Por Raúl Mejía
En la sobremesa de la (ya casi) tradicional reunión posterior al desayuno sabatino, nos juntamos tres amiguitos. Me refiero a Víctor, Buzz y quien esto les chismea. Ofrecí café de a deveras y luego, al mediodía, extraje de mis bodegas un whisky Glenmorainge Lasanta de 12 años (modesto y digno) al cual llevo seis meses siéndole fiel por la calidez de su sabor, su minuciosa complejidad y aromas que, dicen unos, es de mandarina y almendra, pero otros, más mamones, salen con descripciones desmesuradas: “Primero se detecta la vainilla para luego estallar en una explosión de frutosidad floral. Su postgusto es limpio, con toques de naranja y melocotón”.
A mí me gusta porque su sabor es fuerte pero no tanto y se deja tomar con facilidad. Jamás le he detectado cítricos ni melocotones, ni mandarinas. En el submundo de los bebedores de whisky priva el esnobismo. Yo soy whiskero porque logré domar a la fiera y hoy me encantan varios caldos escoceses: Macallan, Glenliveth y Talisker entre otros. Les informo: el Talisker ya se puede comprar sin necesidad de pedir prestado. Esos tres son de entre diez y doce años. Más allá de ese añejamiento los precios son altos y los simples mortales requerimos meternos una tanda para pagarlos o el tarjetazo a doce meses sin intereses.
Mis amiguitos, golosos y felices, pedían más y más. Tuve que imponer el orden amenazándolos con un Passport -siempre tengo uno para las emergencias. Baritaron un poco pero al final privó la prudencia y volvió el sosiego. Eso posibilitó el abordaje de otros temas. De eso va esta entrega: los servicios en el hogar.
Por supuesto, en ese rubro, ocuparon un lugar distinguido las mujeres que nos hacen el favor de dejar nuestros hogares primorosos. Sin esas hadas y sus talentos, todos andaríamos como almas expulsadas directamente de Comala a la ciudad… pero el tema de estas guerreras del Ajax Bicloro, los trapeadores de microfibra y el imprescindible Fabuloso color morado se deja para una próxima entrega. Acordamos que alguno de los tres escribiría ese texto para darlo a conocer al mundo resaltando la valía de esas mujeres y su imprescindible magisterio.
El orden del día daba fe del único punto a tratar en esa sesión: las regaderas.
Le pregunté a uno de mis amiguitos cuándo iba a dejar de ducharse con un chorro pitero como el que fluye por las tuberías de Morelia y me dijo “en eso estoy”. Abundé: “nada se compara a bañarte bajo un chorro intenso, portentoso y sin pichicateces clasemedieras ¿qué esperas para ir a Home Depot por una Ingequis de doce pulgadas, alta presión y cien boquillas de silicona que permiten un chorro más saludable y moderado?”.
El aludido guardó silencio, le dio un trago al Glenmorainge, se limpió los bigotes con un rudo movimiento vaquero de su antebrazo izquierdo, sacó un cigarro, lo encendió y excretó su verdad: le tiene terror a los prestadores de servicios a domicilio. “Son unos transas esos cabrones, no hay en quién confiar” -dijo y con un desplante decidido (de cowboy) pidió otro trago golpeando la mesa con el vaso. Me vi precisado a negárselo: “ya has bebido demasiado” -aunque apenas llevaba dos.
Con Buzz nos miramos, cómplices. Con movimiento de cabeza le indiqué que podía soltar la información: “es obvio que no sabes de la existencia de Don Fortis, apóstata” -le dijo (con el debido respeto) y no, no lo conocía.
Don Fortis, queridos lectores, es un hombre transitando de los sesenta a los setenta años de edad, de profesión plomero, padre de familia, felizmente casado y con tres crías: dos escuincles, una escuincla y ajeno a las redes sociales: cero whatsapp, e-mail, feisbuc y ese tipo de chorradas. Un ser humano como lo éramos todos hasta poco antes de finalizar el siglo XX.
Nuestro héroe logró insuflar -en los varoncitos- la ética protestante del trabajo y el trato deferente al cliente como la vía para ser gratos a Dios, ganar un lugar a su lado y merecer su venia. O sea, estamos ante tres sujetos que hacen, de la plomería, una oda al profesionalismo y a las incorruptibles normas ISO 9000.
La hija se dedica a otros afanes.
Don Fortis está en pleno retiro laboral pero de vez en vez acepta trabajos específicos si el pedigüeño viene recomendado por personas probas y decentes como quien esto les escribe, Buzz Guijosa o Ivonne Solano. Algún lector pudo pensar, al leer que se necesita una recomendación, algo como “no pos ya valió madres” pero no. Sus vástagos ya entraron al relevo y cumplen la “doctrina fortis” impecablemente.
Un señor atento, educado, amable, buen conversador. “Me lo topé” por accidente cuando mi boiler se fastidió. Llegué a su negocio con la resignación de aquél infeliz que se sabe, a priori y posteriori, víctima de una transa y acostumbrado a los servicios normales en Morelia, es decir, mediocres. Lo vi a unos treinta metros. Estaba sentado en un bote de pintura Sherwin Williams de 19 litros tocando la guitarra con la mirada en lontananza. Nos presentamos y entramos en materia.
Sacó su libreta de apuntes y me pidió, como si fuera un médico preocupado por su paciente, le expusiera los síntomas del enfermo -en este caso, el boiler. Le solté todo lo que sabía de los achaques de ese trasto. Me escuchó con atención. Cuando terminé mi perorata se colocó el lápiz en la oreja y me informó: “es necesario, don Raúl, que revise su boiler para darle una opinión fundamentada. ¿Le parece bien que vaya a su casa el sábado a las 7.35 am?”. La hora me pareció no sólo imprudente, sino imposible de cumplir. Estamos en México ¿dónde hay gente puntual en la cultura mexica? “¿A las 7:35 am?; ay, no mames” -pensé, pero el hombre permanecía impertérrito, esperando mi respuesta.
Nomás por probar si cumplía la cita le dije “órale, a esa hora lo espero”… y llegó.
Revisó el armatoste y me dijo que esa cosa ya había dado lo que podía dar y era necesario un cambio. Me dio tres opciones de calentadores (económico, mediano y excelente). Hizo énfasis en un tipo de boiler de alta gama ma-ra-vi-llo-so. Me refiero al muy bien ponderado Rheem eléctrico. “Instale ese; me cautivaron sus prestaciones” -le dije. No tienen idea de cuánto he ahorrado de agua y dinero. El gas me dura casi un año y -lo mejor- ya no tengo necesidad de regular la temperatura en la ducha porque todo está cibernéticamente programado. Sólo necesito abrir la llave del agua caliente y a gozar. Nada de ecualizarla con el agua fría.
Me comentó, luego de un chequeo general, otra irregularidad: el chorro del “vital líquido” en los grifos de mi casa era lastimosamente endeble pero con una bomba de presión mi cotidianeidad daría un vuelco feliz. Sobre todo si cambiaba la regaderilla jodida del baño por una de alto pedorraje.
¡Ay, amigos! Mi vida cambió. Por años padecí un chisguete en los grifos de mi casa. Hoy, todas las salidas de agua en mi hogar parecen mangueras de bomberos, pero la regadera ¡por las barbas del profeta! Esa cosa es un agasajo: refulgente, cuadrada, grandotota (el tamaño sí importa) con un flujo delicioso y torrencial que abarca todo mi cuerpecito.
Don Fortis terminó el trabajo en el plazo convenido y me cobró lo justo. Lo único incómodo es su indeclinable política de empezar los trabajos “rayando el sol”.
Luego, una amiga, Ivonne, pasaba por un mal momento. Estaba inmersa en un mar de confusiones gracias a un problema con el PVC de su casa. Obvio, le recomendé a mi gurú y se enamoró del profesionalismo y simpatía del Máster. Casi por la misma fecha, me encontré a Buzz por las calles de la tenencia donde vive. Su rostro era la viva imagen de la desorientación y no era para menos: su lavadora se había quedado atorada en el complejo tránsito del enjuague al centrifugado. Una catástrofe, porque ni tiempo tuvo de echarle el Suavitel a la ropa. “Marca este número, amigo; él te ayudará” -puse en sus manos el número de don Fortis. Así se conoció ese par.
Don Fortis se ganó un lugar en nuestros corazones (sus hijos también).
Tres años han pasado. En ese lapso hemos logrado cimentar una buena amistad. De repente lo invito a mi casa nomás para charlar. Es un lector cuyo único defecto es que se pasa de humilde. No acepta que lo es (buen lector) y logré convertirlo en fan de Leonardo Padura, sobre todo de las novelas en donde el detective Mario Conde es el protagonista. Es un habitual de las exposiciones en museos locales y de los conciertos a los que acude acompañado de su esposa.
Recientemente me comentó que había ido a un concierto y la cantante lo había dejado impresionado. Se trataba de Yazmín David. El género musical le resultaba poco conocido, pero cuando escuchó a la Yazzblues poseída por los espíritus de BB King o Muddy Waters, fue testigo de una epifanía y lo supo: “de aquí soy”.
Me lo encontré un día paseando a uno de sus perros. Me preguntó si tenía algo de blues en mi casa porque la Yazmín le había abierto un mundo de sensaciones poco conocidas. Le dije que sí. Es más -le confesé- “el blues es el soundtrack de mi vida” y lo invité a una sesión blusera pero de puros músicos actuales. “Los clásicos son para otro día, don Fortis; podemos empezar con Joe Bonamassa, Beth Hart, Shemekia Copeland, Christome Ingram y alimañas de esa estofa ¿cómo ve el menú?”.
Aceptó.
Seres como este señor y sus hijos deben existir pocos en el país. Son como las vaquitas marinas (sólo quedan ocho en el mundo y viven en el Golfo de California). La dinastía Fortis, por fortuna, ya tiene descendientes igual de profesionales, amables y simpáticos.
Que sirva este texto como un reconocimiento a su labor de orfebres de las tuberías.