Por Verónica Loaiza Servín
A los 22 año Tomás estudiaba arquitectura. Desde niño había soñado ser un gran arquitecto, fantaseaba cada vez que tenía la oportunidad de ir a la cuidad y de contemplar los altos edificios. Era un joven estudioso y hechizado por el arte de construir. En la escuela le enseñaron de a los grandes como Brunelleschi, Bernini, Eiffel, Paxton, Van der Rohe, Barragán, entre tantos de los que se maravillaba. Siempre se preocupo por estudiar no solo de arquitectura, sino de arte, desde lo clásico hasta lo contemporáneo. Con el tiempo tuvo la oportunidad de viajar y conocer otras ciudades, otras culturas y formas de vida, de lo que aprendió muchísimo.
Después de varios años de estudio obtuvo el título, fue entonces que abrió su estudio de arquitectura esperando proponerle a la gente una solución de construir sus casas, hospitales, templos, parques, etc. Consiguió su primer cliente, primo del vecino de un amigo en común, Teodoro, invitó a Tomás a hacer el proyecto y la construcción de sus nuevas oficinas contables. Tomás, entusiasmado, comenzó a trabajar sobre el restirador las ideas solucionarían las necesidades del contador, con una estética resultado de los estudios que había hecho durante años. Trabajó noches completas, realizó planos de muy buena calidad y una maqueta en donde se explicaba cada uno de los espacios, materiales y texturas que tendría el proyecto. A los dos meses de solicitado el trabajo, Tomás le presentó el proyecto final a Teodoro, éste quedó maravillado por la calidad del trabajo. Nunca había visto una propuesta así, fue entonces que decidió mostrársela a sus socios para convencerlos de la inversión. Pasaron los días, semanas, meses… Tomás no tenía noticias de Teodoro, no contestaba sus llamadas, nadie le pudo dar referencias de él, parecía que la tierra se lo había tragado.
En un día de paseo, Tomás advirtió en la lejanía algo que se le hacía familiar, conforme se acercaba en su auto logró darse cuenta que el edificio que identificaba era el proyecto que le había prestado a Teodoro. Asombrado se bajó del auto y entró a la recepción. La secretaría lo recibió preguntándole si tenía alguna cita, él no pudo contestar, se quedó mirando perplejo el lugar que tenía las texturas, materiales y ventanas que él había imaginado. Sus ideas hubiesen sido hurtadas. Molesto solicitó una cita con Teodoro, quien se negó hasta el cansancio. Tomás no insistió, entendía que no había solución al problema, solo una enseñanza.
Así pasó el tiempo y muchos proyectos, algunos robados, otros totalmente modificados de su propuesta, otros no costeados y algunos destrozados de su idea original. Se sentía traicionado, enojado, decepcionado… ya habían pasado siete años y parecía ser que no valoraban su trabajo, preparación, estudios y aportaciones. Se dio cuenta que no era como le habían contado en los cuentos de arquitectos: “estudió, se tituló, proyectó, construyó y vivieron felices para siempre”.
Ahora Tomás trabaja en la alcaldía de la ciudad, no se desvela, nadie le roba los proyectos, su función es la de rellenar de asfalto las calles con baches; tiene prestaciones, muchas canas, una barriga prominente. Se casó y tiene tres hijos, uno de ellos quiere ser arquitecto.
*Cualquier parecido con la realidad de los arquitectos, es mera coincidencia.
Verónica Loaiza Servín es arquitecta y artista visual.