Una vez platicando con un amigo en el café sobre Octavio Paz saltó un adjetivo que no había escuchado antes para su obra, pero que desde entonces asocio a ella: faraónica. Mi amigo Eugenio indicaba que la obra de Paz es tan vasta que incluye ensayos literarios, políticos, estéticos, artículos, poesía, algo que quiere parecer teatro y un libro que busca ser de cuentos.
Mas no sólo se refería al escritor mexicano -fallecido hace 18 años ahora- y a sus textos; comentaba la manera en que éste había vivido, las polémicas a que había dado paso y las relaciones políticas que hizo mediante la literatura, sobre las cuales no abundaré porque son de sobra conocidas y pueden resumirse: Paz era faraónico hasta en su amor por el poder y en su tentativa por mantenerse dentro de la historia de México a como diera lugar.
Él, no obstante, aplaudía, se mostraba deslumbrado por un poema como “Blanco”, que para quienes hayan atendido a los caligramas de Apollinaire, pero sobre todo al “Tiro de dados” de Mallarmé, no parece ser una apuesta muy arriesgada, salvo integrarle algunos motivos orientales y exotizar la propuesta del francés, aunque sin llegar a su lúcida visión. Acaso alguien que nunca haya visitado las regiones de “Igitur” y las ignore por completo pueda confundir esa poesía con crucigramas o sudokus. Y entonces, ya no entendió el arte del siglo XX, surgido de la reconfiguración realizada por el autor de Herodías.
Aun así, mi amigo me habló de Ladera este, de Tiempo nublado, de Los hijos del limo, de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, e incluso tuvo el descaro de aludir a El arco y la lira, a La llama doble y al Mono gramático. Estuvimos de acuerdo en estos tres últimos libros -imposible no estarlo a pesar de las diversas contradicciones de Paz a lo largo de ambos ensayos-, coincidimos un poco en Los hijos del limo, no mucho en Ladera este con la salvedad de “Aparición”, ese luminoso y rulfiano poema:
Si el hombre es polvo
esos que andan por el llano
son hombres
Le dije que no había abierto Tiempo nublado, pero que si hablábamos de su poesía casi toda me parecía puramente intelectual y carente de ese estremecimiento que un Cavafis, un Pavese o un José Gorostiza sí te hacían experimentar cuando los leías y que debe ser la más alta ordalía del poema. Transigí -como me habían enseñado antes un par de maestros- con Libertad bajo palabra y, en especial, con esos poemas del final, como “Piedra de sol” y “Bajo tu clara sombra”, este último en el que uno de ellos decía que el agua más cristalina era la que recorría los versos.
Confesé haber disfrutado muchas de esas composiciones más conceptuales que poéticas de Árbol adentro y que incluso su débil “Poema circulatorio” leído en la revista Artes de México me había causado cierto gozo, en particular con los versos: “Guillaume / jamás conociste a los mayas”, donde Paz hace como que conversa por un instante en un tono más íntimo con Apollinaire, para hacerle “saber” que el conocimiento de las obras de arte y la cultura de los mayas le habría abierto otras puertas, y que era una lástima que hubiese muerto sin tener noticia de ellos.
Mi camarada señaló que Paz, a despecho de lo que dijera, sí escribió poesía de verdad y que tal vez por cuestiones ajenas a su obra se le consideraba un tipo perverso que sólo buscaba sacar provecho. Me contó de la polémica que tuvo con un joven poeta en los 70, quien ahora es uno de los de primera línea de la poesía mexicana, pero le indiqué de nueva cuenta que no era su persona sino su obra lo que me causaba cierta desesperación, por el desaseo de ciertas frases, la inconsistencia de sus argumentos que transforma de signo positivo en negativo con sólo emplear una mala metáfora como si la historia no contara justamente cuando trata de hacer una análisis “histórico”, su siempre querer tener la razón y su nunca conceder que acaba de contradecir lo que unos párrafos arriba había dicho, el homenaje constante y descarado que le prodiga a escritores como Borges, por mencionar alguno y por hablar de apropiación u otro término paralelo para no decir ‘plagio’. Pero le comenté que la mayor desesperación era que con todos esos atributos en su obra se le considerara un innovador, un gran intelectual y un mejor poeta, cuya obra representa a México.
Le recordé que Ricardo Piglia lo llamaba “periodista” cultural -aunque no a la manera del alter ego del argentino, Emilio Renzi, quien indaga crímenes- sino como un mero acumulador de frases e ideas de diversos escritores y filósofos, y que hasta el propio Rubén Salazar Mallén le había dicho a Paz en vida que se plagió parte de su obra para su Sor Juan Inés de la Cruz o las trampas de la fe, y mi amigo nada más se rió. Se rió cuando le conté que Paz había tenido el cinismo de responderle a Salazar Mallén y que lo que le dijo fue: “Los leones se alimentan de corderos”. Mi amigo rió de nuevo. “¿Sabes de quién es esa frase, Eugenio García? Es de Valéry. Ni siquiera es de Paz”, le expuse. Él no había dejado de reír desde la última risa.
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Cuando por fin se detuvo, le mencioné que lo que sí fue una pena era que su biblioteca hubiera ardido, y que a pesar de todas las cosas que en el medio literario y artístico se decían de Paz -incluidas las que acababa de indicarle-, éste sí había ayudado a poner unos cimientos que la literatura mexicana no tenía entonces.
Le referí, por ejemplo -ahora no recuerdo qué tantos argumentos Eugenio me opuso-, que en la Casa del Lago del Bosque de Chapultepec un día Paz llegó de improviso a visitar a los Juan Vicente Melo, Inés Arredondo, Fernando García Ponce, Huberto Batis, Julieta Campos, Salvador Elizondo, Lilia Carrillo, Tomás Segovia, Juan Soriano, Manuel Felguérez, Juan José Gurrola, José Emilio Pacheco y Juan García Ponce que ahí se reunían, y que el autor de Figura de paja gritaba, poco antes de que Paz entrara a la sala: “Abran paso, ahí viene el que no es humano”. La anécdota me la contó un escritor de Zacatecas, cuyo nombre me guardo; no vaya a ser que le moleste que relate lo que me relató.
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Pero hay, con todo, Eugenio, una mayor molestia respecto a Paz y ocurrió en 2008, diez años después de que había fallecido.
Recordaba el modo en que había reunido a diversos escritores en un coloquio que Televisa programó en la pantalla chica, al que incluso había acudido Joseph Brodsky y en el que Vargas Llosa acuñó la célebre frase de “la dictadura perfecta” para aludir a cierto partido en el poder por más de 70 años en México y contando. Esperaba que en los diez años de fallecido de Paz, la capilla de escritores que aún sobrevive como adeptos suyos -heredera de las revistas que Paz fundó- organizara una celebración digna de un faraón.
Pero hete aquí que hubo unas cuantas lecturas en librerías del Fondo de Cultura Económica (FCE) en la Ciudad de México, actos deslucidos encabezados por Felipe Calderón, algunos comentarios por escrito en los medios, ciertos números monográficos de publicaciones dedicados a Paz y una que otra recopilación de textos suyos, si bien no se realizó un solo evento a la altura de los que aquél hacía ni se discutió a profundidad su obra. Si se reeditaron sus volúmenes, no nos enteramos por la poca y desangelada difusión que se efectuó para el único Nobel de Literatura mexicano.
Creo, Eugenio, que si les gusta tanto Paz -como dicen que les gusta- lo menos que podrían hacer es leerlo, comentarlo, no sólo defenderlo cuando alguien lo critica y buscar que se discuta su obra, porque con esas posturas estatuarias que adoptan respecto a ella, no me parecería tan extraño que en 50 o 100 años le pase al Nobel lo que le pasa a su maestro Alfonso Reyes: que tenga una fama desmesurada pero casi nadie lo haya leído. Eso es lo que más me molestó, que no le hayan prodigado un homenaje a la altura de las circunstancias.
Cuando me levanté de la mesa, Eugenio seguía riéndose, pero con una mano me hizo saber que sí, que por fin Paz nos había hecho coincidir en algo, y mientras me alejaba para tomar la combi vi que mi amigo sacaba un libro de su mochila y se ponía a leerlo. Tiempo después me comentó que se trataba de Tiempo nublado.