Por Francisco Valenzuela
Aquel jueves 8 de noviembre, mientras la sala 2 de Cinépolis Centro en Morelia lucía atascada para ver El Santos vs La Tetona Mendoza, ya había ocurrido el insólito crimen que privaría de la vida al niño Hendrik Cuacuas en la triste Iztapalapa. Pero nadie lo sabía, salvo los familiares del occiso, los empleados que lo llevaron a la Ambulancia y, se supone, los altos mandos de “La capital del cine”.
Yo me había resignado a privarme de la proyección porque no tenía boleto, pero una alma caritativa se apiadó de mí y me obsequió el suyo a cambio de luego reponérselo por cualquier otra película programada en el Festival Internacional de Cine de Morelia.
Llegué al cine cuando la fila era enorme y entonces fui de los últimos en ingresar. Adentro, las butacas lucían ocupadas y apunto estaba de sentarme al borde de las escaleras cuando descubrí que a lo lejos un par de asientos, esos que llamamos de gayola, no tenían dueños. Corrí discretamente, me apoderé del mío y respiré tranquilo. Segundos después, un tipo de edad madura llegó a la zona y me preguntó si aquella otra butaca estaba ocupada. Negué con la cabeza y el sujeto se convirtió en mi vecino.
Luego llegaron los moneros Jis y Trino con el director y algunos más. Frente a mí, un fotógrafo apuntó su cámara hacia la pantalla y luego de un par de disparos volteó, educadamente, para pedir disculpas. “Perdón por taparles, no me tardo”, nos dijo a quienes estábamos en aquellas olvidadas sillas. Segundos después dejó de tomar fotos y cuando se retiraba, mi vecino le aventó varias bolitas de papel sobre la cabeza. La escena me causó gracia, supuse que eran conocidos, pero de pronto el trabajador de la lente volteó desconcertado, haciendo algunas muecas de extrañeza. Miró primero a mis ojos y sin hablar le indiqué que los proyectiles los había lanzado el sujeto que ahora llamaremos X. Así, sacado de onda, el foto-reportero abandonó la sala.
El numerito me intrigó un poco y comencé a observar a X, quien balbuceaba algunas maldiciones y jugueteaba con una cinta diurex, además de portar un pedazo de papel rectangular.
De pronto las luces se apagaron y en la pantalla el Santos hacía un comercial al estilo Vive sin Drogas. Para invitar a que los chiquitines no le quemaran las patas al diablo, fumaba tremendo porro de un solo jalón, un ejemplo de que la pachequez extrema puede dejar pendejo a cualquiera.
Las primeras risas brotaron en la sala, incluida la mía, pero no la de X. ¿Qué hacía X en ese momento? Utilizaba la cinta diurex para pegarla alrededor de su cabeza y así sujetar al papel sobre su cara. Le bastaron esos dos objetos para hacerse una suerte de antifaz y así disfrutar de la función. “¿Qué carajos le pasa a este güey?”, pensé mientras la Tetona Mendoza humillaba a su ex y amenazaba con tomar el poder de ese país extraño, atestado por zombies de Sahuayo que se empezaban a salir de control.
Confieso que de pronto me atacó el pánico. ¿Y si ese loco era un asesino serial? ¿Sacaría un revólver para matarnos a todos mientras el Gamborimbo Punk se burlaba del pitito del Sanx? ¿Pertenecía a una orden religiosa ofendida por las leperadas en voz de Giménez Cacho, Regina Orozco y compañía? Quise abandonar mi lugar, buscar refugio en los escalones o de plano huir; también pensé en llamar a la policía, pero más allá del ridículo antifaz y su soliloquio, no tenía yo pruebas que incriminaran a X.
Con esa angustia me chuté el resto de la película, donde Sahuayo (Michoacán) es caricaturizado como una enorme construcción del Infonavit, área clave para poder eliminar a los cabrones zombies.
A veces me reía y de vez en cuando recordaba que mi vecino era un asesino potencial, pero conforme avanzó la peli eché mi paranoia por la borda y carcajeé de lo lindo cuando la Tetona Mendoza encarceló al Santos, al Cabo, a los Cerdos y al Diablo Zepeda.
Mientras el Peyote Asesino mostraba su lado malvado, el señor X continuaba privado, andaba en su rollo. Entonces pensé que tal vez el sujeto era un gran admirador de la tira y había resuelto darse unos buenos toques de hierba para disfrutar de la función. ¿Por qué no? A fin de cuentas, la creación de estos moneros es producto de muchos pasones, de meterle con todo a drogas duras y blandas.
¿En qué terminó aquello? En nada, la película aun no concluía cuando X abandonó la sala con todo y su tonta máscara. Desde luego, pisó a varios de quienes veían la animación en las escaleras, se ganó algunos reclamos y se escabulló en medio de la oscuridad.
Pudo ser un asesino, pudo sacar su revolver o su navaja y echarse al plato a varios de nosotros.
Para nuestra fortuna, el asesino estaba en otro Cinépolis…