Cuando el cine apenas dejaba de ser blockbusters y comenzaba a adentrarse en terrenos que exploran la humanidad desde otros puntos de vista, cuando comencé a conocer eso que llamábamos «cine mundial», después «cine de arte», luego «cine de autor» y ahora quién sabe cómo llamemos, cuando venían las primeras muestras de la Cineteca a Morelia y las copias venían rayadas porque se exhibían en 35 milímetros y los proyeccionistas de las anteriores salas en el país no habían tenido la delicadeza de cuidarlas, en aquellos entonces llegó a mis manos una copia de Fresas Salvajes (1957), de Ingmar Bergman.
El videoclub estaba frente al Mercado Independencia. Si no había coche había que tomar un camión ruta «centros comerciales» o simplemente caminar, al fin que en Morelia todo es caminable. O casi todo. Vimos la película con uno de mis mejores amigos, Berardo. Éramos adolescentes y nos habíamos conocido en el servicio militar. Por fortuna nuestra historia no fue la de soldados que se conocen como el dramón de A broken lullaby de Ernst Lubitsch o como la épica Full Metal Jacket, de Kubrick.
Bergman fue para mí uno de los primeros autores que conocí, sin saber qué era un autor o incluso saber qué representaba Bergman para el cine. No había internet (sí, en efecto, hubo una época sin internet y por ahí dicen que hasta hubo un tiempo en el que no existía la electricidad) y saber de cine en una ciudad de provincia se resumía a encontrar estos nuevos lotes de películas que comenzaban a exhibirse en los estantes. No existía Blockbuster aún (ya tampoco existe) y los DVD’s apenas comenzaban a ser lo que son hoy día, a pesar del bluray. Cargar con 5 o 10 videocasettes VHS era un prodigio. Un mundo por conocer que estaba resguardado aún en cintas.
La tradición no era nueva. De niño, mis padres tuvieron a bien rentar una pila de un metro de películas, beta y VHS en un pequeño videoclub (¿el primero en Morelia?) frente al IMSS de Avenida Camelinas. La tradición de quedarse horas viendo el mundo pasar en una televisión se convirtió en reflexionarlo frente a esa pequeña pantalla. No había escuchado el sonido del sueco, del ruso aún. No sabía que era parte de una silenciosa «conquista» que se había originado en Los Ángeles a principios del siglo XX. Tal vez fue un jueves o un martes, tal vez había tenido clase de química o biología por la mañana, aún en la preparatoria.
Lo cierto es que el primer filme que vi de Bergman, ese donde un profesor viaja a recibir un reconocimiento y acaba encontrándose con su alma, su pasado, con la nostalgia, tenía un aire de ser un cine que no buscaba asustarme, hacerme reír o sentir el vértigo de las guerras de los robots o de un asesino enmascarado. Solo anoté el nombre en mi memoria, «Fresas Salvajes», pero no supe más del asunto y mi precaria curiosidad adolescente no me hizo buscar más. Berardo se hizo padre y desapareció, aunque sé que por ahí anda. Quedaron atrás las películas «mundiales» y las borracheras donde aventábamos botellas al videoclub que me veía nacer como cinéfilo.
Lánguidos pasaron los años. Ya era el 2004. Estaba en España, en la Universidad de Santiago de Compostela, cursando un semestre de intercambio. Por fin había conocido el viejo mundo. El profesor era Juan Hernández Les. El curso era Historia del cine. La sorpresa vino hacia el examen final del semestre. Recuerdo sus palabras como si las acabara de decir: «vais a ver Persona, de Bergman. No quiero que penséis, solo quiero que sintáis». El examen consistía en ver la película en una bonita aula de madera, diseñada por Álvaro Siza Vieira. Después de la proyección, tendríamos que escribir una «crítica/reseña». Había que sentir, antes que analizar. Esa obra magna de Bergman se convertiría en un golpe directo, del cual todavía quedan consecuencias. ¿Hay sueños que tardan años en discernirse? Sí, y Persona (1966) es uno de ellos. Años después compré un libro que contenía dos guiones de sus películas. El libro lo presté a una mujer de quien estuve enamorado mucho tiempo. Cuando me lo devolvió, releí los guiones como quien relee una obra fundamental -o al menos así creo que se leen las obras «fundamentales».
En la introducción a Persona, escribe Bergman:
No he escrito un guión en el sentido normal de la palabra. Lo que he escrito es la línea melódica de una pieza musical, que espero que con la ayuda de mis colegas, podamos orquestar durante la producción. En muchos puntos no tengo la certeza e incluso puede ser que no sepa nada en absoluto. Descubrí que el tema que escogí era muy amplio y que lo que escribí o incluí en el filme final (terrible idea) estaba limitado a ser enteramente arbitrario. Por lo tanto invito a que la imaginación del lector o espectador disponga libremente del material que puesto a disposición. [i]
¿Cómo, pensaba yo, podría el mejor cineasta de la historia -para mí, para algunos- dejar a disposición del espectador algo tan aparentemente concreto como el cine? Empero, volver a ver Persona sí trae estas palabras a una voz que permanece callada por la estridencia del nuevo mundo cinematográfico. Los periodistas no hacen entrevistas a profundidad, todos los días hay aparentes «noticias» cinematográficas y los verdaderos autores sufren de un egocentrismo que hace dudar de su obra. Aunque no siempre.
¿Qué escribirían Sorrentino, Lanthimos, Sokurov o Haneke si publicaran alguno de sus guiones y tuvieran que escribir una introducción? ¿Cuándo fue que dejamos de preguntarles a los cineastas cosas fundamentales como los principios básicos de la vida, qué es el tiempo y el espacio para ellos, dónde está lo indefinible de la obra cinematográfica en mundo que busca concreción y explicaciones fugaces? Años después, conocí a una hermosa Sueca llamada Louise en un viaje a Pennsylvania, ahí donde comenzó el fin de la Guerra Civil, donde Lincoln dio su famoso discurso tras la batalla de Gettysburg «El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí digamos, pero nunca podrá olvidar lo que ellos hicieron aquí.» ¿Habría que recordar lo que dijeron los autores, y no lo que filmaron? Tras un largo flirteo mutuo, en algún momento decidí enviarle a Louise otra de mis películas favoritas de Bergman: El séptimo sello (1957).
La historia es muy conocida: un caballero se reta con la muerte en juego de ajedrez. Es el medievo y la peste termina con todos. Un mensaje de whatsapp me echó abajo las ilusiones. Louise dijo: me dio risa la película. No entendía lo que ella había entendido: ver su país retratado en los años 50, a su vez representando los años 1300, era sencillamente irrisorio. Aquí no cabía esa graciosa y agradable discusión que tuve con Don Jesús, el padre de mi amigo Leonardo, sobre si era mejor El Séptimo Sello o Persona. Cuando Bergman murió, en el 2007, solamente cabían esas preguntas, pero había olvidado por momentos el VHS de Fanny y Alexander (1982), el DVD de Sonata de Otoño (1978), La pasión de Ana (1969) o Gritos y Susurros (1972).
Los desencuentros con Louise me alejaron de Suecia físicamente, pero cinematográficamente me habría reencontrado. Era el mismo tiempo en que leí un artículo sobre Bergman y su amigo y fotógrafo Sven Nykvist -aquel que pasó toda su vida buscando la sencillez-. Ambos pasaban tardes y días en el interior de una iglesia, solo para ver cómo caía la luz. Así concibieron Luz de Invierno (1963). Por eso un día de invierno, la luz cayó frente a mí como cae una gota en la frente, o como caen las sábanas sobre la cara después de salir de la secadora. Entendí que, si había yo de seguir una religión, sería la de la luz, esa que silenciosamente predicaba Ingmar Bergman.
[i] Persona and Shame, The Screenplays of Ingmar Bergman. Traducción del sueco de Keith Bradfield. Marion Boyars. Londres, 2002.