Confieso que al empezar a escribir lo hago con el temor de que me quede grande el tema, admito que me da miedo no ser más que un fan lamentando la muerte de uno de sus ídolos. Yo no lo conocí personalmente, nunca lo entrevisté, no iba a sus conciertos, no bebí con él ni con sus allegados. Yo sólo conozco su música. Me da miedo porque quizá es verdad: sólo soy un fan lamentando la muerte de uno de sus ídolos, pero bueno.
La muerte de Celso Piña deja un enorme vacío en la música en México y América Latina dado que el regiomontano le dio una proyección distinta y mucho más amplia a un espectro musical.
Antes de Celso Piña, lo que de vallenato se conocía fuera de Monterrey era muy limitado, y los sonidos de la cumbia nacional eran más bien tropicales al estar circunscritos básicamente a lo que se venía haciendo tanto en la Ciudad de México como en algunos estados del sur, además de lo que como eco nos llegaba de Sudamérica.
No haremos en este momento la historia de la cumbia callera o rebajada, que eso es tema para otro artículo, pero baste decir que en los 80, cuando el movimiento estaba fuerte por influencia de los cholos radicados en Estados Unidos que llegaban con sus discos a Monterrey, y luego con envíos de la Ciudad de México o importaciones directas de Colombia a la capital de Nuevo León, Celso Piña fue el primero que, al decidir cambiar la guitarra y Los Beatles por el acordeón y Andrés Landero, comenzó a tocar en vivo lo que hasta ese momento sólo los sonideros hacían. De esta manera la cumbia colombiana tuvo un exponente en la ciudad mexicana que más le ha rendido tributo al género.
De esta manera Celso Piña sentó las bases de un sonido muy diferente, se volvió pionero y precursor se un movimiento que gracias a él fue visto más allá de las colonias marginales de Nuevo León, y de esa manera la cumbia colombiana se democratizó en México, ya no siendo exclusiva de los llamados “cholombianos”.
Por ello puede considerarse que Celso Piña comenzó a meter el barreno desde 1983, con su primer disco, “Si mañana”, para al final detonar la dinamita, a lo que le ayudó El Gran Silencio en 1998 con el mítico “Libres y locos”, como preámbulo de “Barrio Bravo”, el disco de Celso Piña que en 2001 definiría su carrera.
Pero si logró proyectar hacia todo México un sonido que antes de eso sólo se encontraba en Monterrey, fue porque Celso Piña llegó a mercados que antes hubieran parecido imposibles. Así, antes de que Los Ángeles Azules inundaran el mercado con sus duetos con cantantes de música pop, Celso ya había abierto el camino para la cumbia al hacer duetos que antes hubieran parecido inauditos: Pato Machete, Blanquito Man (King Changó), Lupe Esparza (Bronco), Rubén Albarrán (Café Tacuba), Gabriel Bronsman (Resorte) o Poncho Figueroa (Santa Sabina). Es por ello que si la cumbia en México está en deuda con Los Ángeles Azules por su proyección comercial ad nauseam, los de Iztapalapa deben agradecer al regiomontano por ser el más grande embajador que la cumbia y el vallenato han tenido fuera de Colombia.
Así, con el legado de Andrés Landero, Aniceto Molina, Los Corraleros de Majagual, Alfredo Gutiérrez o Aníbal Velázquez, a quienes conoció gracias a los sonideros que suben sus equipos a los más intrincados cerros de Monterrey para amenizar fiestas; con el espíritu de esos barrios, donde bastan un acordeón y alguna percusión (formal o improvisada) para hacer el baile, con todo el espíritu de los chúntaros o cholombianos que viven esta música como parte de su identidad, con toda esa carga, Celso Piña bajó del cerro y lo mismo puso a bailar a García Márquez que viajó por todo el mundo, acordeón al hombro, llevando su ritmo, su legado, su carga cultural y, lo más importante, su mensaje de paz y hermandad por medio de la música.
Es por eso que tenemos tanto que agradecerle a Celso Piña, porque llegó a romper estereotipos, a ponernos a cantar y bailar sin que nada importara, porque si algo nos dejó bien claro el Rebelde del Acordeón es que la música es un lenguaje universal, sólo que en diferentes idiomas, porque a final de cuentas, como bien decía: música es música.