La frase se ha utilizado tan demagógicamente que parece perdió sentido. Se descalifica apenas se escucha a los políticos o seguidores de algún partido y más bien se asocia a excusar de las obligaciones a los gobernantes. Sin embargo, creo si le quitáramos esa connotación y la reflexionáramos a fondo nos daríamos cuenta de que no es tan utópica después de todo. Partamos de dos cosas.
La primera es que la política es teoría y práctica. En nuestro país estamos habituados al bla, bla, bla y no a los hechos. Los funcionarios públicos se preparan en su mayoría para postrarse frente a los reflectores y con discursos cantinflescos prometer y prometer pero muy pocos trasladan esas palabras en productos, en trabajo.
Y allí está el detalle, no se puede vivir de lo intangible, ni en la política ni en ningún lado, debe haber una congruencia entra ambas partes y al no existir en la mayoría de los gobiernos mexicanos, el descontento, la corrupción y los malos periodos son lo que permean la actualidad en que vivimos.
Sin embargo, si hubiera ese equilibrio, si un México maravilloso lleno de servidores existiera, la sociedad debe tener una participación activa fundamental para alcanzar objetivos comunes. Allí es donde aplica la máxima: el cambio está en uno. Claro que sí. Estamos habituados a los análisis que parten de lo general a lo particular; cuando hablamos de todos los lastres de nuestro país lo hacemos cuantitativamente y no cualitativamente, exentos de esos casos híper específicos que ocurren tanto en la metrópoli como en el poblado más recóndito de México.
Siempre están presentes los porcentajes pero no queda claro o parece no ha tenido importancia el detalle: el que se pasa el rojo, el que se roba algo de la tienda departamental, el que pide prestado y no paga, el que da mochada, el que miente, el que piensa en sí mismo y no en los demás, el que va viendo el celular mientras maneja, el que le chifla a la chica que camina, el que se encuentra una cartera o un celular y no lo devuelve… y así vamos escalando: el que asalta, el halcón que cuida el comercio de droga, el sicario, el empresario que despide a sus empleados y no le paga lo justo, los que desvían dinero, lo lavan o evaden impuestos, los que forman parte de los cárteles, los capos, los políticos que sin pudor roban millones y millones… una larga -y pareciera infinita- cadena de actos negativos que por más buen gobierno que pudiésemos tener, las mejores leyes, lo mejor todo; de nada serviría para constituirnos como una buena sociedad.
Recién ha llegado al gobierno un personaje amado por unos y odiado por otros. Quienes lo aman lo ven como un respiro necesario al matusalénico régimen que flageló cuanto pudo a nuestra nación, algunos lo miran también como un mesías, un líder capaz de cambiar la realidad con su sola presencia; los contrarios ven en esto su peor defecto y con argumentos falaces, sobre todo derivados de creencias neoliberales y de derecha, consideran que más que bien será negativo su periodo de gobierno.
Pase lo que pase, lo importante sería entender que la democracia no se aplica sino que se construye, y aunque nos suene a aleccionamientos morales y palabras cursis, tenemos que cambiar muchas de nuestras actitudes negativas que por atavismos las tenemos, heredadas y heredamos. Sirve, por supuesto, un cambio cada cierto tiempo para renovar esperanzas o resignaciones, pero también para afinar nuestro proceder como individuos, porque pensemos qué tanto de este declive económico, social, político y cultural no es tanto culpa de los gobiernos sino de nosotros. ¿Qué cambiaría si esa sentencia la aplicáramos sin importar cuánto la malbarate la política?¿ ¿El cambio está en uno mismo? Algún tipo de cambio, seguro que sí.