A unas semanas del mundial Brasil 2014, Raúl Mejía me invitó a escribir sobre futbol y literatura en la revista Cámara Húngara. Envié cuatro textos. Uno de ellos fue sobre El Mudo Juárez. Mi intención era escribir un breve homenaje a un jugador odiado y amado a la vez.
Conozco al Mudo desde que yo era un niño. Mi padre, como si se tratara de ir a misa, cada sábado, después de “su” programa de radio Los Clásicos del Rock, lo acompañábamos junto a mi hermano a la presa. Allá, en un llano irregular, duro y terregoso, en el que las porterías eran dos piedras, mi padre jugaba futbol junto a otros amigos, a los que mi madre llamaba marihuanos. El Mudo ya siendo un jugador titular del Morelia, iba de vez en vez a echar la cáscara. Cada quince días lo veíamos en auto nuevo, regalando balones, playeras, boletos, invitando las chelas.
En realidad, la retita era lo de menos. En la vida hay prioridades, a cierta edad el deporte deja de ser importante, competir es perder el tiempo. La cáscara es el mejor pretexto para convivir, para relajar el cuerpo, después de la cáscara llega la calma y la mente se pone en paz, se cuentan chistes y anécdotas, se echa desmadre, se comparte la caguama, el tabaco, el toque y rol; hermosos gestos donde surgen camaraderías, cofradías y hermandades. Si en ese entonces mi padre hubiera tenido celular, seguro que mi madre no pararía en estarlo chingando. Y es que mi padre se tomaba bastante en serio el tercer tiempo, nos retirábamos a casa al anochecer. En esos recuerdos está el Mudo y sus hijos, con los cuales jugábamos y convivíamos de manera regular. Luego desapareció. Lo veíamos, claro, en el estadio. Abucheado cuando jugaba, ovacionado en la banca para que entrara.
Ya en el retiro, un día, juntos a buenos amigos, lo encontramos sentado en un bar bebiendo solo. Varios de los que estábamos ahí recordamos los goles que le hizo al América. Eran cuartos de final del torneo verano 97. Para variar, apenas meses antes, el equipo se había salvado del descenso. El cuadro base estaba formado por veteranos como el chileno Marco Antonio Fantasma Figueroa, Javier El Chícharo Hernández, Rafael Bautista, el argentino Carlos Bustos y El Mudo, al que se le sumaban otros jugadores que ya nadie quería en otros equipos, Juan Carlos Chávez, Silvano Delgado, Roberto Hernández, Everaldo Bejines, y en la delantera, un completo desconocido, un brasileño de ojos saltones, robusto y jorobado, desconocido hasta en su casa, que parecía más boxeador que futbolista, Claudio Da Silva, mejor conocido como Claudiño, en la banca, como relevo, dos jóvenes promesa, el costarricense Jafeth Soto y Emilio Mora, de Apatzingán, todos dirigidos por El Jefe Boy.
Pero regresemos al Mudo, al jugador de la Ventura Puente, al que probaron como contención, carrilero o creativo, el que fue goleador con los Venados de Yucatán cuando la Tota lo echó del equipo. Con aquel partido, por fin, la afición le reconocía los años de esfuerzo, dos partidos memorables, dos partidos tan perfectos que en plena celebración, la afición coreaba: “El Mudo para gobernador”, “El Mudo para gobernador”.
Lo invitamos a nuestra mesa. Hombre sencillo y tímido, proveniente de uno de los barrios más bravos de la ciudad, halagado, bebía y platicaba con nosotros (platicar es un decir, por algo lo apodan El Mudo). Cuando el bar estaba por cerrar, le sugerimos seguirla en otro. Se manifestó indispuesto para conducir. Por la hora, terminamos en un bar culero en el centro. En el “nuevo” bar, el cantante de covers reconoció al Mudo, pidió a los asistentes una porra en favor del América, cuando finalizaba alguna canción, éste dirigía un ataque contra el exjugador, el bullying se volvió insoportable.
Erick, amigo de mecha corta y quien se siente muy verga pa los chingadazos, increpó al cantante, forcejeamos con los de seguridad, quebramos botellas, jaloneamos, echamos putazos. Nos sacaron. En plena madrugada el orgullo era intacto, nos quedaba la defensa a un héroe de nuestra infancia. La madrugada la terminamos en casa de Maicol, bebimos bacardi, forjamos mota y, El Mudo recordó la juventud en el barrio, las tardes de cascarita en la presa, tarareó canciones del TRI y de los Creedence. Los pajaritos cantaban cuando salimos de esa pinche casa del vicio, tambaleante, El Mudo se trepó a mi coche, en el trayecto amagó con vomitarse, “no se te ocurra vomitar, pinche Mudo”, le advertí, “en mejores coches he vomitado”, rezongó el cabrón y se quedó dormido. Llegamos adonde había dejado su camioneta, en el asiento del copiloto el chinguetas de la Ventura Puente dormitaba, dormido era más feo que despierto. Busqué su auto, un deportivo, modelo reciente, pero nada, no recordaba nada, la marihuana y el bacacho siempre es pésima combinación. Lo desperté y me señaló una troca pick up, vieja y chocada; en los futbolistas, la decadencia se refleja en los autos.
Cada año me hago un juramento: no jugar nunca más al futbol. Soy un futbolista frustrado. Las rodillas se me inflaman y me he vuelto más lento que el Pibe Valderrama en el ocaso de su carrera. La nostalgia es cabrona, en ocasiones sueño que corro y driblo como a los veinte años cuando jugaba en las básicas del Morelia. Cuando me invitaron a jugar en Uruapan –lugar donde radico desde hace tres años–, me negué. “Firmamos a Claudiño y al ex portero del Atlas, Antonio Pérez, El Poeta, se va a poner chingón, jálate”, me dijo mi amigo uruapense. No lo pensé dos veces y estampé mi firma en la liga “Premier” de veteranos. Sí, de veteranos. Carajo.
Les he presumido a mis amigos haber jugado contra el Pelé Chávez, Camilo Romero, Carlos Ochoa, Emilio Mora, entre otros. Pero ni en mis sueños más húmedos, imaginé jugar junto a Claudiño, un tren de carga que a sus 48 años mete un promedio de tres goles por partido. He contado también que las ligas de futbol amateurs de Uruapan invierten de forma “extraña” en sus equipos, gastan dinero como si de futbol profesional se tratara, no escatiman en pagarle 5 mil pesos a Claudiño, 4 mil al Poeta, más 500 pesos que se reparten a otros, es decir, el dueño del equipo desembolsa alrededor de 15 mil pesitos cada ocho días…por un trofeo de 300 pesos.
Por estos rumbos, es sabido que aguacateros y “empresarios” apuestan “en serio” cuando los equipos califican a la liguilla. A menos de una hora, en Peribán, hay un torneo relámpago, el botín para el campeón es de 30 mil pesos, aunque, por partido, las apuestas rondan los 50 mil pesos. A propósito, el ganador fue un equipo llamado “Los Colombianos”, –a diferencia del putero Colombian Dream que presume mujeres colombianas pero que en la realidad son mujeres de Altamirano, Guerrero–, está conformado por dieciséis jugadores del país de García Márquez y Pablo Escobar. Hace poco, en este torneo, El Mudo fue mi contrincante. No es poca cosa jugar contra uno de los diez mejores goleadores de la historia del Atlético Morelia. Los odiosos dirán que es un equipo chico, no hace falta, ya lo decía Antonio La Tota Carbajal, “somos un equipo chico y humilde, el dueño, una secretaria y yo».
Antes de comenzar el partido me acerqué al Mudo para saludarlo, preguntó por mi padre y le mandó saludos. Sus hijos, en cambio, me vieron con odio. Jugué el primer tiempo. El mayor de sus hijos me acomodó varios putazos en los tobillos. Y recordé la razón. Fue el texto que publiqué hace cuatro años. Un texto de ficción con paisajes de la vida real. Un escrito que, me cuentan algunos conocidos, indignó a sus dos hijos, los Muditos.
Por cierto, el partido lo perdimos uno a cero, el gol, a balón parado, lo metió El Mudo. Nos despedimos con un abrazo breve, si hubiera sido profesional, hubiera cambiado mi playera por la suya, pero recordé que me la vendieron en quinientos pinches pesos.
“Me saludas a tus hijos”, fue lo último que le dije, y me fui en chinga al tercer tiempo.