Eras una guía para todos alrededor tuyo. Avanzabas y por lo general iban detrás de ti, por el camino que ya habías marcado. Tu escasa edad hacía que el fenómeno fuera aún más maravilloso.
Como las hormigas del cuento que siguen la vía destinada de antemano, por la que cada una de ellas un día se convertirá en dios, y cada dios de nuevo en hormiga, tú parecías trazar ese sendero que los demás intuían pero que quizá nunca habrían hallado sin tus primeros pasos.
Tenías una especie de don para captar velozmente las cosas, para atraerlas a ti, para aferrarlas y hacerlas tuyas, como si tu cuerpo entero, tu piel, tu tacto, tus sentidos y su sedosidad, estuvieran desde siempre conformados por minúsculos arpones, anzuelos, aretes, invisibles cada uno, que engancharan una presa que, amigable y sin la menor resistencia, caía contigo por tu dulzura niña, desarmada, por hacerla sentir placer en su captura y por la inconsciencia de saber que estaba siendo capturada.
Tu dulzura por cierto no era animal, no tenía esa crueldad que todo aquél que está sentenciado a cazar y matar para alimentarse debe poner en juego, a riesgo de su propia ruina. No tenías hambre, no pertenecías a esa vieja y pedregosa generación que hambrienta se extasía con la destrucción, pero tu sed era expansiva y francamente ya perceptible, y buscaba, buscaba sin vacilaciones, no dejaba de buscar. Tal vez por eso, tu resplandeciente dulzura no era menos fecunda e insaciable que la del asesino más especializado. Sólo así la vida se perpetúa en la tierra, habrías podido concebir si te hubieran hecho la pregunta.
Afirmabas la vida en cada acto, cada acción era vistosa y cada excentricidad tuya se transformaba en hábito; de pronto era como si existiera ya un órgano para los actos que habías aprendido y que ponías en práctica en todas las direcciones en que el viento sopla. Con levedad creciste pero sin tardanza alguna. Pequeña, creo que quería decir tu nombre, pero era la pequeñez de la marabunta que pronto arrasa cuanto encuentra frente a sí. Los caminos que marcabas se multiplicaban. Ahora eras escandente, comenzabas a envolverlo todo y a apoderarte de lo que te rodeaba.
La visión dentro del bosque en el que habías convertido el mundo se tornó imposible. Estabas alrededor y en todas partes adonde la mirada fuera a dar. El mundo se volvió una habitación donde sólo estabas tú como suelo, como pared, como las estrellas que ya no era posible avistar. “Sí, las primaveras te necesitaban. Varias estrellas te pedían que las rastrearas… Se alzaba en el pasado una ola hacia ti”. Sólo el verde del follaje, la luminiscencia de los primeros rayos del sol que se filtraba a través de la densidad de tu cuerpo se percibían aún. Entonces te volviste soberbia y voluble.
Campanilla, madreselva, dama de noche, celestina, ipomoea, hiedra, parra, glicinia, clemátide, bella de día, enredadera, te confundiste sin querer ser sólo una. Y ese fue tu error. Tus flores fueron subterráneas, pues aunque la mirada sentía que estaban ahí, que casi las tocaba, quizá no fuera sino un efecto óptico, un juego de las luces y la sombra, una alucinación.
Pero los ciclos se cumplen y la estación vino de nuevo. Retrocedieron tus zarcillos, desapareciste de golpe, dejando no más que secas protuberancias. No tenías tronco que te sostuviera y sí en cambio te era indispensable un sustrato que por asfixia ya habías matado. Habías vuelto a ser hormiga, dejabas de ser dios y destino, y desaparecías por completo, en un instante. No habías soportado el invierno.