1
Trabajo. Trabajo. Trabajo. El hombre se levanta todos los días a las seis de la mañana, escucha el mismo sonido en el reloj despertador, se pone sus zapatos alineados bajo la cama, experimenta el mismo sentimiento todas las mañanas. Hastío. No lo sabe, pero bien podría representar un papel en una obra de teatro de Samuel Beckett.
Sale de su casa y enciende su auto. Espera a que el motor se caliente. Ve pasar a dos o tres muchachas que se dirigen a la Escuela Técnica. Comienza a refunfuñar contra las muchachas, contra las mañanas, contra sí mismo. Es ajeno al canto prematuro de los pájaros, a los primeros destellos del alba, al gorgoteo de la fuente en el centro de la plaza. Sólo lleva en su mente estas palabras: Trabajo. Trabajo. Trabajo. ¿Y cómo no habría de ser así si su abuelo y su padre lo adiestraron para el trabajo incansable? “Reverenda estupidez”, piensa el hombre. “Trabajar es desgatarse vanamente. Hubiera preferido quedarme en cama soñando con paisajes marinos”. Bien podría aplicársele el verso de Xavier Villaurrutia: “Despertar es morir”.
Despertar todas las mañanas por obligación es morir con esa muerte parsimoniosa del espíritu. En pocos años, el hombre andará por las calles de la ciudad, por los pasillos de las fábricas, por los enormes rascacielos, por los salones de clase como un cadáver viviente, como un ser anómalo y sin espíritu que únicamente espera la muerte para librarse de la fatiga cotidiana. Y es que la ciudad es una enorme prisión donde por breves momentos -cuando amamos, cuando creamos, cuando cerramos los ojos- salimos de las celdas a contemplar el cielo azul.
2
Diré que soy un derrotado en vida y que todas las mañanas, sin excepción, despierto con una sensación de amargura en el pecho. Diré que en el transcurso del día intento luchar contra mi peor enemigo: la pereza. Diré que el amor es una criatura dormida en el fondo de mi alma. Algún día despertará.
Me levanto y el mundo sigue siendo el mismo. Seguirá siendo el mismo, incluso cuando ya no esté. Desde hace tantísimos años. Mi espíritu está en calma: es un jardín desierto, una noria abandonada. De vez en cuando le brota el entusiasmo. Constantemente le brotan recuerdos como espinas.
En un esfuerzo inaudito pretendo recuperar mi voluntad. Emerjo de la cotidianidad de la vida, salgo de mi cuarto y escribo. Poco a poco la máquina perezosa de mi corazón comienza a funcionar.
3
No sé por dónde empezar. Nunca sé por dónde empezar. Existo por fuerzas exteriores y no por mí mismo. Por eso cuando estoy solo me entrego a la ociosidad. Me acuesto en la cama, dirijo el ventilador hacia mí y empiezo a pensar. Mientras mi cuerpo descansa, se inmoviliza, la máquina de mi pensamiento se activa. Y no se detiene. Así paso mi vida, pensando. Es el mal de Hamlet.
¡Oh, Giovanni Papini, al fin comprendo tus palabras!: “También en mí, también en ellos, como en ti, la palidez sombría del pensamiento decolora el rico tejido de la vida”.
Imagen: Alex Eigner/Flickr
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