El libre tránsito no se refiere a automóviles, sino a personas; aunque cada día se construyan más autopistas y se pavimenten más avenidas, ello no cambia esta inalienable atribución.
Quizá la imagen más común para explicar lo que es darle la espalda al propio destino o no preocuparse de sí sea un tanto prosaica: uno va a cruzar una calle y un auto viene a cierta velocidad, uno cree que alcanza a ganarle y que además éste tiene la obligación de detenerse, entonces uno avanza pero, en lugar de mirar hacia donde viene el auto, volteamos la vista por una inexplicable razón al lado contrario, como restándole importancia al hecho de que un carro puede arrollarnos en el siguiente momento.
¿Se ha puesto a pensar alguien que quizá el conductor no se detenga y que nuestra vida depende en ese instante de un desconocido que tal vez vaya hablando por teléfono, mandando un mensaje, girando la cabeza en otra dirección o haciendo cualquier actividad que le impida conducir de manera correcta el vehículo, por lo que es posible que no nos vea a tiempo y no consiga detenerse? Pues bien, eso ocurre bastante cuando uno va manejando y los peatones, sobre todo niños y muchachos, aunque también gente mayor y algunas de todas edades, caminan sobre el asfalto como si tuvieran el mismo peso y la misma envergadura que una máquina así. Es el complejo de automóvil, gente que se siente auto.
O quizá no. Más justo parecería decir que hay una intuición previa para quien camina por la calle, y es que uno detendrá el auto a tiempo, que el destino parará el golpe, que nada nos pasará porque no tiene porqué pasar (como si los acontecimientos tuvieran que ocurrir de un modo en específico, y el que el vehículo no se detenga fuera una combinación imposible). Pero lo que sucede es lo contrario: cualquier tirada de dados es susceptible de aparecer mientras esté dentro de las posibilidades, y una posibilidad es que los frenos se descompongan y el auto no pare a tiempo, y la persona que vaya cruzando la calle no vea hacia la máquina que viene en contra suya.
Claro que caminar es un derecho: el libre tránsito no se refiere a automóviles, sino a personas; aunque cada día se construyan más autopistas y se pavimenten más avenidas, esto no cambia esta inalienable atribución. No obstante, reglas y leyes prescriben cómo deberían ser los actos concretos, mas lo que vemos es que los actos acontecen como se les da la gana. Si uno esperara a que la vida le hiciera justicia (por sus méritos, buena voluntad o deseos), seguramente se quedaría esperando más allá de su propio lapso vital.
De manera semejante, si uno atraviesa una calle y se voltea cuando el automóvil está más próximo, lo más “humano” sería que éste bajara la velocidad y se detuviera (es obvio que las personas tienen preponderancia sobre una máquina), pero es probable que lo más humano sea que el auto no se detenga, por un error del conductor, por falta de atención o por maldad. Quién puede saberlo.
Uno no debiera dar en este caso nada por supuesto, ni dejar en manos de otro algo que nos concierne más a nosotros, más que a un desconocido cuando se trata de nuestra propia vida. Aunque de dientes para afuera se afirme que el ser humano tiene la preferencia, lo cierto es que la calle o el camino o la vía la han diseñado unos hombres para dar paso a los vehículos (ese maldito choque de lo que debería ser contra lo que es). Y así con otros aspectos.
Me sorprende la sangre fría de esos ligeros peatones que giran la vista para otra parte y dejan en mis manos y mis pies la responsabilidad de su propio destino, así sea por un mísero instante. Los más sensatos, sin embargo, que son los menos, me miran y esperan, o cruzan rápido sin dejar de voltear a encontrar mi rostro, con el gesto de quien exhala un suspiro de alivio al final, como quien hubiese acabado de esquivar una bala que iba planeando contra su cabeza.
Esas pocas mujeres y esos pocos hombres, menos ancianos y jóvenes, casi ningún niño –con su inconsciente felicidad todopoderosa– me recuerdan un diálogo de la película Bringing out the dead (Al límite, en español), de Martin Scorsese, en la que al enfermero del servicio de emergencias que interpreta Nicolas Cage le preguntan quién por lo general sobrevive a un accidente o a un percance, respondiendo que aquellas personas que durante el trayecto de la ambulancia al hospital llevan abiertos los ojos son las que tienen mayores posibilidades de vivir. En cambio, las que los cierran, las que se dejan llevar por la anestesia o las que se quedan dormidas, ésas no sobreviven. Aunque es una metáfora, por supuesto.