Me mandaron a Cuijla para llegar a un acuerdo con los clientes que tenían adeudos. Nunca falta el que se atrasa con sus pagos. Hice escala en Ometepec esa mañana. Me detuve en un lugar donde se come riquísimo: El Bello Nido. Allí estaba la mesera negrita de ojos grandes y trompita parada que me traía tonto; chula la condenada. Bien que se acordaba de mí. Nos miramos, nos sonreímos, nos dijimos una que otra cosa, algo casual. Su tío era dueño del restaurante.
Me senté en el lugar de costumbre. Kenia me atendió de muy buen humor. Traía una blusa blanca con chupaflores bordados. Su cuello, hombros y brazos eran delgados, brillantes como si el sol los hubiera pulido. Noté que estaba acalorada, le escurrió una gota de sudor a la altura de la oreja, donde unos mechones húmedos le daban ese aspecto travieso que tanto me agradaba. Tendría veinte años a lo mucho.
Estaba a punto de preguntarle si le gustaría dar una vuelta conmigo al día siguiente, cuando vi entrar a Homero Galeana, un viejo amigo de la Técnica 357. Me reconoció de volada. Quihubo primo, me gritó, nos saludamos y preguntó qué hacía en Ometepé.
—Voy de paso, por trabajo —aclaré que iba a Cuijla.
—No chingues, pues, me bieras dicho. Ahí vienen Arceta y Radilla. ¿Te acuerdas de ellos?
En los tiempos de la Técnica, Homero Galeana, Carlos Arceta y Rubén Radilla formaban la tercia de gandules de la escuela. Digamos que yo me anexé a su banda cuando ellos ya habían hecho fama. La pasamos bien, volando clases y coqueteando con las morrillas; fumábamos mota de vez en cuando o nos echábamos una caguama en la tienda del Alacrán.
Le dije que era una coincidencia muy grata que nos encontráramos justo allí, en El Bello Nido. Pero estoy por irme, agregué.
—¡Qué coincidencia ni qué la chingada! Ej una señal de Dios, por eso también estáj aquí. La vieja guardia, chingao, al fin reunida depué de veinte añoj.
Imaginé a Homero Galeana dirigiendo una congregación cristiana —¿de cuándo acá creía en las señales del Grandísimo? Nunca destacó por su inteligencia; era un gigante, eso sí. De todas las veces que lo vi romperse la madre ni una vez le tocaron la cara. Cómo cuidaba su puto rostro: ojos verdes, algo oscuros, pestañas chinas, pómulos ovalados, cabello quebrado y mucha distinción que en cuanto abría la boca se iba al carajo. Hubiera sido modelo si no fuera por… bueno, si no fuera de los Galeana.
—¿Qué pues? Vamo a sentarnoj o qué…
Me hice del rogar al principio, pero Homero insistió. Y justo antes de ocupar la mesa junto al ventanal del restaurante, un tipo espigado y prieto se apersonó.
—Patrón, ¿qué quiere que hagamoj? —tenía el rostro cicatrizado como por una quemadura.
Galeana se mostró enfadado, volvió la mirada hacia el extraño y le ordenó que dejara al Mandril en la calle. El sirviente inclinó la cabeza y dijo que así lo haría.
Pensé que esa era mi oportunidad para invitar a Kenia. Hacía meses que soñaba con ella: la imaginaba en una cama, no cualquiera, sino una cama con sábanas blancas que contrastaban con su negra piel; siempre que le dedicaba un pensamiento, por alguna razón, se presentaba en contraste con el blanco; a veces era un vestido que se desprendía de ella como si fuera otra piel y ella una especie de reptil voluptuoso; en fin, no podía sacarla de mi cabeza. Estaba seguro de que yo le interesaba también. Desde el momento en que nos conocimos, meses atrás, la forma en que me miró y me sonrió fue la señal inequívoca de que mi persona había prendado su corazón. Me canso si no, pensé.
—¿Qué vaj a bebé? —el gigante Galena, como le decía el profe de Biología, me dio una palmada en el hombro.
—Una chela nomás. Tengo que manejar a Cuijla.
—Arajo, primo, de cuando acá tan cuidadoso, ¿eh? ¿Ónde quedó el loco Zamacona de la Técnica? —y soltó una carcajada—. Vaj y vienej a Cuijla, total, é menoj de una hora.
Llamé a la negrita Kenia, le sonreí, pagué la cuenta y dejé una excelente propina; le dije que estaría un rato más en la mesa con mi viejo amigo. Le expliqué que era un encuentro fortuito. Me parece que ella no entendió esa última palabra. Cosa del destino, pues, ya sabes, aclaré. Su rostro se llenó de vida al sonrojarse. Guardó el billete de cincuenta en su delantal y antes de que volviera a la caja registradora, aproveché para decirle que el sábado me encantaría llevarla al cine y a cenar. Homero me miró con complicidad, como si diera su aprobación y aceptara no meterse con mi negrita. Los ojos de Kenia se llenaron de cierta emoción y sonrió: sus dientes parecían brillar de contentos.
Arceta y Radilla entraron haciendo mucho ruido, como de costumbre. Parecían algo tomados. Nada fuera de lo común, considerando que eran campeones de levantamiento de caguama en la Técnica. El bruto de Radilla terminó en terapia intensiva la misma noche en que Arceta perdió la virginidad con una prostituta. Así nos abrimos paso a la edad adulta, entre cascos de caguama, fiestas en la playa y putas de poca monta que tenías que vigilar para que no se robaran el alhajero de tu madre o los lentes de sol. Intercambiamos saludos, abrazos, mentadas y recordamos los viejos tiempos.
—Ijuelaverga… ¿Se acuerdan de la Lumbre? —preguntó Radilla con su voz chillona que le ganó el apodo de Ratilla—. Hace poco vi a la mestra y se acordó de loj cuatro.
—Uta madre, nos pasamoj de reata esa vej —dijo Arceta y soltó una carcajada que me hizo recordar aquel día.
Cómo hacíamos rabiar a la maestra de Geografía. Una semana antes del verano Homero puso una tachuela en la silla. Arceta traía su cámara de rollo y le tomó una foto justo cuando sintió el piquete en sus enormes nalgas. Recortamos su rostro y la pegamos en el cuerpo de una suculenta gorda peluchona. La foto le dio la vuelta a la escuela hasta que llegó a la dirección. Poco faltó para que nos expulsaran, pero la Lumbre, como le decíamos, propuso que, en vez de perder el año, pintáramos los doscientos pupitres de la escuela.
—¿Dojientos? Cállate… fue el doble, fácil —Arceta señaló a Galeana.
Pasamos el verano inhalando pintura de aceite y solvente.
Un rato después me despedí, a reserva de volver más tarde, y les advertí:
—No vayan a estar chingando a mi negrita —se pitorrearon de mis intenciones.
La carretera bifurcó hacia la sabana. El viento barría los sembradíos de ajonjolí como si peinara una larga cabellera. Había pocos camiones circulando, así que me relajé y disfruté el paseo. Llegué a Cuijla, muy cerca de un río que serpentea hacia el mar, y entré al pueblo. Hice mis diligencias con un par de clientes: al primero tuve que amenazarlo con una visita del jurídico y un posible embargo. El moroso parecía enfurecido, dispuesto a agarrarme a golpes en el peor de los casos, pero en ese momento su hija, una mulata preciosa llegó con la comida, y agregué:
—Hombre pues, piense en la prole, no quiere ver a la muchacha trabajando en la calle, ¿o sí? —eso fue suficiente para que entrara en razón, firmara los pagarés y se comprometiera a empeñar una propiedad como seguro.
El segundo fue mucho más fácil de tratar. El jurídico tenía registro de sus depósitos bancarios. Una tarde antes de hacer mi viaje, nos pusimos a analizar los números. Nos pareció extraño que cada cierto tiempo hiciera un depósito, siempre por la misma cantidad, a nombre de una mujer que, desde luego, no era su esposa. Cosa más fácil, dijo el jurídico, este pendejo tiene casa chica. Presiónalo con eso y vas a ver cómo afloja lo que debe. Así fue, el pobre hombre me rogó que no ventilara sus asuntos personales a cambio de ponerse al corriente con sus pagos. Firmó los papeles y, si yo no fuera un hombre indulgente, le hubiera hecho firmar un vale por su alma.
Me reporté a la oficina y les dije que el lunes estaría de vuelta en Acapulco. Hasta entonces, no me estén chingando, le dije a mi compañero; él se limitó a mentarme la madre, pues el sábado tendría que hacer doble turno. Aproveché para dar una vuelta por las calles de Cuijla antes de volver al Bello Nido. No supe qué buscaba hasta que lo vi: compré un ramo de flores a una anciana que estaba sentada bajo el alero del palacio municipal. No me había percatado de las nubes que con mucha paciencia habían oscurecido el cielo hasta que vi la hora en mi reloj de pulsera. Entonces se soltó un aguacero. El viento arrancó un viejo anuncio de refrescos, sin que nadie resultara lesionado. Me refugié con la vendedora de flores. La anciana estaba callada, mirando el cielo, como si vigilara a una persona con malas intenciones.
—Va pasá rápido —dijo de pronto y cerró los ojos. Se quedó dormida, como si nada, mientras los truenos arreciaban.
Como el precio de las flores me había parecido bastante caro, y no había señales de que nadie más fuera a comprar rosas esa tarde, decidí hacerme de otras antes de que la vieja despertara. Rellené el ramo justo antes de que escampara. Primero amainó el viento y luego la lluvia, que había inundado las calles aledañas al palacio municipal. Un grupo de niños salió de no sé dónde a jugar con un balón y un perro mugroso. Tardé un rato en encontrar un camino más o menos despejado hasta el coche. Por fin me enfilé hacia Ometepec, con mi ramo de rosas y la música en el estéreo como compañera de viaje.
Estaba a menos de diez minutos del Bello Nido. Manejé con calma por la calle principal, que desemboca en la plaza pública y la iglesia. Faltaba poco y estaba ansioso por hacer mi entrada triunfal. Las flores tenían pétalos sedosos y un olor muy dulce que me hizo pensar en el premio de mi negrita. Con suerte mañana mismo la encamo, pensé. Me figuré los chiflidos y burlas de Homero, Arceta y Radilla, hijos de la chingada, al verme llegar con flores; luego me vino a la mente el tío de Kenia, que por las tardes dejaba el negocio en manos de su sobrina, pero hacia el anochecer se plantaba religiosamente tras la caja registradora.
La lluvia me había retrasado y seguramente allí estaría el tío. Mis viejos amigos, sentados junto al ventanal, donde se encontraba la mesa más grande, seguirían bebiendo, compartiendo anécdotas y, a estas horas, bastante pedos, estarían planeando visitar un teibol. Me arrepentí de llevar flores, pero luego me bragué y, si no me atrevo a hacerlo hoy, me dije, no lo haré nunca.
Cosa rara, había tráfico en la calle principal, así que me estacioné. Mientras caminaba comencé a divagar. Homero, Arceta, Radilla y yo crecimos en la misma tierra. Éramos del mismo rumbo, compartíamos lo esencial, pero cada uno tomó un sendero diferente. Siempre que alguien mentaba el nombre de Homero en una plática, agregaban un pequeño detalle: el gatillero Galeana.
Después de vengar a su primo, asesinado a quemarropa en un baile, se exilió en Chicago por un tiempo. No supe cuándo volvió, pero esa era la historia que contaban. Arceta y yo perseguíamos a la misma chica, con la que se casó finalmente después de embarazarla en el baño de la escuela. Era diputado local, el apellido le sirvió de trampolín. Y Radilla era socio del teibol favorito de los políticos acapulqueños. Esos eran mis viejos amigos de la Técnica, y en el fondo estaba emocionado de saber por qué se encontraban reunidos en El Bello Nido.
A una calle del restaurante me topé con un retén de la policía municipal, que era la causa de tantos coches detenidos. Reconocí al tío de Kenia, tenía la cabeza vendada y una mancha de sangre en la camisa. No dejaba de mentar madres mientras un agente municipal intentaba escribir su declaración en una libreta.
—Estaban bebiendo tres cabrones, cerca de la puerta. Llevaban rato sentados. No sé… creo que se detuvo un coche enfrentito del restaurante y alcancé a ver que se bajaron tres cabrones armados. Mataron al primero —y señaló a quien supuse era el Mandril—. Traté de gritarle a mi sobrina para que se echara al suelo. Estaba limpiando la mesa cuando las balas reventaron el vidrio… Me tiré al suelo, chingada madre. Hijos de siete vergas —gritó.
Los peritos, en sus trajes de plástico, caminaban entre los vidrios y los casquillos, poniendo pequeños letreros amarillos numerados. Parecían seres fantasmales. Tomaba fotografías para reconstruir un rompecabezas que nunca sería completado. No por su grado de complejidad, sino por desidia o complicidad. Y mientras los forenses levantaban la escena entre los restos de la balacera, dos de ellos sacaron el cuerpo de Kenia, envuelto en sábanas blancas, tornasoladas por la luz de las patrullas.
Comenzó a llover a cántaros. La sábana se amoldó al cuerpo de mi negrita y entreví su figura, como en mis fantasías; su brazo resbaló como si quisiera alcanzarme. La escena resultó insoportable. Su tío, parado junto a mí, volvió el rostro deformado por el odio y el miedo, pero no me reconoció.
—Nomás escuché a uno de ellos, el alto, cuando dijo “jálenle, que pa morir nacimos” y trató de sacar su pistola, pero no le dio tiempo. Los rafaguearon. Era un comando de cobardes, hijos de la verga. Me mataron a mi sobrina, chingada madre… ¿por qué tenía que ser ella?
Un agente notó que cargaba flores. Me preguntó qué hacía en ese lugar. Le expliqué que eran para Kenia. Luego le dije que podía ahorrarle el trabajo de identificar a las víctimas.
—¿Quiere hacer mi trabajo? Alístese en el corporativo o cállese.
Preferí no meterme en problemas. Tiré las flores en la banqueta y me largué. Desubicado por la impresión que dejó el cuerpo de Kenia en mi mente, me extravié de vuelta al coche. Parecía no importarme el aguacero que había ahuyentado a los mirones y tenía el pueblo desolado, las calles vacías y las ventanas cerradas. Estaba como desconectado del mundo, fuera de mí mismo; me perdí, y para cuando me percaté de que no conocía el rumbo, una camioneta derrapó junto a mí. Dos hombres encapuchados me arrastraron dentro.
—Éjte mero ej el dedo, ai taba con el patrón en la fonda.
—No chinguen, eran mis amigos.
—Cierra el hocico joetuputamadre —y aterrizó el primer golpe en mi cabeza.
Grité tan fuerte como pude, pero me dieron otro golpe, y otro, y otro…
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