Por Armando Casimiro Guzmán
Después de estar ausente de las pantallas durante poco más de un lustro, llegó por fin el quinto largometraje del australiano Baz Lurhmann, El gran Gatsby (The great Gatsby, 2013), que cumple con los suntuosos estándares de un director acostumbrado a los altos presupuestos, vestuarios costosos y muchos minutos de metraje. Por si fuera poco, la cinta también está disponible en formato 3D y ha funcionado de manera aceptable en la taquilla norteamericana.
Baz Lurhmann decidió hacer una nueva adaptación de la novela más famosa del gran escritor estadounidense Francis Scott Fitzgerald (se recuerda sobre todo la desangelada versión de 1974 con Robert Redford y Mia Farrow). El gran Gatsby está ambientada en la década de 1920, en donde el artificioso auge del mercado de valores provee los recursos para toda clase de onerosos despilfarros. Es en esa época de lujos y excesos que destaca el misterioso Jay Gatsby, quien ofrece enormes y espectaculares bacanales en su mansión, todo esto con una misteriosa finalidad.
Es difícil hacer una adaptación cinematográfica de una obra literaria tan conocida y considerada imprescindible por buena parte de los lectores asiduos. Pero al menos, cuando se presenta una película de Baz Lurhmann ya sabemos a lo que vamos: Moulin Rouge! (2001), Romeo y Julieta (Romeo+Juliet, 1996), así como esa especie de larguísimo promocional turístico Australia (2008), atestiguan el estilo abigarrado, ruidoso y chillante del cineasta austral.
El clásico de Fitzgerald se convierte en manos de Lurhmann en un ostentoso y pesado videoclip de dos horas y media de duración. Quizás en un intento de ganar la taquilla más joven, la historia se centra en una tibia e incierta relación entre el decadente Gatsby y la manipulable Daisy Buchanan, aderezándola con innecesarias y mareantes escenas hechas a modo, para el lucimiento de la tecnología 3D, despojándola además de la intensidad y desencanto del relato original.
Curiosamente a pesar de la estridente y anacrónica banda sonora, la música parece funcionar bien dentro del exagerado y grandilocuente estilo del filme. El reparto es enorme y en términos generales parece funcionar bien, sobre todo Leonardo DiCaprio como el misterioso millonario, así como Elizabeth Debicki y Joel Edgerton en papeles secundarios. A pesar de lucir espectacular en su peinado corto estilo años veinte, Carey Mulligan es incapaz de reflejar la complejidad contradictoria de Daisy Buchanan, algo similar pasa con Tobey Maguire como el narrador casi omnipresente de la historia.
El hecho de que la película apela al dudoso recurso de mostrar fragmentos de la obra escrita en pantalla, habla de la incapacidad de la producción de poder transformarlos en imágenes. Ésta sobrecargada y exhibicionista versión, es una confirmación (una más), de que al director le importa mucho más la forma que el fondo. Es también una prueba de que Lurhmann puede convertir cualquier obra importante de la literatura universal en una pomposa sinfonía pop de colores llamativos, todo ello con la impunidad rampante que ofrece el sistema hollywoodense a todos aquellos que llenan sus arcas con millones de dólares.
Después de haberse presentado en diferentes festivales (Rotterdam, Morelia y hasta Sundance), Halley (2012), largometraje debut del mexicano Sebastian Hofmann, inició hace un par de semanas su vacilante y discreto paso por la cartelera mexicana con apenas quince copias.
Con guion propio del director debutante, quien se dio a conocer por sus trabajos de edición para diversas cintas nacionales, Halley nos presenta a Beto, un callado guardia de seguridad de un gimnasio de la Ciudad de México que guarda un peculiar secreto: ya está muerto. Ni el maquillaje, ni las lociones, ni los parches de cinta masking ocultan ya la descomposición de su delgado cuerpo, razón por la cual, decide renunciar a su monótono empleo para evitar el contacto con otras personas.
Según el propio Hofmann, la cinta habla sobre la muerte y la relación del hombre con su cuerpo. En pocas palabras su autor la define como “un ensayo sobre la angustia”, algo que no queda del todo claro. En cambio, resulta más evidente el deambular de un monstruo contemporáneo que pasa inadvertido en la gran ciudad, el contraste entre los cuerpos vivos, ejercitándose y perfeccionándose contra el despellejamiento y la carne putrefacta, así como el inútil delirio religioso ante lo incurable. Todos ellos son elementos presentes en un relato que apenas si se sostiene dentro de sus propios límites.
A pesar de todo la película tiene algunos aciertos, entre los que destacan un gran trabajo de fotografía y una narrativa que no pierde el hilo a pesar de la parquedad de sus situaciones; también hay que mencionar el desempeño de su protagonista Alberto Trujillo, quien afirma debió perder al menos veinte kilos para interpretar a su personaje, una especie de Pablo Boullosa bastante desmejorado.
En varias ocasiones los productores hicieron hincapié en que Halley es la primera película mexicana de ficción que se ha filmado en el Polo Norte, específicamente en Groenlandia, hecho que carece de importancia cuando las bellas imágenes boreales se anexan al filme como un apéndice innecesario. Por otra parte resulta entre anticlimático y extraño que algunas escenas y buena parte de los diálogos se traduzcan en situaciones de verdadero humor involuntario. Además, la necia fijación-amistad de la administradora del gimnasio con el retraído protagonista nunca parece tener un desenlace de peso en la historia.
Halley es cine para festivales, fue un poco extraño verla en una sala donde un grupo de adolescentes despistados salieron despavoridos después de los primeros quince minutos del metraje. Es un filme contemplativo que se alarga artificialmente para convertirse en largometraje. Al menos hay que reconocerle cierta audacia en su rareza y mencionar que pudo ser peor, mucho peor.
Por alguna extraña razón, está por cumplir un mes en cartelera el debut en la dirección del experimentado actor californiano Dustin Hoffman, un trabajo que ha sido distribuido en nuestro país con el horrendo y desatinado título de Cuatro notas de amor (Quartet, 2012). Una pequeña producción británica que seguramente hubiera pasado desapercibida si no hubiera sido nominada a los Globos de Oro, en la categoría Mejor Actriz (para la inglesa Maggie Smith).
Basada en Quartet, obra teatral del experimentado guionista Ronald Harwood, adaptada por él mismo, la película está ambientada en una especie de asilo para músicos retirados de Inglaterra. En ese lugar, cada año los jubilados acostumbran celebrar el cumpleaños del compositor italiano Giuseppe Verdi con un ambicioso programa musical. La habitual armonía del lugar se ve trastocada con la llegada de una antigua diva de la ópera, quien con sus desplantes y actitudes promete alterar las rígidas costumbres del lugar.
Como referente inmediato es fácilmente reconocible otro filme de origen británico: El exótico Hotel Marigold (The best exotic Marigold Hotel, 2011), en donde también se pretende reconocer la valía y el aporte de los ancianos a la sociedad, sobre todo en el continente europeo, en donde existe una mayor proporción de personas mayores de sesenta años respecto de la población total. El problema con ambos ejemplos es la tibieza con que se retratan las aspiraciones, las limitaciones físicas, así como la discriminación que sufre ese segmento poblacional que está en constante incremento.
Contada en tono de humor y con aire de “feeling good movie”, la cinta atestigua los devaneos amorosos, los intentos de conquista, las manías repetitivas y el revivir glorias pasadas de este numeroso grupo de músicos y cantantes jubilados. Los veteranos actores Maggie Smith, Tom Courtenay, Pauline Collins y Billy Connolly (quien tiene quizás el mejor desempeño), forman el cuarteto del título original en inglés. Un grupo musical que pasó sus mejores momentos décadas atrás interpretando su versión de Rigoletto, de Verdi. Como parte del elenco y a modo de reconocimiento, se encuentran varios ex miembros de las compañías teatrales y orquestas más importantes del Reino Unido, un detalle en el que se hace hincapié en los créditos finales.
Cuatro notas de amor presenta con ligereza, optimismo y hasta ingenuidad una etapa de la vida a la que muchos temen llegar. Es una película tersa, adecuada para quienes no gusten de ser incomodados por las imágenes proyectadas en una sala de cine. Incluso, lo que parece ser el conflicto más importante de la historia se resuelve con facilidad en unos pocos minutos. Una cinta correcta y bien producida de alguien que debuta a los 75 años en la silla de director… habrá que decir también que es muy aburrida.
Sin grandes expectativas, llegó a la cartelera Línea de emergencia (The call, 2013), octavo largometraje del estadounidense Brad Anderson, quien después de algunos coqueteos con el cine de terror y las series de televisión, decidió volver a la pantalla grande con un producto de entretenimiento de poca exigencia y que sorpresivamente ha obtenido (por primera vez en la carrera del director), buenos resultados en la taquilla norteamericana.
La WWE, empresa de lucha libre afincada en los Estados Unidos, decidió incursionar hace unos años en la producción de películas de acción, con la finalidad de meter mucha gente a las salas de cine aprovechando la popularidad de los gladiadores que militan en su organización. Es algo así como lo que hicieron empresarios sin escrúpulos con los enmascarados nacionales cuando los pusieron a dar patadas voladoras y brincos desde la tercera cuerda en películas infames de bajo presupuesto. Dicho lo anterior, es obvio que Línea de emergencia es un filme de encargo, originalmente sería dirigido por Joel Schumacher, uno de los más prolíficos maquiladores de Hollywood. Por razones que no se aclararon, Schumacher dejó el proyecto y Anderson entró al quite con poco tiempo para el rodaje. Se dice que lo primero que hizo Anderson fue confirmar a Halle Berry y a la ex Little miss sunshine, Abigail Breslin en los papeles principales y el resto es historia.
La trama gira en torno al ajetreo habitual del centro de llamadas de emergencia de la ciudad de Los Angeles. En ese lugar, Jordan, una morena operadora del 911, comete un fatal error de concentración durante un enlace telefónico que parecía de rutina. Meses después, ya retirada del trabajo de campo, tiene la oportunidad de resarcirse cuando uno de esos locos que son tan comunes en las películas norteamericanas, acecha de nuevo a las adolescentes californianas.
Con un desarrollo bastante previsible la historia ofrece el esquema típico de superación que tanto agrada al público norteamericano: error-caída-conflicto-redención. Escena tras escena la película repite los clichés habituales del cine de acción: locos peligrosos, agentes de la ley comprometidos, persecuciones sin sentido y una sarta de personajes que toman toda clase de decisiones estúpidas.
El elenco predominantemente femenino está encabezado por Halle Berry, como la neurótica operadora del 911. Es acompañada por Abigail Breslin, quien aunque luce muy bien en espectacular sostén azul, apenas cumple con los bajos estándares planteados por el filme. Para quienes son seguidores de la lucha libre podrán reconocer a un par de personajes de la WWE, aunque para el resto es algo que pasará totalmente inadvertido.
Brad Anderson había conseguido cierta notoriedad con la extraña comedia romántica Happy accidents(2000), el drama criminal rodado en Rusia, Transsiberian(2008), pero sobre todo con el alucinante thriller psicológico El maquinista(The machinist, 2004), con un flaquísimo Christian Bale en el papel principal. Muy poco o nada hay que rescatar de este nuevo trabajo del joven director, que tras sumar sonoros fracasos taquilleros decidió incursionar de lleno en el cine de encargo. Línea de emergencia, con todo y su disparatado desenlace, apenas alcanzará para satisfacer los gustos menos exigentes, pero ha sido un éxito económico para la WWE, por lo que tristemente encontraremos más de esto en las pantallas.