Por Raúl Mejía
Primer tiempo
Esta vez les contaré la historia de una joven mujer llamada Olivia quien llegó a Nueva York para encontrarse con su amado, un gringo que le había prometido lo rutinario: el sol, la luna, las estrellas. Enamorada como decía “la tía Daniela” que se enamoran las mujeres inteligentes (como una idiota), dejó atrás su brumoso país y cruzó el mar para arrojarse en los bracitos de su caballero medieval.
Dejó todo por amor y cuando de ese asunto se trata, alguien debe sacrificar todo para estar a la altura del reto. Hasta hace unos quince días, quien solía renunciar era la mujer. Por amor solían dejar una carrera, una ciudad, los estudios, amigos, familia. Todo pues.
Esa era la norma y les cuento: esa “norma” nunca me tocó vivirla. No tengo registro, en mi ya dilatada vida, de un amor llevado al extremo del sacrificio femenino. Ninguna mujer me ha dicho “he decidido dejar todo por ti, Raúl. Haz de mí lo que quieras. Soy tuya”.
Tal como veo el panorama, si antes no lo escuché, a estas alturas ya es oficial: no ocurrirá.
Pero Olivia vivía la parte alta de sus treintas, una etapa vital, poderosa y decidió, en la soledad de su recámara de un pueblecito llamado Falmer, cerca de la Universidad de Sussex, que el sujetillo que le prometió el universo era una buena bestia, un pie de cría, un hombre de verdad y empacó el kit básico de sobrevivencia en el extranjero: se despidió de sus padres, tomó un avión en Heatrow y aterrizó en La Gran Manzana.
No pasó mucho tiempo antes de que la incipiente historia de amor reprobara la prueba de la cotidianeidad y el chico le dijo “voy por cigarros” y no volvió. La dulce Oli se quedó desconcertada en un país ajeno, con poco dinero, en una ciudad indiferente a las tragedias -pero rica en ofertas para quienes viven felices acompañados o felices solos. Lo triste de esta historia es que la señorita Laing (así se apellida y es real su nombre) no estaba acompañada y se sentía como perro en el periférico. Clásico. Fue cuando empezó a escribir sobre la soledad de todos tan temida.
Varios meses anduvo en la condición que en México conocemos como “chile en comal” (de un lado para otro) reflexionando sobre su vida, viendo videos en su compu, pegada al teléfono y recorriendo la ciudad con itinerarios rigurosos. Así describe su circunstancia: La soledad, me empecé a dar cuenta, es un lugar muy habitado. Es una ciudad en sí misma. Incluso en una urbe rigurosa y lógicamente construida como Manhattan, una se empieza a sentir sola y, con el tiempo, se empiezan a recorrer rutas y destinos favoritos. Laberintos que nadie puede reproducir (…) es el mapa de la soledad.
Quien haya rolado en lugares en donde nadie lo conoce a uno, sabrá la angustia de esa experiencia.
Miss Laing pasó un buen rato sumida en reflexiones sobre la soledad porque tenía todo el tiempo para hacerlo y poca capacidad para relacionarse -al menos esa impresión me dio cuando leí su escrito. Al final -por fortuna- encontró la manera de convivir con su situación pergeñando piezas memorables sobre esa experiencia extrema -y tan común en estos días. Chequen esto: (estar solo) Da pena, es alarmante y con el tiempo estos sentimientos se proyectan al exterior, haciendo que la persona solitaria esté cada vez más aislada, cada vez más alejada de los demás. Eso duele y tiene consecuencias físicas invisibles, alojadas en los compartimentos más herméticos del cuerpo. Avanzan en el ánimo esos sentimientos fríos como el hielo y claros como el cristal…
Tengo la impresión de que, a partir de la pandemia, algunos de los infectados de soledad fueron conscientes de su padecimiento de manera expedita. Algunos, cuando nos han preguntado cómo hemos sobrevivido al primer año de la pandemia nos refugiamos en la banal fama que hemos creado y nos ufanamos de estar transcurriendo la existencia “igual que antes del virus”.
Eso de ponderar nuestra excentricidad -impostada- siempre ha funcionado
A mamones nadie nos gana.
En el fondo no queremos aceptar que La soledad se siente como una experiencia vergonzosa -tan contraria a la vida que se supone deberíamos llevar- que se convierte en algo cada vez más inadmisible, un estado tabú cuya confesión parece destinada a hacer que los demás huyan de nuestro lado.
Y sí. Suele ocurrir: nada más incómodo que un amigo o amiga sumidos en el azote y más porque La soledad inhibe la empatía: provoca a su paso una especie de amnesia auto protectora, de modo que cuando una persona deja de estar sola, le cuesta recordar cómo es esa condición y quienes padecen de soledad se convierten, a sus ojos, en personas irritantes.
A ver, hállenle.
Segundo tiempo
Con los párrafos en cursiva extraídos del escrito de la autora, podemos imaginar que la Olivia vivió -por un lapso no determinado pero rigurosamente cumplido- su desamada existencia, dándole de comer a las palomas en Central Park. Como cualquier persona solitaria del mundo.
Su libro, Lonely city, adventures in the art of being alone inicia con breves apuntes sobre algunas víctimas (famosas) de la soledad: Dennis Wilson -ínclito integrante de The Beach Boys– Jean Michel Basquiat o Virginia Woolf. Al final nos informa que son cuatro los especímenes a los cuales les dedica sus páginas. Más adelante les diré quiénes son.
El libro registra, de vez en vez (nunca victimizándose) retazos de su historia amorosa y hace bosquejos de sí misma como el fantasma que fue en Manhattan cuando la relación con su príncipe azul terminó (de hecho, ni empezó). Una forma llana de mostrarse ante el lector a través del formato non fiction tan socorrido actualmente. La señorita Laing se estaba asando a fuego lento en su condición de no amada (o bateada inmisericordemente) y uno, como lector, hubiera agradecido que se ocupase un poco más del sujetoide que la dejó tirada en la Van Wick Expressway, pero no, ella prefirió mostrarnos un camino de salvación a través del ejercicio intelectual. Una de las formas de hacer menos jodida la experiencia del fracaso amoroso con las claves del arte. La pintura, para mayores señas.
Así, este libro que mezcla la biografía, el testimonio, el análisis psicológico y la crónica se convierte en un ensayo sobre algunos pintores para quienes la soledad fue una condena, piedra de Sísifo, sello distintivo. Digamos que, una vez encarrerada en la gimnasia intelectual, la historia de su fracaso amoroso prácticamente se diluye. Muchos nos quedamos con ganas del chisme completo, pero no ocurre. Terminamos con cara de “¿qué pedo?”.
Se lleva un buen rato aceptar que estamos leyendo dos libros: uno en donde esperamos “ver aullando” a Oli como todos los que hemos sido bateados o simplemente (¡ay!) sustituidos, pero no. La Oli es recatada, estoica, flemática y no es british mostrarse de esa manera. A cambio -segundo libro- somos testigos de la habilidad de esta mujer para entrelazar la biografía, la crítica de arte y las memorias y así enterarnos de lo que hay detrás de artistas plásticos como Edward Hopper, Andy Warhol, David Wojnarowicz o Henry Darger. Los cuatro masters a los que se aboca de manera detallada.
Confieso que, salvo Hopper y Warhol, a los otros no tenía el gusto de conocerlos -y eso de “conocerlos” es una fanfarronada de mi parte- pero esta Oli me puso al tanto de sus tristes vidas con una cantidad de información que me dejó abrumado… y no se necesita mucho para abrumarme. Todo contrito les confieso que lo referente a Henry Darger de verdad me dejo impactado.
A ver, les pregunto: ¿quién no se ha sentido conmovido con un cuadro de Hopper?
¡Levante la mano quien no haya sucumbido ante la fuerza expresiva de Edward! Si no han visto un cuadro de este sujeto les recomiendo hacer, en este instante, una pausa: métanse a Google y disfruten de la desolación existencial que proyectan sus escenas. A ver, busquen en Google…
Mientras se solazan en eso, yo buscaré un libro que me publicaron hace algunos años en donde escribí unos párrafos sobre el señor Hopper… mi vanidad reclama el supremo sacrificio de citarme a mí mismo. Si alguno de quienes me leen en este momento se pregunta dónde encontrar este libro, métanse a Amazon y tecleen: Los mismos sueños húmedos y, si se animan, lo compran.
(…QUINCE SEGUNDOS DESPUÉS…)
Miren, aquí están esos párrafos que aspiran a generar lectores como lo hace Rafa Flores en sus entregas semanales:
Los cuadros de Hopper son la representación del desasosiego. Hombres y mujeres en espacios apenas iluminados, en actitudes que suponen un vacío existencial, figuras detenidas en pura gestualidad que hacen al observador preguntarse “¿y luego qué?” aun cuando sabemos que la respuesta es “y luego nada”. Todo está detenido y tenso, todo “de paso y a lo lejos”. Muy gringo. Muy solo.
La versión escrita de Hopper es Raymond Carver.
Si queremos encontrar la continuación de un cuadro del primero, hay que ir a los cuentos de Carver porque arrancan del instante detenido en el lienzo… sólo que tampoco tienen final, no sabemos en dónde termina la historia: “nadie retrató lo inmóvil como Hopper; nadie retrató la nada como Carver”.
El libro de la Oli Laing no es lectura fácil y de repente tiene unos bajones muy cañones para lectores poco habituados a las dificultades (soy de ese plumaje). Aun así, es una obra francamente buena. Eso de fusionar la historia social, el comentario sobre el arte moderno, la observación biográfica y el autoconocimiento es muy atractivo.
Imaginar a la autora de esos ensayos en escenarios tan comunes como andar buscando dónde vivir o husmeando en Craigslist para no sentirse tan sola y luego verla explayarse en la vida de artistas plásticos inoculados de soledad, es conmovedor. ¿Craiglist? Se preguntarán. Les contesto: es uno de los antecedentes de lo que hoy son las plataformas como Tinder.
Si no saben qué es Tinder… no tienen remedio.
Lonely city se lo recomendé a dos amigas: una anda con la idea de mudarse a un país ya imaginado, soñado y casi amado (el amor es ciego). Me informó estar “hasta la mismísima madre” de México y escogió ese país generador de sueños guajiros en miles de habitantes de países tropicales quienes piensan en una nueva vida con cuotas de felicidad y bienestar ajenos a esta tierra del faisán y del venado. No sé si leyó el libraco de Olivia pero una cosa sí les digo: tiene el inglés perfecto para hacerlo.
La otra amiga sí agarró sus cosas y emigró al país elegido por mi amiga del párrafo anterior. La víspera de su partida me pidió la invitase a almorzar. Mientras aderezaba su plato de menudo (callo y pata; gran elección) con cebolla, orégano y limón me soltó, sin avisar ni anestésico de por medio, su punto de vista sobre la tierra que me vio nacer: “odio tu pinche país de mierda. Me largo”.
Así, textual. Mi amiga no es muy proclive al tacto, la mesura o la cortesía.
Yo sólo levanté los hombros sin darle demasiada importancia.
Al día siguiente tomó un autobús a la Ciudad de México, un taxi al aeropuerto y de ahí a su nuevo país de residencia. Cuatro años después le recomendé el libro de Olivia Laing y hace una semana me dijo (vía Zoom) que Lonely city le había parecido un texto aburridísimo.
Yo levanté los hombros otra vez.
Tiempo de compensación
Laing vuelve, al final de su libro, a la experiencia personal. A su soledad. Los párrafos que siguen son muy buenos:
Hay una gentrificación que le está sucediendo a las ciudades… y hay una gentrificación que le está sucediendo a las emociones también con un efecto similar de homogeneización, de blanqueamiento, de amortiguación. En medio del oropel del capitalismo tardío, nos venden la noción de que todos los sentimientos difíciles -depresión, ansiedad, soledad, rabia- son simplemente una consecuencia de desajustes químicos, un problema que hay que arreglar, en lugar de una respuesta a la injusticia estructural (…)
No creo que la cura para la soledad sea conocer a alguien. No necesariamente. Creo se trata de dos cosas: aprender a hacerse amigo de uno mismo y comprender que mucho de lo que nos aflige como individuos es, en realidad, el resultado de fuerzas mayores de estigmatización y exclusión a las que se puede y se debe resistir.
La soledad es personal pero también es política. La soledad es colectiva. Es una ciudad. En cuanto a cómo habitarla, no hay reglas ni hay necesidad de sentirse avergonzado. Sólo debemos recordar que la búsqueda de la felicidad individual no supera ni disculpa nuestra obligación para con los demás. Estamos juntos en esto, en esta acumulación de cicatrices, en este mundo de objetos, en este cielo físico y temporal que tan a menudo adquiere el aspecto de un infierno. Lo que importa es la bondad. Lo que importa es la solidaridad. Lo que importa es mantenerse alerta, mantenerse abierto, porque si algo sabemos de todo lo que nos ha precedido, es que el tiempo de los sentimientos no durará.
Así las cosas.
NOTA: La idea al escribir este texto no fue recomendar el libro de Olivia Laing (aunque así fue) porque, de entrada, no hay versión en español. La única manera de tenerlo es en formato digital a través de librerías como Gandhi (formato Kobo) o Amazon (formato para Kindle, compus o teléfonos celulares). Hasta la fecha, la lectura en dispositivos electrónicos aún no tiene muchos adeptos. Lástima, porque se trata de leer. Eso: leer.
Los fragmentos en cursivas que me fusilé de Olivia Laing los traduje yo. Espero no haber traicionado su esencia.
Imagen superior: Flickr/Martha Miranda