Por Juan Martínez Prau
“Debería pagar el país del que eres, no el país al que viajes”, me dijo también la doctora del Centro de Vacunación de Bilbao en el hipotético caso de que me contagiara de coronavirus. “Y si tu país decide no pagar tus análisis ni tu internamiento, ¿quién pagará?”. Le respondí que seguramente el país en el que me encontrara absorbería el costo de los servicios de salud. “No, tú pagarías”, diría ella de mala gana, volviéndome a hablar de tú después de comenzar a referirse a mí como a usted.
Cuando le dije que me iría lejos, a Marruecos o a Egipto para salir de la zona euro, me preguntó si de verdad quería caer enfermo en esos lugares: “Mejor que te enfermes aquí, aquí los hospitales son muy buenos. Imagina que te enfermes en uno de esos países donde no hay ni agua potable”. Quién la entendía: primero diciéndome que me fuera porque España, de acuerdo a su visión, no iba a subsidiarme los servicios médicos en caso de ser necesario, luego recomendándome no salir de Europa porque me moriría si me daba Covid-19.
No pude evitar sentir su aversión, o su bilis, en ese viejo juego de aquí es primer mundo, allá estáis todos ustedes jodidos. A lo mejor eran sus ganas de no estar encerrada en Bilbao, en un cuarto, analizando muestras de orina y recetándole vacunas y medicamentos a tipos a los que no les importaba tratar de huir, y sí en cambio ella quería también viajar y escaparse, irse lejos, muy lejos. ¿Pero quién podía culparla? Yo no.
“Si vas a viajar, ten”, me había dicho Etxeberria en el café cuando nos vimos y me había extendido un gel de alcohol para las manos. “Para que lo lleves cuando estés fuera y no haya jabón”. Le había dicho que no era indispensable, que traía uno pequeño yo y que ya me las arreglaría cuando se me acabara. “Que no, hombre, que te lo lleves, y si puedes también compra unas mascarillas, unos tapabocas. Aquí en Bilbao todavía hay”. “Leopoldo, ese gel me lo van a tirar en el avión, es de 125 mililitros, sólo puedes llevar recipientes de 100”. Pero no me escuchó.
Así que saliendo de la consulta en el Centro de Vacunación Internacional fui a una farmacia, no sólo a preguntar por el Ixiaro para la Encefalitis Japonesa, sino también para comprar medicamento contra la malaria y preguntar por los cubrebocas. Compré una caja de cloroquina; de doxiciclina hubiera necesitado diez cajas, y era mucho más cara que en México. “Me da también un tapabocas, si tiene”. Me dijo el dependiente de la farmacia que sólo se vendían por pieza y no por paquete. “¿Y cuánto cuestan?”. “20 euros”. Le dije que sin el tapabocas, que así estaba bien. No tenían Ixiaro.
En la calle hacía calor, pese a que aún faltaban días para que entrara la primavera. La gente seguía como sin nada en la calle. No había esas escenas que se veían por la tele, en que toda la gente estaba caracterizada como ninjas o peor, como viajeros del futuro, con sus gruesas máscaras de plástico negro, medio robóticas. Sin embargo, las clases acababan de ser canceladas de golpe en el País Vasco. Estaba empezando a ponerme nervioso yo también.
Todavía recordaba las palabras de Etxeberria diciéndome que no se me fuera a ocurrir visitar a mi amigo de Madrid, Francisco, porque era donde el coronavirus estaba más fuerte. No obstante, le había enviado con un conocido suyo una mochila llena de libros para la presentación que íbamos a tener en la Embajada de México en España, y además tenía ganas de verle. Seguía pensando si ir a la capital o no.
Me empecé a sentir mal de nueva cuenta, como si no pudiera respirar, a causa del esfuerzo físico que me resultaba de caminar con fiebre y dolor de garganta por las calles, pese a que intentaba hacerlo con lentitud. De todos modos, cada cierto tramo me detenía. Pero no por ello dejaba de sudar.
Cuando llegué al apartamento de la señora Fabiola, me di cuenta de que no había Internet. Me quedé un rato tumbado en la sala viendo la televisión y me preparé algo en la cocina. Pero tuve que volver a salir para captar la señal que había afuera, cerca de la Gran Vía, por el Museo de Arte, sólo para darme cuenta de que me habían vuelto a cancelar el vuelo a Italia, esta vez a Nápoles, y que ya no había manera de entrar a ese país. Tal como Marcela había predicho.
La cuarentena era obligatoria y el encierro total en el país de la bota. Me puse más nervioso. Tenía fiebre desde hacía días y no se quitaba con la medicina que seguía tomando, iba a tratar de salir de España y, si tenía calentura y me la detectaban en algún aeropuerto, o peor, me hacían la prueba del coronavirus y daba positivo, me iban a dejar en algún sitio encerrado por al menos catorce días, si no era que más.
Me decidí, lejos de aceptar el consejo de Etxeberria, a tomar un autobús a Madrid y de ahí irme en un vuelo a Marruecos. Pero la cuestión se complicó más cuando me llegó otro correo electrónico, de una empresa más respetable que Ryanair, EasyJet, para notificarme que el vuelo de Nápoles a Hurghada, Egipto, también había sido cancelado.
No importaba, pensé, de todas maneras iría a Marruecos y ya encontraría el modo de llegar desde ahí a la tierra de los faraones. El asunto era pisar Egipto como fuera, porque ya había hecho reservaciones de alojamiento; no sólo para los quince días presupuestados en principio, antes del seminario de periodismo que me hizo visitar Euzkadi, sino para un mes.
Así que tomé las previsiones necesarias y regresé a la casa, a tumbarme de nuevo en el sillón. Como la fiebre no remitía y leí que lo que contra el coronavirus estaban recetando eran antivirales fuertes, los del VIH, ebola y la malaria, antes de dormir partí una pastilla de cloroquina y tomé la mitad, como si se tratara del medicamento profiláctico contra la malaria. Y no sé si haya sido sugestión mía o si de verdad tuviera Covid, pero al día siguiente, por la mañana, me sentí bien, sin mareos ni fiebre, aunque sí con dolor de garganta.
Imagen: Vasenka/Flickr
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