A Adriana, por su cumpleaños
La población más vulnerable del coronavirus la conforman nuestros abuelos, esos grandes sabios que se ubican en las postrimerías de la vida para enseñarnos el modo correcto (o incorrecto) de vivir. Su valiosa experiencia reside precisamente en que han atravesado numerosos infiernos, han mirado cara a cara a sus demonios internos, han sorteado sus abismos. A ellos les dedico el recuerdo siguiente:
Cuando murió mi abuelo Víctor, a quien sus nietos llamábamos de cariño Papayo, improvisé unas palabras al pie de un árbol frondoso en el panteón municipal. Fue una despedida simbólica, porque en realidad yo ya me había despedido de él varias noches atrás en el hospital. En el panteón me valí de una analogía; dije que así como el árbol que estaba frente a nosotros se perpetuaba en innumerables ramas, también el espíritu de mi abuelo Víctor se prolongaba en las ramificaciones de nuestras venas y arterias, donde todavía fluía su sangre. No sé si la analogía resultó afortunada; los asistentes permanecían en silencio. Recuerdo que, para reforzar la idea, cité a Homero: “Los hombres son como las generaciones de las hojas, nacen y perecen…”
Es fácil decirlo. Pero detrás de mis palabras se encerraba otra historia. Mi Papayo me enseñó a trabajar en su taller mecánico. Todos los veranos mis papás me mandaban a pasar mis vacaciones con el viejo; en la casa no me soportaban porque era un niño hiperactivo y problemático. Pero mi abuelo Víctor siempre me tuvo paciencia. Nunca se quejó de mí, como, por ejemplo, sí lo hacían mis tíos o mis maestros. Me enseñó a ser fuerte y sensible, a no desdeñar las opiniones ajenas, a saber compartir; pero lo más importante: me enseñó a moderar el incendio que abrasaba mi interior desde niño. Papayo bien pudo haber dicho al lado de Rubén Darío: “La virtud está en ser tranquilo y fuerte; / con el fuego interior todo se abrasa; / se triunfa del rencor y de la muerte, / y hacia Belén la caravana pasa”.
Cuando lo miré postrado en la cama de un hospital minado por el cáncer entendí que el tiempo derriba cualquier fortaleza. No existen murallas infranqueables para la muerte. Es la gran igualadora. Aquel hombre que antaño desmontaba motores, soportaba pobrezas, forjaba de su ingenio piezas para carros, se hallaba visiblemente disminuido. Mi viejo. Entonces era cierto: Papayo moriría, la muerte no respetaba temperamentos. Pensé, con profunda melancolía, que el ser humano es polvo y cenizas. Homero tenía razón: “Los hombres son como las generaciones de las hojas, nacen y perecen…” Me acerqué, le di un beso en la frente y me despedí de él. Mi abuelo Víctor fue un hombre muy sabio. Toda su vida fue una ardua preparación para la muerte.
Otra de las personas más sabias que he conocido en mi vida fue mi abuela Anita. Ella no sabía leer ni escribir. De niño intenté enseñarle, pero nunca lo conseguí. No pasaba de las vocales: “Mamá Anita, esta es la A mayúscula, la primera letra de tu nombre”, le decía. Ella, la madre de mi madre, la compañera de Papayo se esforzaba por delinear sus garabatos. Todavía la recuerdo tratando de mantener el pulso de su mano morena, bajando ligeramente su rostro ajado por los años. Lo cierto era que yo solamente quería retribuirle con un gesto de generosidad (enseñarle a leer y a escribir) lo mucho que había hecho por mí. Los niños y los ancianos son sabios, y su sabiduría estriba en que trascienden el dolor inherente de la existencia; los primeros a través del juego y el olvido, los segundos por medio de la contemplación y el ascetismo. Por eso semejante conjunción es hermosa; y quizá esa sea la razón del mutuo aprendizaje entre los abuelos y los nietos. En ambos prevalece una reconciliación con la vida.
Mi abuela Anita y mi abuelo Víctor sólo viven en mis recuerdos. Me gustaría pensar que los encontraré en un plano distinto al nuestro, acaso en el paraíso en el que creía con fervor mi abuela. Me gustaría pensarlo, pero sería hipócrita de mi parte. No creo en un supuesto plano intemporal donde moran los muertos. Me conformo con estarles eternamente agradecido por lo mucho que me enseñaron en esta vida.
Pienso que es lo único verdaderamente cierto.
Imagen: Hernán Piñera/ Flickr
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