Nunca supimos a ciencia cierta si aquel episodio fue algo premeditado o un accidente, el caso es que se tragó las suficientes pastillas para caer en un desmayo corporal, físico y mental, tanto que tuvieron que socorrerlo de inmediato.
Esas pastillas se las sacaron mediante un lavado de estómago y luego lo postraron en una camilla de aquel hospital. Recuerdo cuando fui a verlo, casi de forma obligada. Lo cierto es que no tenía intención de verlo en esas condiciones, no en esa cama y atado a unas correas, que es cómo lo vi. Mi primo estaba conmigo, ambos nos habíamos juntado en una especie de turno de relevo que iba a cambiar a mis otros tíos, que llevaban acompañándolo desde hacía varios días. Se quedaban hasta la noche, y lo cierto es que no podían dejarlo solo y tampoco él quería que lo cuidaran unas extrañas, unas enfermeras, aunque lo cierto es que siempre fue muy amigable y cariñoso con las mujeres.
Sí, eso fue antes de lo que irremediablemente acabó ocurriendo. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Mis tíos, los encargados de haberlo cuidado y soportado todas sus anteriores internaciones, llegaron a un acuerdo, más por su integridad física y mental que por salvarle la vida. Por su edad, ya a un paso de los cien años, debía ser trasladado sin otra alternativa a un geriátrico. Cuando pienso en ese lugar, me vienen a la mente muchas imágenes confusas, que no tienen un punto fijo. Nunca he sentido que ese lugar sirviera para salvar a nadie, más bien se me presenta como la antesala de la muerte, el último escalón antes de subir para siempre a conocer a nuestro creador.
Todas las personas cercanas que he conocido que terminaron en un geriátrico fue para dar por finalizados sus últimos y más agónicos días en esta tierra. Lo recuerdo, a las personas más queridas, y cuando me comunicaban que se mudarían o, mejor dicho, que serían trasladadas a un geriátrico, rápidamente una sola idea aparecía ante mí, ese es el último viaje que harán antes de despedirse de todos nosotros, antes de decir adiós definitivamente. Es una noticia, cuando nos comunican que una persona querida será trasladada a un geriátrico, realmente espeluznante, ya que es a ciencia cierta lo mismo que decir que esa persona ya está preparada. Incluso ellos mismos los saben. El geriátrico es un lugar para esperar las últimas horas, algo que se detendrá de un momento a otro.
Cuando vi su cara luego de tres semanas de internación y habiendo sabido que sería trasladado a un geriátrico, simplemente supe que él también era consciente que se avecinaban sus últimos días. Pero él, antes que nadie, era quien deseaba dar por finalizada su estadía en este mundo. Nos lo dijo a mi primo y a mí cuando nos encontrábamos en esa habitación realmente bien acondicionada para transitar una convalecencia grave. Las ventanas estaban protegidas por unos protectores de hierro, y mirando por la ventana, cuando le corrí la cortina para que entrara un poco de luz, él mismo nos lo dijo, que si fuera por él se tiraría de cabeza al vacío para acabar de una vez por todas.
Lo cierto es que era muy comprensible que pensara así. ¿Quién, en su sano juicio, no estaría más que harto, fatigado, prácticamente demolido por dentro, cuando comprueba que nada puede hacer para alcanzar un mínimo de felicidad, y lo que es peor, tiene que depender de otras personas hasta para que le laven la ropa? El final de un hombre, de cualquier ser humano, posiblemente sea aquel en el que ya no puede valerse por sí mismo.
Lo cierto es que para alguien que en su juventud no podía impedir estar quieto, de lo atlético y activo que era, aquello podía resultar el mayor de los infiernos. Para alguien que durante toda su vida tuvo una sobredosis de deportes y actividades y no pudo jamás detenerse en su afán de ser el mejor, el mejor en todo, llegar a este punto tan dramático y desastroso no podía más que significar una cosa, marcharse de una u otra manera. Pese a eso, aguantó el tirón como pudo los años que creyó conveniente, incluso cuando su mujer se hubo ido muchos años antes, mucho antes de lo esperado. Tampoco había intuido ese desenlace fatal, sin haberlo previsto.
Luego de esa pérdida, posiblemente fue cuando comenzó el declive, el así llamado abandono auto impuesto de manera irracional, o mejor dicho, totalmente consciente de que los próximos años ya no serían tan hermosos, ni bellos. Fue perdiendo las cosas a medida que los años pasaban. Aunque su casa, esa enorme casona donde crió a toda su familia, a mi padre y a mis tíos, la vendieron de remate y le entregaron todas las ganancias para sus años de jubilación. Luego, al mudarse a aquel apartamento comenzó a sentirse más desdichado. Un apartamento de solamente tres ambientes; un salón y dos habitaciones, y por supuesto, la cocina y el lavatorio. Un apartamento de un quinto piso en un edificio con el típico portero tonto del culo, pero a fin y al cabo, un lugar más pequeño y donde no tendría que caminar tanto, ni cuidarse de que le cayeran trozos de hormigón a la cabeza, que es lo que solía ocurrir en aquella enorme casa fantasmagórica que se estaba viniendo abajo.
Ese fue una especie de geriátrico de ensayo, o un ensayo antes de un auténtico geriátrico, un lugar en donde él ensayó sus pocos días antes de marcharse para siempre. Ese apartamento fue simulacro de geriátrico, un lugar en donde, pese a estar acompañado por sus familiares, pronto aparecieron unas enfermeras que lo cuidaron día y noche. Creo que él las detestaba, pese a que, como he dicho, siempre fue alguien muy caballeroso, elegante y servicial con las mujeres. Era un hombre de antaño, de otra época, de los que no suelen haber más, así como se extinguieron razas y especies, esta clase de hombres también dejaron de existir, pero él, a sus casi cien años, todavía llevaba esos elegantes modales que hoy, como digo, no tiene nadie ni nadie posee, porque ya no está en la educación de las personas esa manera de ser, ante las mujeres y el mundo.
De pequeño recuerdo estar ante una hilera de trofeos que testimoniaban todos sus triunfos, en el fútbol, el tenis y las bochas, y como era de esperar, en torneos de ajedrez y de truco, porque él había sido siempre un ganador nato, un ser con una inteligencia suprema. Al ajedrez pocos o casi nadie le ganaba, a no ser un profesional, un ajedrecista de élite. Con respecto a los juegos de cartas, o de otra índole, era un auténtico maestro. Creo que aquella tarde cuando lo fui a visitar a su cumpleaños y nos dimos un abrazo él sabía que algo se avecinaba y nos miramos a la cara sabiéndolo, pero estoy convencido que él lo sabía mejor que yo. Fue su último cumpleaños, y una de las cosas que más satisfecho me siento es de haber asistido a ese cumpleaños que organizaron las enfermeras del geriátrico, en el salón principal, en una mesa redonda con mis tíos y otros tres internos, que aunque no tuvieran los noventa y nueve años que él tenía, estaban mucho más enfermos y machacados que él. Era increíble, pues a esa edad, aún se mantenía de pie. Estoy convencido de que si hubiera querido podría haber continuado con vida, con sus dolores a cuestas pero, si él lo hubiera querido, hoy seguiría con nosotros.
Pero prefirió marcharse para siempre, no sin antes ganarle una partida de truco a los asistentes de su cumpleaños. Yo me negué a jugar, simplemente quise observarlo porque sabía que sería imposible ganarle. Él estaba a punto de jugar aquella última partida de truco y hacer simplemente lo que siempre supo hacer, disfrutar del juego. Al día siguiente me llegó la noticia de su fallecimiento, de un paro cardíaco. Y si bien me afectó -como suele ocurrir en estos casos-, sentí un extraño alivio por él, porque al final pudo dejar este mundo sin dolor.
Buenos Aires 02/03/2016