“La velocidad de la caída demoledora. Las alas se deshacen de sus plumas que se quedan flotando entre tanta nube o se cristalizan como nube y mi aureola se desprende de su polvo de luz hasta quedar completamente desnuda, convirtiéndose en un flaco cadáver de alambre”, escribe Joserra Ortiz en La Conquista del Monte de Venus (Abismos, 2017); una historia que inicia como deben iniciar todas las historias: con un hombre perdido. Alguien que se desliza en el caluroso Valle de Guadalupe en Baja California en el año de 1923; ese hombre se llama Peter Schaz, y está buscando el decorado de la película Los Diez Mandamientos (1956), un set art decó tan extravagante como irrisorio. Comienza a narrarse ahí una novela colmada de pornografía y cine grindhouse.
Joserra Ortiz es doctor y maestro en Estudios hispánicos por la Brown University, licenciado en Letras Españolas por el Tecnológico de Monterrey, y profesor de tiempo completo en la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Se ha autoproclamado como “Medievalista de la Hipermodernidad”, aquella a la que Gilles Lipovetsky definió como una fase de codificaciones definitivas, estimulaciones, opciones equivalentes en cadena, indiferencia por exceso, no por defecto sino por hipersolitización. Dentro de esta categorización, Joserra Ortiz ha establecido conceptos como Narcowestern, Cybernoir y Pospoliciaco.
Presentamos a continuación una entrevista con este vanguardista narrador; conversamos acerca del corridísimo paracatólico en la cultura del narco, las hagiografías —historias de santos—, y la figura del héroe en la literatura en castellano, además de su trabajo como difusor cultural en las Jornadas de Detectives y Astronautas.
“No hay modernización (y, por tanto, tampoco forma de vida moderna) sin una masiva y constante producción de basura, entre ella, los individuos basura definidos como excedentes”, dijo Zygmunt Bauman, ¿por qué denominarse como “medievalista de la hipermodernidad”?
Porque el medievalismo fue la disciplina romántica que surgió para contrarrestar la cultura del olvido que constituyó, y sigue construyendo, la tradición del Renacimiento que se volvió la Modernidad y, luego contrarrestó la posmodernidad y definió la hipermodernidad: un espacio en el que el no-alineado es basura y está contento de serlo, porque es igual, o más válido, de lo que no se acepta como desecho. Desde sus albores en el siglo XVI, la idea de lo moderno se edifica sobre la negación de una cultura de masas que evita la regulación de lo educado; pero siempre ha existido la cultura-basura que sucede en contraposición al sino moderno que dicta educar para supuestamente progresar. La hipermodernidad en que vivimos es exactamente igual al Alto Medioevo: atenta de la maravilla, está deseosa de abandonar el relato por la experiencia de lo intrascendente que, al final, no lo es tanto porque habla de nosotros. Lo mío es celebrar el exceso de lo efímero como marca, no de época sino de tradición marginal. El Alto Medioevo, en retrospectiva, es el origen del punk. Y yo soy punk.
¿Qué es lo que te llevó a escribir una tesis sobre El Corridismo paracatólico en la cultura del narco, para tu doctorado en Estudios Hispánicos de la Brown University?
Me formé como medievalista y trabajaba, para doctorarme, algunas vidas de santos extravagantes en manuscritos del Siglo XIV; sobre todo las variaciones de un güey que se llama San Ginés de la Xara. Mientras escribía los resultados de mi investigación, me di cuenta que lo que me importaba decir pertenecía a un mundo viejo de muy pocos académicos, y que sin embargo era completamente traducible a una experiencia actual que era igual a la de hace un milenio. Los santos que leía, que llamamos “extravagantes”, surgieron de la misma manera que las actuales figuras de devoción del narco que después llamé “paracatólicas”, así que redireccioné mi intención con la idea de participar de una discusión contemporánea (no ha pasado)… y sobre todo de obtener un trabajo (sí pasó). En el área de la literatura en español, los que menos se acomodan son los medievalistas castellanos.
¿Qué es lo que te atrae de las hagiografías, esas historias sobre las vidas de los santos, y cuál es el mejor relato de martirio que has leído?
Las hagiografías clásica y medieval pertenecen a un mundo en el que no existía la noción o idea de “literatura”. Son relatos construidos desde la concepción de que el texto, como proposición, es “verdadero”; es decir, provienen de un mundo donde no se concibe, ni siquiera, la idea de ficción. Eso es muy distinto al mecanismo de la Modernidad, en el que se enaltece el valor de la “invención”; y es lo que me encanta de la onda medieval: entender que cuando se lee una Vita no se lee un artificio, ni una mímesis, sino uno testimonio. Ahí sucede (y seré anacrónico) un placer lector indescriptible: atender a las sensibilidades del martirio y del premio como posibilidades asequibles; un relato donde la vida real, sin caer en disposiciones fantásticas, es incomprensible. El Alto Medioevo, como la Hipermodernidad, funciona metafísicamente bajo la idea de que la existencia es ridícula, pero funciona.
Mi Vita favorita, por siempre, es la de Santa María Egipciaca, especialmente la que se conserva en el manuscrito H-I-13 del Escorial; es parte de una suerte de antología accidental donde también hay, por ejemplo, un relato Carolingio. Aunque es parte de una tradición de “Santas-Putas”, es la más literal y la más gráfica. La historia de una puta que quiere convertirse y que, para evitarlo, baja la mano de Dios a madrearla e invitarla al suicidio, orillándola a vivir durante décadas en el desierto con tres pedazos de pan hasta que muere y la entierra un león. Tanta imaginación merece mi respeto de lector.
Jorge Mario Bergoglio ha dicho que: “Los santos no son héroes, sino que son pecadores que siguen a Jesús […] la diferencia entre los héroes y los santos es el testimonio. Ir en el camino, el de la humillación y el de la cruz”. Como un escritor que trabaja temas propios de heroísmo, ¿cuál consideras que sea la principal diferencia entre héroe y santo?
Aquí me preguntas dos cosas. La primera (me) la resolví hace algunos años cuando leyendo a C. M. Bowra entendí lo que él resumió en una frase: “Los dioses no son los héroes”. El heroísmo es una condición humana y no le compete a la divinidad, ni a sus protectores. Por otra parte, el Papa se equivoca: en la figuración heroica no importa el origen sino la condición. Todo heroísmo es una testificación, una anagnórisis. Los santos, como los héroes, se sacrifican y su intención es mejorar nuestro mundo, ofrecer en su ejemplo lo que no podemos ser. No hay diferencia entre el héroe y el santo, porque el santo es un héroe; termina destruyéndose para formar una nueva sociedad: el martirio es un heroísmo, y que venga el Papa a decirme que lo de Prometo no es lo de San Pablo.
Y aquí entra quizá la figura del ‘Enmascarado de Plata’, que como Saulo de Tarso, encontró la santidad desde la esquina del mal.
Pues sí, el Santo empezó siendo rudo, pero luego se dio cuenta que lo redituable estaba en la otra esquina: en el mercado por el afán del mercado. Su hijo es el que más ha demostrado que el Santo es un nombre, una marca, y no un signo; es uno de los luchadores más mediocres que hay, pero vende mucho. No me gusta como luchador, ni el Santo ni su hijo, mucho menos como figura significativa de una mexicanidad popular.
La Lucha Libre tiene aspectos que hablan de todos los mexicanos, ¿por qué crees que existan tantas relaciones entre ésta y la literatura?
¿De verdad lo crees? Yo no las leo. Esta pregunta me causa problemas hasta ontológicos, porque es una condición que hasta en la cultura popular nos incita a creer que la mexicanidad se rige por esos símbolos. Pero no. No lo creo.
¿Tienes alguna anécdota con Aarón Rodríguez Arellano, la leyenda potosina del ‘Mil Máscaras’?
Mientras no pierda su incógnita no podemos decir que ese es su nombre sin tapa, no seamos groseros. Fuera de eso, no tengo ninguna anécdota memorable… al campeón le contesté el teléfono algunas veces porque es amigo de mi padre y a veces le llama. Eso sí, estoy convencido que él es la lucha libre y que no ha habido nunca nadie como él. La existencia, la mera existencia de Mil Máscaras anula la pregunta anterior.
¿Qué son las Jornadas de Detectives y Astronautas, y de qué manera surgieron?
Pues ya no son… fueron. Fueron el primer y único evento dedicado al policiaco… Después de quince años, las terminé para siempre en octubre de 2017, el año pasado. Las empecé en 2002 y durante todo ese tiempo fueron la reunión anual de escritores de literatura “anti-establishment” en la Feria Internacional del Libro de Monterrey, sobre todo género policiaco, ciencia ficción, cómics. La onda siempre fue juntar a los escritores de los márgenes del mainstream para fortalecer la idea de una literatura no-canónica. Cuando empezamos reclutamos a muchos escritores que hoy son best-sellers y, en restrospectiva, peores escritores que entonces. Pero ahora son muy famosos, y como de verdad ellos se volvieron el mainstream y ahora son todo lo que se suponía que no éramos, decidí terminar las Jornadas.
Regresando al paracatolicismo, ¿cuál es tu corrido favorito dentro del Cancionero bibliográfico de Jesús Malverde?
La verdad, el mejor siempre será el de Los Cadetes de Linares, que es el clásico y, popularmente, el primero… pero el que de verdad prefiero es el de “El impostor de Malverde”, del Shaka (Sergio Vega), porque toma un motivo muy folklórico del relato universal (el doble), para contar una historia completamente original en el universo malverdeano, una canción que no tiene par. Pero sobre todo, ese corrido se deja cantar muy chingón; me emociono cuando lo grito dos mezcales después.
¿Consideras a Quizás, quizás, quizás, de Norma Yamille Cuellar como una novela Cybernoir, y qué opinas del género neopoliciaco?
Por supuesto que sí: conjunta la posibilidad de una tecnología avanzada con el contexto de una clase social subalterna y afectada por ella, al tiempo que plantea ese problema en el contexto de una investigación tipo policial con tintes de especulación gótica. Es una de mis novelas mexicanas recientes favoritas. Debo decir que yo acuñé ese término, “cybernoir”, en una ponencia que dicté en un congreso internacional sobre literatura y estudios culturales trasatlánticos en el verano de 2013 en La Habana. Ahí también anuncié el término de “pospoliciaco”, para abandonar el de “neopoliciaco” que se refiere a una estética, pero sobre todo a una ética ya superadas. Junto con otros términos que se acuñaron ahí (por ejemplo, “narco-western”), la idea en general es la de determinar que el modelo fortalecido por las novelas de Taibo II ya no es practicado por la mayoría de escritores contemporáneos del género. Establecer que hoy aquello ya ha sido superado tiene, sin embargo, el estigma de que no hay buenos escritores. Porque no los hay.
¿Quiénes consideras que sean los mayores exponentes en México de la Neocrónica?
La verdad ya tengo varios años sin entusiasmarme mucho por la crónica que se escribe en México, porque entiendo que la mayoría deja a un lado la cualidad literaria del relato que enriquece a la crónica, en una obsesión por hacer periodismo efectista que sustituye la investigación y la experiencia. Eso sí, tengo algunos autores recientes que leo y releo siempre en este género, como J.M. Servín, Gerson Gómez, un libro de Fernanda Melchor, un par de cosas de Carlos Velázquez, algo de Diego Enrique Osorno, o de Alejandro Almazán… pero, con toda sinceridad, no sé si podría decir que lo que hacen es crónica. Alguna vez lo pensé, pero ahora no tanto.
¿Qué significa para ti Filiberto García, el detective que inauguró la novela policiaca en México?
Desgraciadamente, me parece un personaje muy incomprendido por sus (escritores) entusiastas. Generalmente, sus lectores públicos suelen clavarse en la onda de que es un tipo duro y maldiciento; sobre todo en que es un arquetipo ‘mexicanizado’ del héroe pulp. Eso es reducirlo a nada. A mí lo que me encanta de él, es que es un caso ejemplar no solo de la literatura policiaca sino de la narrativa hispanoamericana en general: se trata de un héroe trágico puesto en el abismo al que no supera pero señala… situación a la que responde, desde una perspectiva kanteana, con la decisión sublime de vaciarse de sí en las circunstancias que lo han construido y darse la oportunidad de la redención desde el miedo que es la certeza de la muerte. Su periplo es moral y éticamente paradigmático: el del hombre cuyas circunstancias le enseñan que la vida es una condición escatológica en la que existe el perdón. Un mártir.
¿Cómo fue participar en la antología ¡Esto es un Complot! (Conaculta, 2015), al lado de autores muy señalados en la literatura negra mexicana contemporánea?
Me alegró mucho que me juntaran, porque soy fiel lector de algunos de los que publican ahí. El libro lo armó mi amigo BEF (Bernardo Fernández), para conmemorar el centenario del nacimiento de Rafael Bernal. Con la misma intención, yo había antologado pocos meses antes El complot anticanónico, y coordinado un dossier similar en la revista Tierra Adentro, con el FETA. Mi libro fue una colección de ensayos sobre la obra completa del autor de El complot mongol; ahí junté a varios muy buenos académicos internacionales para hablar sobre la narrativa de uno de los escritores más secretos y raros de nuestro panorama literario. Fue un trabajo extenuante que me hizo revisar de nuevo casi completa su bibliografía y al que, desgraciadamente, no se le prestó la atención que me hubiera gustado. Por eso me alegró mucho que BEF me invitara a participar de su libro, sobre todo para descansar toda la parte académica y crítica que había dedicado ese año a Bernal y proponer un relato en continuación con su obra. El libro me parece precioso y muy justo, porque es un crisol de muy buenos y muy malos narradores, pero todos entusiasmados. Lástima que nunca me pagaron mi cuento y que, a la fecha, no me hayan dado ni un ejemplar. De hecho, como es un libro caro, nunca lo he comprado para mí, solo como regalo.
¿Qué tanto hay de autobiográfico en La conquista del Monte de Venus (Abismos, 2016)?
Nada. Ese libro está lleno de sensaciones y sentimientos que tuve y me preocuparon mucho en los años inmediatamente posteriores a doctorarme, cuando la ciudad que hice mía se volvió extraña y ajena. Pero a nivel anecdótico no hay nada mío ahí, solo la comprensión del sentir una orfandad y un abandono que se llena con las cosas pequeñas que se vuelven vicios y alicientes: un catálogo de obsesiones intrascendentes, pero significativas, que se vuelven mantra. Hay mucho, eso sí, de una conciencia que adquirí entonces sobre lo que ahora creo que es el arte literario: un espacio que debe renunciar decididamente a la mímesis bastarda y optar por la deformación de las expectativas.
¿Qué es lo que trabajaste en el Taller de Zacatecas coordinado por Martín Solares, y cuándo podremos leerlo?
Un libro de cuentos hagiográficos que plantea, en clave violenta, algunos motivos de santos muy específicos en coincidencia estética con temas actuales. Era una idea que tenía arrastrando un par de años antes del taller, incluso dos de los cuentos fueron publicados en ese ínterin. Terminé los cuentos poco después de nuestra última reunión, pero la verdad no me he dedicado a buscarles publicación como libro. Traigo otras muchas preocupaciones ahorita. Uno de esos textos se publicó en 2017 en la revista española Penúltima. Rescata la anécdota de Simón el estilita y aquí dejo la liga para quien quiera leer. A ver si pronto me doy el tiempo de encontrarles casa. Son buenos cuentos.