su filmografía parecía disolverse en Birdman y Revenant: todo tiene que caber en una misma película. En Amores Perros, los temas fueron la traición, la hermandad tóxica, las peleas caninas, el ego, la separación de la familia, el padre ausente. Si hay una constante en Iñárritu, es que las familias representadas nunca podían estar juntas o ser felices.
En Bardo, esto al fin pudo suceder, pero no sin hacer un señalamiento del doloroso pasado. Iñárritu, puesto que no puede hablar de un solo tema, no hizo lo que Nanni Moretti con La habitación del hijo o László Nemes con El hijo de Saúl. Ahora había que hablar del dolor de perder un hijo, pero también de los migrantes, al igual que la crítica y los periodistas. Además, había que hablar de la ¿incomodidad? de vivir en dos países pero solo en uno, de reflexiones nada sesudas sobre el arte y nuestros tiempos actuales, de los adolescentes difíciles, del privilegio de tener un amigo con una casa en la playa.
El (falso) oficio del Bardo
Durante el medievo en Irlanda, Escocia y Gales, los bardos eran los custodios de lo sagrado y se entrenaban durante 12 años y algunas de sus tareas para entrenarse, consistían en aprenderse un número de historias por año, lecciones de filosofía, poemas, llegando hasta un repertorio de 350 historias, además de estudiar prosodia, glosarios, invocaciones proféticas, estilos de composición poética, formas poéticas e historias de Irlanda, Gales o Escocia.
Hacia el final de su formación, habrían aprendido 100 poemas, 120 oraciones, además de las 350 historias mencionadas. Se les han considerado como músicos, poetas o cantantes, y sustituían a los escribas en algunas ocasiones y recibían ciertos privilegios, como el derecho a la herencia, no pagar impuestos o evitar servicios militares. Lo que Iñárritu ha hecho no es un relato bardístico sino una crónica.
Por tanto, el título «Bardo – falsa crónica de unas cuantas verdades» debería retitularse como «Cronista, falso acto bardístico de unas cuantas verdades». Iñárritu no ha contado los grandes relatos de México, ni los actos heroicos o no de su pueblo. Al contrario. En este filme, se ha dedicado a verse a sí mismo en el espejo, pasando diapositivas de su pasado, de sus películas, de sus vivencias, de su familia. De sí mismo, al fin.
La crítica. Eso que nadie entiende
En Birdman hay una secuencia donde el protagonista, Riggan Thomson, se lanza a la yugular de la crítica teatral del New York Times. Suspicacias de antemano, si el mismo Riggan es un primer alter ego de Iñárritu, es posible que esa pelea se había anticipado en ese filme. Aún cuando la crítica de nuestros tiempos realmente no debería tener un uso didáctico o hasta de tipo oráculo, en realidad pareciera que la crítica sigue siendo una voz autorizada que no cambia el rumbo de la opinión pública pero sí incomoda algunos egos de artistas.
Los reclamos de posibles actos racistas en el festival de Venecia lo confirman. Ahora que Iñárritu se ha subido a una cima donde muy pocos pueden estar, se aprovecha para lanzarse contra los críticos. Nada más cómodo. Cualquier comunicólogo sabe que la comunicación implica réplica. De lo contrario, estamos ante un soliloquio que no tiene interés por dialogar.
Lo inverosímil o tal vez infantil
Crear una realidad, siempre que esta realidad se parezca tanto a lo que conocemos, será discutible, criticable y cuestionable. Por tanto, cuando el cine que se está relatando quiere que su relato sea más verosímil, tiene que acudir a los géneros. Así, es más creíble que veamos dragones en un filme de fantasía, o que los adolescentes perseguidos por un asesino tomen el camino más largo si se trata de un filme de terror, por ejemplo.
La probable condición no-realista (que tampoco surrealista) de Bardo le da esa comodidad de poder proponer un relato en donde un periodista que hace documentales vuelve a México es aclamado por todos, le hacen una fiesta en el sindicato de periodistas (whatever that means) y es felicitado por el mismísimo secretario de Gobernación.
Charles Bukowski escribió una novela llamada Hollywood, de su irrisorio paso por la industria cinematográfica en Los Ángeles mientras filmaban la película que él escribió, Barfly, cambió los nombres de actores, directores y personajes hollywoodenses. Así, por ejemplo, Mikey Rourke se llama Jack Bledsoe, Faye Dunaway es Francie Bowers, Barber Schroeder es Jon Pinchot, Isabella Rossellini es Rosalind Bonelli, Madonna es Ramona y Werner Herzog es Wenner Zergog.
Si Bukowski hubiera conocido a Iñárritu, probablemente le habría nombrado Silverio Gama. El alter ego ha sido, probablemente, la más increíble de sus elecciones. En entrevistas ha confesado que vive, escribe y filma desde el privilegio. Pero en su ficción, tiene que imaginarse periodista y no cineasta.
Reflexionar sobre el quehacer cinematográfico
8 1/2 de Federico Fellini es, tal vez, uno de los mayores referentes de un cine autoreflexivo en donde la acción cinematográfica es cuestionada. No le quita méritos a La noche americana de Francois Truffaut, Adaptation de Spike Jonze (guion de Charlie Kaufman) o Living in Oblivion de Tom DiCillo. En ella, el personaje principal, Guido Anselmi, un alter ego de Fellini, sufre de un bloqueo creativo mientras intenta hacer un filme de ciencia ficción. Guido intenta recuperarse en un spa de lujo, alejándose de problemas artísticos y maritales.
En algún momento, Guido confiesa a una amiga de su esposa que quería hacer un filme que fuera puro y honesto. Cuando el famoso crítico estadounidense, Roger Ebert, entrevistó a Federico Fellini en el set de 8 1/2, un publicista le preguntó a Fellini, mientras comía Fellini un queso, cuándo iba a terminar.
—¿Este queso? —preguntó Fellini.
—No, la película. —respondió Ebert.
—Cuando termine este queso. —concluyó Fellini.