Rogelio llegó a primera hora del lunes a la morgue de la Procuraduría, llevaba en las manos un fólder amarillo con algunos documentos y fotografías. Con la seguridad de quien sabe a lo que va, se acercó al guardia que registra entradas y salidas, quien lo miró de arriba a abajo, estudiándolo.
–Buenos días, ¿qué se le ofrece?
–Vengo a reclamar un cuerpo.
–¿De quién?
–De mi mujer.
–Okey, regístrese aquí y pase a la oficina que está al fondo, ahí le informan.
“Qué güevos de cabrón para hablar del cuerpo de su mujer”, pensó el guardia mientras lo miraba alejarse por el ancho pasillo, cuyos altos ventanales le daban una luminosidad que parecía todo, menos la morgue. La escena habría sido perfecta si Rogelio hubiera calzado zapatos de vestir o botas ya que la acústica se prestaba para dejar que los tacones se escucharan, pero no, maestro de educación física al fin, siempre usaba esos tenis que lo mismo andaban por marchas sindicales que en horas de trabajo.
Una vez que llegó a la oficina indicada por el guardia el mismo diálogo se repitió, sólo que los agentes de turno, en lugar de sorprenderse por su frialdad, desconfiaron y llamaron a su superior, quien a su vez mandó a los agentes que llevaban las investigaciones de un caso de hacía dos días.
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El sábado por la noche, una señora de entre 45 y 50 años que trabajaba en el Motel Expreso, cuando entró a limpiar el cuarto 16 vio un bulto extraño bajo la regadera y recargado en la pared. Temerosa se acercó y vio que era una cobija, específicamente un cobertor de esos aterciopelados que tienen imágenes de animales. Lo empujó con el palo del trapeador y el bulto rodó. Dio un grito y un salto hacia atrás al ver que de uno de los extremos del envoltorio se asomaban cabellos negros. Aventó el trapeador como con asco y salió corriendo a avisarle al encargado, su hijo, quien demasiado nervioso fue al cuarto a corroborar lo que decía la mujer.
“Ya vinieron estos güeyes a hacer sus chingaderas”, pensó en voz alta el encargado, y es que sabía que los mañosos suelen operar en moteles que usan como casas de seguridad. De inmediato llamó a la Policía y en 20 minutos ya estaban ahí dos patrullas de municipales que “al corroborar el hallazgo procedieron a llamar al agente del Ministerio Público del fuero común en turno para que diera fe del cadáver y procediera a iniciar la carpeta de investigación conducente”, o al menos así se consignó en la nota roja al día siguiente.
Lo primero que hicieron los ministeriales después de interrogar a la recamarera y al encargado del motel fue pedir las grabaciones de las cámaras de seguridad instaladas en las áreas comunes mientras los peritos analizaban la escena en busca de cualquier indicio. Al estudiar los videos reconocieron el buen trabajo que habían hecho con esas cámaras porque desde la entrada y por todo el patio no había un solo punto ciego, así que era muy fácil rastrear cualquier vehículo o persona que anduviera por el lugar desde su hora de entrada hasta que abandonara el motel. Así, vieron que a las 11:35 de la noche del sábado, una Voyager blanca había entrado al motel conducida por un varón de entre 30 y 35 años de edad, sin copiloto, aunque los cristales polarizados de la parte trasera impedían ver si había más pasajeros. Pagó los 150 pesos del alquiler de la habitación y se metió al cajón del cuarto 16. No duró mucho ahí, porque a las 11:56 salió. Era de noche y el conductor de la minivan llevaba gorra y lentes de aumento, pero la entrada estaba tan bien iluminada, que leer las placas del vehículo era muy fácil, sólo era cuestión de acercar la toma de cuando la camioneta pasó por el portón hacia el cuarto indicado por el encargado: PHK-3245.
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El viernes a mediodía, cuando Rogelio se enteró de que Valeria le era infiel con el director de la secundaria donde los dos trabajaban, él como maestro de educación física y ella como prefecta, fue a la Dirección y sin mediar palabra tundió a golpes al director hasta que los intendentes lo sujetaron. Ahí estaba, tirado junto a su escritorio, sangrando por nariz y boca, con dificultad para respirar por las patadas en las costillas, y vociferando, un Rogelio furioso que amenazaba con matarlos a los dos. Al presenciar la escena Valeria no dijo nada, tomó su bolso y salió de la escuela.
Ante la mirada atónita de los estudiantes, algunos de los cuales ya grababan con sus celulares, la subdirectora se acercó a Rogelio. “Maestro, váyase antes de que llamemos a la Policía, ya arreglaremos esto con los del sindicato. Váyase, no queremos problemas con los padres de familia”. Rogelio salió y vio que la camioneta ya no estaba, Valeria se había ido. Avanzó media cuadra y tomó un taxi que lo llevó a su casa, al otro lado de la ciudad, incluso le dio cien pesos más al chofer para que se diera prisa.
Llegó a su casa, ahí estaba la camioneta que ambos habían comprado con sus aguinaldos del año anterior. Entró y vio que Valeria ya tenía un par de maletas en la sala, fue al cuarto y ahí la encontró, guardando algunos documentos en una carpeta. La discusión fue épica, y es que Rogelio había recibido esa mañana un video por WhatsApp en el que se veía a Valeria besándose con el director de la secundaria. No sabía quién se lo había enviado, no tenía el número registrado, trataba de llamar y no le contestaban, ya después ni siquiera entraba la llamada.
Él le reclamó la infidelidad, ella, por su parte, le echó en cara los problemas de erección que Rogelio padecía debido a ciertas hormonas que había tomado por recomendación de un amigo suyo que tenía un gimnasio al que iba todos los días, cuando Valeria decía que iba a casa de su amiga Dulce. De repente él sintió como si Valeria le hubiera dado un balazo en el estómago cuando le gritó “y para tu información, y para que lo sepas, a Dulce hace meses que no la veo, así que saca tus cuentas”, “¡hija de la chingada!, ¡puta cabrona!”, “¡sí, ya me harté de estar con un pinche impotente que ni para cogerse a su mujer sirve!”. A pesar de los manotazos y los rasguños Valeria no pudo hacer nada para evitar que Rogelio se abalanzara sobre ella, no pudo hacer nada para quitarse las manos de Rogelio del cuello, y éste apretaba y apretaba, ella no podía respirar. Sabía que había ido demasiado lejos al decir eso, quería que él la soltara para largarse de ahí pero no podía, y cuando por fin se dio cuenta de que no conseguiría zafarse de esas grandes y fuertes manos, dejó de luchar, supo que moriría. Esos últimos segundos de su vida fueron los más largos, los sintió como si hubieran sido horas hasta que todo se nubló.
Silencio en toda la casa, a lo lejos sólo se escuchaba la bocina de la camioneta del gas.
Ya era de noche y no sabía qué hacer. Si llamaba a la Policía y fingía inocencia diciendo que así había encontrado todo, que no sabía quién le había hecho eso a su esposa, empezarían a investigar, primero en el lugar de trabajo, donde seguramente comentarían lo sucedido, y el director, para desquitarse de los golpes, lo señalaría a él directamente. Estuvo pensando toda la noche hasta que tuvo la idea.
Llevó el cadáver de Valeria a la recámara y ahí lo dejó hasta la noche, no podía arriesgarse a sacarlo durante el día. Una vez que oscureció, metió la camioneta a la cochera, cerró con llave el portón y regresó al cuarto. Ahí envolvió el cuerpo en una cobija, lo amarró bien y lo bajó cargando a la camioneta, donde lo puso en el asiento trasero. Eran las nueve de la noche, anduvo dando vueltas por la ciudad, tomó una salida y vio un motel que se veía bastante austero y solitario.
Se detuvo en la entrada, pagó 150 pesos por el alquiler y se dirigió al cuarto 16. Bajó la cortina del cajón y subió a la habitación para darse ánimos. Estuvo viendo la televisión un rato, intentó masturbarse viendo un canal porno pero no pudo, eso lo llenó de rabia y pareció escuchar de nuevo a Valeria gritándole “¡sí, ya me harté de estar con un pinche impotente que ni para cogerse a su mujer sirve!”.
Regresó a la camioneta, bajó el bulto y lo cargó hasta el baño. Ahí se quedó, bajo la regadera y recargado en la pared. Con un trozo de papel de baño Rogelio limpió donde recordaba haber puesto las manos para borrar sus huellas. Ya iba a ser medianoche cuando salió del motel. Llegó a su casa y encerró la camioneta en la cochera, no sería problema venderla en el transcurso de la semana porque estaba a su nombre.
***
Cuando los ministeriales vieron a Rogelio lo primero que notaron fue los rasguños en sus mejillas.
–Me comenta mi compañero que viene a reclamar el cuerpo de su esposa.
–Sí, aquí traigo documentos y fotografías.
–¿Y esos rasguños?
–Es que me corté cuando me rasuraba.
–Pues no se ande rasurando con segueta, use rastrillo.
Estuvieron viendo las fotos: en fiestas, los dos sentados en un sofá y una en particular les llamó la atención: en ella aparecían los dos frente a una casa y junto a una minivan blanca. La matrícula era perfectamente legible: PHK-3245.
Lo tuvieron en una oficina semivacía durante algunas horas, haciendo el papeleo, le dijeron. Al fin entró un ministerial fornido, ya entrando en años pero con esa dureza en el rostro que sólo tienen quienes han visto y escuchado de todo.
–Efectivamente, el forense tiene un cuerpo que coincide con las fotografías, ¿y sabes qué?, tenemos videos donde la Voyager blanca de la foto aparece entrando y saliendo de un motel la noche del sábado. Una sola pregunta, y dime la verdad: ¿cómo sabes que está muerta?
Rogelio supo que su procedimiento había sido una estupidez pero no se arrepentía, es más, sentía que se le había escapado el director, quizá cuando saliera lo podría buscar.
–¡Contesta!, ¿cómo sabes que está muerta?
–Yo la maté.
Esposado, custodiado por dos ministeriales que ya lo llevaban a los separos, las botas de uno de ellos resonaban en aquel pasillo iluminado por la luz del mediodía. Al ver a Rogelio, el guardia de la entrada no pudo ocultar su sorpresa, y al final del turno, cuando regresó a su casa, fue lo primero que le platicó a su esposa.