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Expediente vegetal #11

Nobleza obliga: cuando escribo estos textos siempre tengo en mente a mis amiguetes de la tercera edad. Este Expediente es un reconocimiento público a esas hortalizas: Roberto Sánchez, Jorge Orozco, Alexandra Sapovalova, Ana Mary Rodríguez, Gilberto Bibriesca, Alejandro González, Guillermo Ramos, Jorge Bustamante, Fernando Ortiz, Salvador Próspero, Guillermo Sánchez, Aristeo González, Gustavo Chávez, Vicente Guijosa, Sara Mendoza y Rafael Flores. Todos dignísimos representantes de los mejores vegetales ofertados en los lunes de plaza de esta gustada sección.

También tengo presentes a dos inquietos postulantes al Departamento de Frutas y Verduras en calidad de brócolis aspiracionales: Víctor Rodriguez y Edgar Chávez.

PRIMERA PARTE

¿Cuántas citas de gente famosa hay en Google sobre la “sabiduría que dan los años”? Millones. Nos encanta ponerlas en nuestro feisbuc.

El último “pensamiento revelador” me lo encontré en un archivo de mi Mac. Son las sabias palabras de Anthony Hopkins. ¿Cómo no guardar algo excretado por ese tipo?

Pues sí… pero no.

Antes de darle el crédito al famoso actor hice una somera investigación sobre el origen de ese texto y -como era de esperarse- la verdad emergió hierática: no es de Anthony, sino del brasileño Mario de Andrade (1893-1945) y se llama “Mi alma tiene prisa” -al final de este texto les dejo el link por si se mueren de la curiosidad.

En este momento algunos dirán “ok, no es de Anthony Hopkins ¿cuál es el fuckin problem?

En realidad no hay ningún fuckin problem.

¿A quién le importa si unas sabias palabrillas son de un argentino llamado Jorge Luis Borges o del moreliano Jorge Luis Rentería? Son feisbuqueras y ya.  El 98.987% de quienes abrevan sabiduría del feis no saben quién es Borges… ni Rentería.

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Dicho lo antes dicho, el fragmento en cursivas de más abajo requiere de un contexto: se trata de un niño (supuestamente Hopkins) al que le regalaron una caja de chocolates y empieza a comérselos con prisa. Pasa un tiempo y el chamaco se percata de que le quedan muy pocos. Es cuando empieza a comérselos lentamente, con delectación. Aquí es cuando deben imaginarse al famoso actor galés en alguna de sus casas posando la mirada en lontananza… se escucha una voz en off:

Lo sé: me queda menos por vivir de lo que he vivido.

Cada chocolate masticado lentamente, cerrando los ojos, me hace caer en la cuenta de que ya no le presto demasiada atención (no como antes) a interminables discursos sobre políticas públicas porque nada cambiará; ya no me dan ganas de discutir ni hablar con personas que no actúan de acuerdo a su edad.

Tampoco quiero darle mi tiempo a una pelea ni asisto a reuniones donde se inflan los egos, ni soporto a los manipuladores y me molestan las personas envidiosas.

Tengo muy poco tiempo como para hablar de títulos, logros, currículums o de relaciones que me beneficiarán en algo (además hace mucho no las tengo).

Mi alma tiene prisa y me quedan muy pocos chocolates en la caja.

Prisa por vivir con la intensidad que sólo la vejez puede dar y me comeré todos los chocolates que me quedan porque saben mejor que todos los que me comí antes.

Mi objetivo es llegar al final en armonía conmigo mismo, mis seres queridos y mi conciencia.

Pensé que tenía dos vidas, pero resultó ser solo una… y hay que vivirla con dignidad.

Coincido con la cursilona versión atribuida a Anthony y extiendo sus alcances porque el tema da para charlar con ustedes. Va el contexto: desde hace varios años (unos ocho) empecé a recibir menos invitaciones para salir a alguna parte. Sí, amigos y amigas, cada vez soy “menos requerido” para alguna actividad lúdico social (suspiro melancólico).

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Aun siendo víctima de semejantes y gentiles desdenes, me arrogo el derecho de elegir cuáles de esas escasas invitaciones acepto y de inmediato resuelvo cómo me voy a a regresar sin depender de nadie para hacerlo. Nada más pinche feo que aceptar ir a un sitio, terminar aburrido a los quince minutos y estar obligado a esperar hasta el fin de la velada porque cometimos el craso error de ir en el auto de otra persona y a varios kilómetros del hogar. Recuérden el consejo que dan los años: nunca vayas a algún lugar del cual no puedas regresar a pie (o por tus propios medios).

Pues bien, cuando leí algunas de las líneas del “texto de Hopkins” sonreí por lo feliz de las coincidencias. Me refiero a los renglones de abajo:

Tampoco quiero darle mi tiempo a una pelea ni asisto a reuniones donde se inflan los egos, ni soporto a los manipuladores y me molestan las personas envidiosas.

Tengo muy poco tiempo como para hablar de títulos, logros, currículums o de relaciones que me beneficiarán en algo (además hace mucho no las tengo).

Pues con modestia les comento: me pasa igual.

Cierto: hay una etapa de la vida en que estar en ciertas ciertas reuniones, con ciertos primates y ostentando un currículum apantallador, es esencial… pero luego ya no.

SEGUNDA PARTE (muy breve)

Algunos vejetes actuales consolidamos, a lo largo de nuestra vida profesional y personal, sinceros lazos de amistad con personas quince o veinte años más jóvenes que nosotros. Seres de otra generación, con gramáticas diferentes a las nuestras y cuyas trayectorias profesionales, en este momento, se encuentran en el punto más alto de su dicha triunfadora. No habrá otro lapso con tanta ventura. Es el momento de tomar en serio las sabias palabras de Elvis Presley en 1960: It´s now or never, cabrones.

Saquemos del baúl de los recuerdos unas palabras de Cantinflas para contextualizar: “Hay momentos en la vida verdaderamente momentáneos”; la felicidad, por ejemplo. Gran cita, lo que sea de cada quien. Pues bien, esos felices momentos momentáneos ocurren cuando algunas personas asumen su condición vegetal con educadas maneras. Nada de vulgaridades como “yo hago lo que quiero porque ya estoy viejo y me vale madres lo que piensen”. No. Bájenle a su petulancia senil. Me refiero -como ya lo enuncié en la primera parte- a ese momento feliz cuando uno adquiere el valor de declinar amablemente ir a algunos lugares sin sentirse mal por ello.

Va una pequeña y amena digresión aquí abajo. Ya volveremos al asunto de rechazar ciertas reuniones. No hay prisa. Serenos.

TERCERA PARTE (momento ideal para ir al baño o por un café)

Chance lo sepan y chance no, pero en el 2018 salió una película de Clint Eastwood. Se llama La mula. Es una peli palomera, nada especial. Una de las canciones del soundtrack se llama “No dejes entrar al viejo” y el autor es Toby Keith. Fue un pequeño éxito entre mis amiguis, pero a mí me sorprendió la algarabía desatada: ¿cómo es posible que siendo vegetales en plena manifestación de menguado y aguado poderío les sorprendiese una letra (para mí) tan pedorra?

Vayan ustedes a saber.

Me dio la impresión de que la canción de Toby había sido, para algunos de mis compañeros de ruta, una epifanía a la mitad de una noche estival: “¡ay, pero qué rola tan chida!” -croaron en saltarín frenesí y concluyeron lo obvio: ellos no dejarían “entrar al viejo” en sus vidas.

 ¡Uy, qué osados!

Al día siguiente varios se levantaron con renovados y flácidos bríos y, como era de esperar, empezaron a enviar la rola por whatsapp a quienes consideraban podía servirles de aliciente matutino; otros pusieron la canción en su feisbuc (ninguno usa Tik Tok).

Es difícil no prestarle atención a una canción incluida por el mismísimo Eastwood en una cinta de la cual él es el director. Ese sujeto -noventa y cuatro años- es un referente para miles de homínidos en el mundo. No muchos llegan a esa edad con tanta enjundia y lucidez, aunque siempre hay excepciones.

Me viene a la mente un vegetal admirable: Edgar Morin, cuyo esqueleto ha estado en movimiento por 103 años y sigue soltando pensamientos complejos a diestra y siniestra (le encanta). Hace tres meses salió a la venta su más reciente libro. Va el título en francés: S’il est minuit dans le siècle: la première et fondamentale résistance est celle de l’esprit. La traducción de los robots de DeepL fue así: Si es la medianoche del siglo: la primera y fundamental resistencia es la del espíritu.

A nivel municipal, conozco a dos o tres jóvenes manufacturadores de libros al mayoreo, pero sólo uno con la condición de vegetal en compulsiva plenitud publicadora a lo largo de más de tres décadas: Roberto Sánchez, quien con su intimidante Literature and history in Carlos Fuentes: imperfect creations pretende… mmh… pues no sé qué pretenderá porque, seamos sensatos, en estos tiempos líquidos y fugaces ¿quién se pone a leer algo sobre Carlos Fuentes? Sólo siendo muy raro y de errático comportamiento.

El de Literature and history… no está fácil de leer (y en inglés, menos). Por esas cosas raras que tiene la vida lo leí hace un año y puedo opinar con autoridad: no es  apto para leer en alguna de las rutas de las combis, ni en el autobús de Morelia a la CdMx o en la fila para cobrar la Pensión del Bienestar. Es un texto complicadón para las sensibilidades actuales enganchadas en la brevedad de un reel.

Los de Amazon lo tienen en preventa y cuesta una for-tu-na. Eso es la prueba aristotélica del carácter torpe y gaznápiro de  la mayoría de las editoriales universitarias: hacen todo lo posible por alejar a los compradores de sus productos. El libro de Robert cuesta más de setecientos pesos… ¡en versión electrónica, joder!

Se los digo con el debido respeto: no mamen -lo pudieron poner a la venta en cincuenta pesos.

CUARTA PARTE

Volvamos al venerable Anthony Hopkins, quien a estas alturas del texto casi se termina sus chocolatitos. Las líneas de abajo son atemperantes, se los juro por esta: (+).

(…) ya no le presto demasiada atención (no como antes) a interminables discursos sobre políticas públicas porque nada cambiará; ya no me dan ganas de discutir ni hablar con personas que no actúan de acuerdo a su edad.

¿Qué les puedo decir? Tengo amigos con un avance notable en las siete décadas de vida que siguen “sintiéndose jóvenes”. Me da la impresión de que -aunque no tengan idea de La mula- hicieron su intransferible interpretación del concepto “no dejes entrar al viejo”. Cierto: cada quien desempeña sus últimos años como puede o quiere, pero actuar y vivir de acuerdo a nuestra edad es buena idea. Andar alardeando de un vigor inexistente (que se nota), poseer y presumir unas ideas valiosas (que no le importan a nadie) o sentenciar que “aún se tiene mucho por aportar”, es una conclusión feisbuquera… pero si alguien es feliz con esos desplantes ¿quién soy yo para cuestionarlo?

FINAL FELIZ

Todo el rollazo anterior me ha servido para volver al tema de los lugares a los que algunos decidimos no ir… aunque nos inviten.

A ver, fuera de payasadas ¿por qué hacemos eso? ¿Por qué somos tan mamones?

Fácil: porque la coreografía y el relato de ciertos entornos sociales dejaron de ser atractivos y cualquier esfuerzo, actividad productiva o cima por conquistar carece de la importancia otorgada en el pasado. Importan más los niveles de azúcar en la sangre, a qué hora pasa el camión de la basura, la serie de Netflix o la caminata de tres kilómetros cada tercer día

Estar en una reunión de jóvenes triunfadores con grandes horizontes y oportunidades a su alcance no es algo que tenga relevancia siendo cierto tipo de vejetes. ¿Cuál tipo de vejetes? Me refiero a quienes logran transcurrir estos años finales intentando pasar lo más cerca posible de la felicidad y sin apremios materiales graves. Esos que siguen haciendo nomás por el gusto de hacer. Conozco varios y son mis lectores (¡yupi!).

Asistir a esos carnavales de triunfadores es aburrido luego de siete minutos. Sonrientes, somos testigos adormecidos de tanta bonanza y estrellitas Michelin. Tal vez una o dos veces alguien se percatará de nuestra presencia y nos sonreirá con afabilidad para seguir bañándose en la ducha del reconocimiento siempre merecido…

… tal como lo hicimos nosotros en su momento.

Termino con una frase polémica (y feisbuquera) de Isabel Allende: “Cuanto más tiempo vivo, más desinformada me siento. Sólo los jóvenes tienen una explicación para todo”.

Eso no significa que esos cabroncitos “tengan la razón” sino algo inapelable: tienen el poder de la mucha vida por delante. ¿Alguna objeción, colegas?

Así ha sido desde que la juventud -en los sesenta del siglo pasado- se convirtió en un mercado con ganancias millonarias.

Antes de esa década, ni quien pelara a ese sector de la humanidad.

Aquí el texto de Mario de Andrade, el real y auténtico autor del texto feisbuquero atribuido a Sir Anthony Hopkins: https://fundacionhugozarate.com/mi-alma-tiene-prisa/

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