Para la mayoría de nosotros era la primera vez que salíamos del país y Cuba se nos antojaba como un país perdido en otro tiempo. Todavía no se restablecía la comunicación diplomática con Estados Unidos y el bloqueo económico hizo que varios de nosotros lleváramos en nuestras maletas varios kilos de comida enlatada que después de días utilizamos como moneda de cambio por unas cajetillas de criollos. Fumamos sin parar durante el tiempo que estuvimos en ese otro tiempo.
Durante el vuelo nos sirvieron jugo de naranja de una marca que supongo debe ser cubana porque nunca en la vida la había escuchado y mucho menos tomado. Nos dieron una especie de sándwich que inmediatamente levantó las sospechas de mi flora intestinal por lo que no me lo comí, pues no quería estar toda la estancia en el país de la salsa y los cuerpos candorosos con malestar estomacal.
Llegamos a Cuba al medio día. Nos dieron la bienvenida el tibio calorcito húmedo del Caribe y la fraternidad cubana de las sobrecargo y las agentes aduanales que nos pedían que registrásemos todo vegetal o comestible que estuviésemos ingresando al país.
¿Piensa usted derrocar al régimen castrista? Fue una pregunta que revoloteó en mi mente mientras las exuberantes proporciones de una de las agentes aduanales distraía mi vista, mi mente, mi olfato… Esto debe ser una trampa, pensé, pues el uniforme de las agentes estaba diseñado para no ver otra cosa que las piernas de aquellas agentes que parecían estar, todas, medidas con la misma medida.
Usaban uniforme militar color caqui, una cofia militar a setenta grados de inclinación sobre un peinado muy bien realizado. Pero, lo que en verdad (me) distraía, eran las medias que todas usaban. Eran unas medias a cuadros grandes que sobresalían a una falda militar corta y que parecía que para donde sea que voltearas, estaban ahí. Así, era imposible decir que sí querías derrocar al régimen castrista, aunque quisieras. No, mi respuesta obvia fue que no quería derrocar al comandante Fidel Castro.
Inmediatamente después de registrarnos en el hotel –un hotel grandioso cuyas paredes mostraban el cansancio de los años de abandono, aunque viejo, el hotel era una ruina majestuosa- salimos en comitiva a bordo de los almendrones. –autos norteamericanos testigos de la grandeza de aquel país caribeño que ahora funcionaban como taxis- a explorar el centro de La Habana vieja, el capitolio, el malecón y la rumba mientras tomábamos Bucaneros y Cristal.
De improviso nos encontramos con la plaza de la Revolución, donde yacían los rostros imperturbables de un Fidel Castro, un Ernesto Guevara y un Camilo Cienfuegos que parecían observar la Cuba revolucionaria del siglo XXI bajo el amparo de las ideas revolucionarias del siglo XX.
Me sorprendió el tamaño de aquel lugar abierto –de pronto me pareció más grande que el zócalo de la ciudad de México- y que habría reunido a los seguidores de la Revolución Cubana para escuchar al comandante emitir sentencias contra el imperialismo estadounidense. El país, en aquel lugar abierto, con aquellos tres rostros, me llenó de nostalgia. Este país –pensé en aquel momento- es un monumento: los carros viejos, los tanques de guerra, los aviones a modo de aviso, los carteles de propaganda pro comunista, toda la isla era un lugar de memoria colectiva, un lugar, como sostiene Marc Augé.
Cuba es un recuerdo vivo de las luchas ideológicas del siglo pasado. Por sus calles, como por las nuestras –recuerdo a Octavio Paz-, se pasean héroes despreciados y desprestigiados pero vivos todavía que abanderan la tolerancia a la frustración que supone un régimen heterogéneo que parece promover el bien común.
Caminamos por mucho tiempo. Llegamos a una calle donde, nos aseguraban, estaba el bar al que le gustaba asistir a tomar cerveza al gran Ernest Hemingway, escritor y amante de boxeo inglés: más tarde nos enteramos con que por lo menos cuatro bares se adjudicaban tal proeza: nunca supimos con exactitud si tomamos una cerveza en su bar preferido, pero nos tomamos un par de cervezas en un lugar donde había una estatua del escritor estadounidense.
Al salir de aquel lugar comprendí lo costoso que debe ser restaurar un monumento. Cerca de diez metros de donde estábamos parados se vino en plomo una casa en La Habana Vieja. El ruido cimbró el suelo y nuestras ganas de ir a bailar salsa. Aquello me recordó de golpe lo que muchos de mis compatriotas dicen del país caribeño sin haberlo pisado: que el régimen cubano debe ser ya cambiado porque el deterioro de la ilusión castrista lo está destruyendo a pedazos. Quién sabe.
Imagen: Gabriel González/Flickr
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