Por Armando Casimiro Guzmán
A unos días de haber terminado el FICM, las propuestas que la cartelera nos ofrece nos devuelven de golpe a la inevitable realidad. De entre los estrenos más publicitados de este mes sobresale la más reciente producción de la franquicia Bond, 007: Operación Skyfall (Skyfall, 2012), sexto largometraje del británico Sam Mendes, de cuya interesante trayectoria hablaremos más adelante.
Operación Skyfall es el tercer largometraje de Daniel Craig como el impasible agente secreto que siempre anda elegantemente vestido, después de la animosa Casino Royale (2006) llegó la totalmente prescindible 007: Quantum of solace (2008), fue después de este tropiezo que los productores decidieron apostar por Sam Mendes, un director que es conocido por sus coqueteos con el cine de autor y a quien dotaron de la nada despreciable cifra de 200 millones de dólares para llevar a cabo su cometido.
Aunque en la mayoría de las aventuras de James Bond, el protagonista hace hasta lo imposible para salvar al mundo de una amenaza terrible, en esta ocasión los ataques están dirigidos concretamente al Servicio de Inteligencia Británico (MI6), de manera especial contra la directora de la institución, mejor conocida como M. La lealtad de Bond será puesta a prueba cuando deba desenmascarar a la peculiar organización criminal que está detrás de una serie de violentas acometidas cibernéticas contra la agencia de inteligencia.
En una especie de viaje que comienza con la muerte y termina con la infancia, Skyfall (que hace referencia a la propiedad donde habitó en su niñez el asesino al servicio de Su Majestad) no sólo nos ofrece notables escenas de acción, un par de muertes inesperadas, un villano sobreactuado pero temible (Javier Bardem, ostensiblemente rubio y en ánimo gay) y sobre todo una sólida dirección, convierten a la cinta número 23 del personaje creado por Ian Fleming en una de las más entretenidas de la serie.
No olvidemos que el cine de espías, particularmente la saga Bond, rara vez sobrevive al margen de los clichés: las chicas atractivas que se derriten por el protagonista, las referencias a las marcas que patrocinan el filme, la desesperante pedantería del 007 y sobre todo, la maldad caricaturesca de su antagonista. Pero dado que todos ellos son elementos que han estado siempre presentes en su filmografía, los amantes de la serie fácilmente podrían pasarlos por alto.
Sam Mendes, a quien conocíamos por dramas al estilo Belleza americana (American beauty, 1999) o comedias agridulces como El mejor lugar del mundo (Away we go, 2009), ha dado un sorpresivo giro a su carrera con la elección de este filme de acción, algo que no es casual, el proyecto ya venía cocinándose desde hace un par de años. Hay quienes comparan esta nueva faceta de Sam Mendes con lo hecho por Christopher Nolan con Batman. No creo que sea para tanto, pero 007: Operación Skyfall, bien puede funcionar para pasar un momento entretenido, incluso para quienes no somos fans del personaje.
Una de las mejores propuestas que nos trajo la decimosexta edición del Tour de Cine Francés fue indudablemente Metal y hueso (De rouille et d’os, 2012), sexto largometraje del cineasta galo Jacques Audiard, quien con apenas media docena de obras se ha convertido en un imprescindible de aquella nación europea.
Basándose libremente en el libro de relatos cortos Rust and bone, del escritor canadiense Craig Davidson (aún sin editarse en español), Audiard nos presenta a Stéphanie, una domadora de orcas en un acuario de la costa francesa, que hastiada de su pareja dominante decide salir a la calle en una accidentada noche de copas. En el antro al que asiste, trabaja el inestable y primitivo Alain, un padre soltero que sobrevive con empleos menores y que por si fuera poco es aficionado a las peleas callejeras. Dos accidentes terminarán uniéndolos en diferentes etapas de sus vidas, sin dramas y con sexo casual… no son la típica pareja que al estar juntos superarán sus problemas y serán mejores personas, aquí, al final de la jornada volverán a ser los mismos que eran antes, con la única diferencia de que ahora estarán juntos.
Audiard retoma varios elementos de sus filmes anteriores, la relación entre la discapacitada y el hombre rudo formaba parte del thriller Lee mis labios (Sur mes lèvres, 2001), la complejidad de las relaciones familiares de El latido de mi corazón (De battre mon coeur s’est arrêté, 2005) y la crudeza en el submundo del crimen de Un profeta (Un prophète, 2009). El realizador francés amalgama estos elementos y les agrega una extraordinaria pareja de actores, la estrella Marion Cotillard (quien recientemente ha participado en varias producciones estadounidenses) y el menos conocido Mathias Shoenaerts, quienes interpretan de manera inmejorable a sus personajes.
Como en cada filme de Audiard el comentario social se hace presente: los empleados de las grandes transnacionales son espiados por sus patrones, cada movimiento en falso de los trabajadores es aprovechado para despedirlos sin indemnización. Aunque el mundo laboral es muy distinto al tema que propone el director francés (“contar una historia de amor llena de luz y de espacios”), éste parece quedar de lado ante la fuerza de las escenas sin romance ni dramatismo. La narrativa es concreta, esencial y por momentos, muy cercana y casi documental.
Aunque pudiera considerarse que tiene un soundtrack demasiado pop (que va de Lykke Li y Bon Iver hasta Katy Perry), Metal y hueso es una de esas películas en las que todo parece encajar muy bien, incluso los efectos especiales (amputaciones y prótesis que aparecen en casi toda la cinta). Este nuevo trabajo de Audiard no solo es la carta de presentación de un Tour que sigue vigente a dieciséis años de su fundación, sino también es un recordatorio de la vitalidad que, a pesar de los pesares, aún conserva el cine francés.
Como parte de la referida muestra gala se presentó el segundo largometraje de la joven actriz y ahora directora Valérie Donzelli, Declaración de guerra (La guerre est déclarée, 2011). Este filme inauguró la selección de la Semana de la Crítica de Cannes y también pudo verse en el reciente Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM).
Romeo y Juliette se conocen fortuitamente en un ruidoso bar, ellos saben de inmediato que el destino los tiene marcados. Viven su amor y al poco tiempo tienen un hijo, el pequeño Adam. Después del habitual dolor de cabeza que provocan los llantos interminables, los biberones a altas horas de la noche y los constantes cambios de pañales, la ansiedad habitual de los padres primerizos se ve justificada con la irrupción de una terrible enfermedad. Así es, el pequeño Adam tiene un tumor cancerígeno. En el momento de enterarse de la noticia, los jóvenes padres toman la determinación de iniciar una lucha sin cuartel contra el padecimiento de la criatura, una situación que pondrá a prueba la determinación de la pareja.
Los protagonistas del filme, la propia Valérie Donzelli y el actor Jérémie Elkaïm, también son los guionistas de esta historia que es la suya. Sí, tanto Donzelli como Elkaïm, fueron pareja hace algunos años y ahora solo comparten el amor por su hijo Gabriel (quien aparece en la película como Adam a la edad de ocho años), juntos soportaron el calvario que supone el cáncer infantil y decidieron contar su experiencia con ánimo de exorcizar sus propios demonios.
Declaración de guerra evita caer en los excesos de tantas películas que tratan del tema del hijo que sufre una enfermedad potencialmente mortal y la pareja que es puesta a prueba por las circunstancias. En este caso, el filme se centra en la relación de la pareja más que en el desarrollo de la enfermedad y a pesar de lo dramático que pudiera resultar el tema, sortea con más o menos fortuna los terribles escollos de la cursilería y la lágrima fácil a las que nos someten buena parte de sus homólogas norteamericanas.
Un montaje dinámico (a veces de más), una equilibrada y abundante (y a veces excesiva) banda sonora dan a la obra un ritmo preciso, justo para mantener el interés de la audiencia en el drama íntimo que vive la pareja, un drama que a veces se acerca peligrosamente a la categoría de musical. Declaración de guerra es una cinta que se siente y se vive muy cercana a su directora. Valérie Donzelli se la dedica a su hijo, pero también a todo el personal del hospital público donde fue atendido. De esta manera el filme se convierte en un reconocimiento a la importancia que tienen los sistemas públicos de salud sin importar cuantas guerras se ganen o se pierdan en las miles de tragedias familiares que a diario se viven en los hospitales de todo el mundo.
El cine de terror ha sido sobreexplotado hasta el cansancio. Cada año nos llegan a la cartelera una sarta de películas hechas en serie con el mínimo de imaginación posible. Aun así, la capacidad de convocatoria del género en festivales como el local Mórbido (que recién tuvo su primera edición en Pátzcuaro) es indudable. Con esta pesada losa a cuestas llegó La cabaña del terror (The cabin in the woods, 2011), largometraje debut de Drew Goddard, quien junto a Joss Whedon (director de Los Vengadores), coescribió el guión de este trabajo, que ha generado toda clase de comentarios por su supuesta crítica-homenaje a los elementos habituales del género.
Drew Goddard es conocido sobre todo en el medio televisivo, escribió guiones para las series Lost, Buffy la cazavampiros y Alias. Desde hace tiempo venía madurando la idea de hacer una película de terror que fuera divertida, Goddard se declara amante del género y quería, según sus propias palabras: “presentar algo que fuera más allá de una cinta promedio de terror”. Y aunque su ópera prima comienza del modo más predecible: cinco adolescentes que van de viaje a una cabaña perdida en el bosque sin comunicación con el mundo exterior; poco a poco va añadiendo elementos que pretenden hacerla distinta a las demás. De manera similar a lo que vimos en El cubo (Cube, 1997), los jóvenes son protagonistas involuntarios de una especie de reality. Lucharán por sus vidas en un laberinto mortal que sirve a los más extraños poderes que reptan desde hace miles de años bajo la superficie de la Tierra.
El estreno fue retrasado mucho tiempo debido a que los estudios querían que se proyectara en 3D, algo a lo que se oponía el director, quien finalmente se salió con la suya y pudo verse únicamente en formato tradicional. Cosa curiosa sin embargo es que en muchos países de Europa la cinta pasó directamente al mercado de video. México es uno de los pocos países en donde se pudo ver en las salas de cine, aunque con un número limitado de copias.
Como suele suceder en películas de este tipo, encontramos pocos rostros reconocibles en la pantalla, salvo Chris Hemsworth, que aparece ya sin la melena ni el martillo de Thor. Pocos sustos y poca sangre tiñen las escenas que cliché tras cliché van dando forma a la inicialmente predecible trama: las rubias mueren primero, la virgen (casi) resulta ser la más fuerte y el junkie menospreciado es quien más peleará por salvar el pellejo. Lo mejor y probablemente lo peor llega en el tramo final de la cinta en forma de un extrañísimo cubo de Rubik. Lo mejor por haber intentado hacer algo distinto y lo peor debido a que no funciona en absoluto.
Catalogada por muchos medios como “la mejor película de horror del año”, La cabaña del terror nos da una idea de lo mal que anda el género. En un inicio retoma los lugares comunes de este tipo de filmes y después mañosamente quiere aplicarle una brusca vuelta de tuerca invocando explicaciones rebuscadas, inconsistentes y desconcertantes. Al final no es más que un filme llano con tintes pretenciosos. Aun así, hay quienes ven en él todo un ejercicio de crítica a la maquinaria cinematográfica de Hollywood. Ya lo decía Luis Buñuel: “Hay quienes ven todo el planeta Tierra en donde solamente puse una maceta”.